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Aznalcóllar, la corrupción y el perdón
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Javier Caraballo

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Aznalcóllar, la corrupción y el perdón

Desde que se conoció el archivo del caso Aznalcóllar, existe una campaña en todos los frentes exigiendo que se pida perdón a la presidenta de la Junta de Andalucía, Susana Díaz

Foto: Fotografía de archivo de la rotura del muro de contención de la mina de Aznalcóllar. (EFE)
Fotografía de archivo de la rotura del muro de contención de la mina de Aznalcóllar. (EFE)

La corrupción no existe solo cuando se demuestra en los tribunales de Justicia. Esa es la vinculación falsa e interesada que se intenta imponer siempre desde los partidos políticos, pero cualquiera sabe bien que la verdad judicial es una cosa y la verdad política es otra; que las condenas son una cosa y que las responsabilidades políticas tendrían que ser otras. Lo que se ha construido en España es un sistema falsario de responsabilidades que evita, por ejemplo, que un partido como el PP, implicado hasta las cejas en la Gürtel o en los papeles de Bárcenas, tenga que asumir responsabilidades políticas por la financiación ilegal del partido. Como ocurrió en su día en el PSOE con Filesa o como estamos viendo estos días en Convergència.

La corrupción puede existir aunque no tenga cabida en el Código Penal porque no se reúnan suficientes pruebas para demostrar los delitos o porque una instrucción defectuosa se haya cargado toda posibilidad de condena. Como aquella vez que la policía detuvo a un comisionista de la Junta de Andalucía con un maletín repleto de billetes, que acababa de recibir de un constructor. ¿Puede haber una prueba más flagrante de corrupción? Pues al final, todos quedaron absueltos, porque se invalidaron las escuchas, y el comisionista acabó exigiendo que se le devolviera el maletín. Era el caso Ollero.

El caso Aznalcóllar, al que esta semana se ha dado carpetazo, comenzó con evidencias similares. Algunas ya se detallaron aquí (‘La mafia andaluza’) cuando, en mayo pasado, el asunto saltó a los medios de comunicación, y pude contar entonces públicamente lo que conocía de primera mano desde muchos meses antes de que se resolviera la polémica adjudicación de esa mina por parte de la Junta de Andalucía.

Las evidencias siguieron cuando, en su primer auto, la jueza a la que le correspondió el caso afirmó asombrada, tras una primera inspección, que el concurso internacional de las minas de Aznalcóllar se resolvió “sin observar el más mínimo rigor” administrativo y legal. De qué sorprenderse. ¿No se trata, acaso, de la misma acusación que subyace en todos los escándalos en los que está inmersa la Junta de Andalucía? La única diferencia con los casos precedentes es que, en esa ocasión, afectaba de lleno a un Gobierno de Susana Díaz, pero nada más.

Poco después, un grupo especializado de la policía, adscrito a la Unidad de Delincuencia Económica y Fiscal (UDEF), emitió un informe en el que detallaba aquello que la jueza quiso ver en su primera ojeada al caso: que una de las empresas había sido perjudicada en el concurso. La Junta, según la policía, había favorecido a la sociedad conformada por una empresa andaluza y un grupo minero mexicano, Minorbis, y había perjudicado a un grupo inversor canadiense, la empresa Emérita, que fue la que llevó el asunto a los tribunales.

Según la UDEF, el proyecto de Emérita ofrecía una inversión de 641 millones de euros frente a los 304 millones de Minorbis, pese a lo cual la segunda ganó el concurso con 75,9 puntos sobre 73,6 de la oferta perdedora. El cálculo de la policía es que a Emérita le birlaron, al menos, 6,5 puntos, con lo que hubiera ganado el concurso. La Junta de Andalucía se defendía en el proceso con los informes de legalidad que expedían sus servicios jurídicos y los informes de viabilidad, que defendían sus técnicos.

Pese a ello, aparecieron otros testimonios, ajenos a la Administración andaluza, como el de Juan José Negro, investigador del Centro Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), que apreció lo mismo que la policía, “errores de bulto” en las puntuaciones y valoraciones que “no se sustentan”, todo ello en perjuicio de Emérita. Para colmo, se supo que la empresa ganadora del concurso había contratado a un ex alto cargo del Gobierno andaluz y que, durante años, había recibido cuantiosas ayudas de la Junta de Andalucía, en torno a 40 millones de euros.

En su auto, la juez no descarta que hayan existido irregularidades, sino que sólo afirma que no existen pruebas suficientes para sostener los delitos

¿Por qué, entonces, archiva la causa la jueza? Pues esa es la cuestión, lo que se decía antes, que la verdad judicial no tiene por qué corresponderse con la realidad política. En el auto en el que se archiva la causa, lo primero que hace la jueza Patricia Fernández es recordar que su única intención en este proceso era determinar si en esa adjudicación existía un delito de prevaricación, pero nada más. Este detalle es fundamental, porque en su auto, la jueza no descarta que hayan existido irregularidades en la adjudicación, sino que solo afirma que no existen pruebas suficientes para sostener los delitos de los que se acusaba a una veintena de funcionarios y altos cargos de la Junta de Andalucía. Ni siquiera dice que el relato de los hechos no haga sospechar de un caso de corrupción, lo único que afirma es que no se puede demostrar.

Y “cuando a pesar de la posible apariencia delictiva inicial de los hechos que se imputan, de la instrucción no resulte ningún elemento o principio de prueba que avale razonablemente su realidad, el sentido común exige que se ponga término de forma inmediata a la investigación penal”, afirma la jueza, que deja abierta la puerta para que el caso siga en un tribunal contencioso administrativo, que es lo que va a suceder. ¿Hubiera tenido el caso una resolución distinta con otro juez y otro criterio? Probablemente, pero nada se debe reprochar a quien, como esta magistrada, ha investigado el caso, ha imputado a una veintena de personas y, al final, no tiene inconveniente en admitir que no hay pruebas suficientes para demostrar aquello que ella misma sospechó desde el principio del proceso. Es la verdad judicial sobre el delito de prevaricación.

Como el PSOE andaluz, en sus cosas, es una máquina arrolladora, desde que se conoció el archivo del caso Aznalcóllar existe una campaña en todos los frentes exigiendo que se pida perdón a la presidenta de la Junta de Andalucía, Susana Díaz. Como si en Andalucía no hubiera más sospechas de corrupción que esa de Aznalcóllar, como si todo esto fuera algo nuevo, inaudito. Pues nada, desde el exministro Jordi Sevilla hasta el último mono asalariado del PSOE andaluz, todos exigen lo mismo: que se pida perdón porque, como ha dicho un consejero de Susana, “con las cosas de comer no se juega” (curiosa expresión, tratándose de lo que se trata). En fin... Eso… “Su cinismo es la forma de su honestidad”. Lo dijo un pesimista fantástico, Emil Cioran.

La corrupción no existe solo cuando se demuestra en los tribunales de Justicia. Esa es la vinculación falsa e interesada que se intenta imponer siempre desde los partidos políticos, pero cualquiera sabe bien que la verdad judicial es una cosa y la verdad política es otra; que las condenas son una cosa y que las responsabilidades políticas tendrían que ser otras. Lo que se ha construido en España es un sistema falsario de responsabilidades que evita, por ejemplo, que un partido como el PP, implicado hasta las cejas en la Gürtel o en los papeles de Bárcenas, tenga que asumir responsabilidades políticas por la financiación ilegal del partido. Como ocurrió en su día en el PSOE con Filesa o como estamos viendo estos días en Convergència.

Código Penal Susana Díaz