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Javier Caraballo

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España es roja

Desde que se cerraron las urnas del 20 de diciembre y se culminó el recuento, los líderes, todos, de los grupos políticos, todos, repiten en las entrevistas dos frases, como latiguillos políticamente correctos

Foto: Congreso de los Diputados. (Cordon)
Congreso de los Diputados. (Cordon)

Zapatero tenía un filósofo. Un filósofo de cabecera del que se enamoró por sus teorías sobre el republicanismo cívico cuando, siendo diputado raso por la provincia de León, se leía sus libros en el escaño. Nada más entrar en La Moncloa, Zapatero se acordó de él y lo invitó a su mesa, como hacen los poderosos. El filósofo se vino a España envuelto en la capa de armiño que utilizan los gurús de la política, más discreta que la de los cardenales de un cónclave. Durante varios años, todo era aterrizar en Barajas y ya estaba rodeado de micrófonos y atriles para que examinara al Gobierno socialista.

En una de tantas, el filósofo, que normalmente aprobaba a Zapatero con 'cum laude', trascendió del entorno y dejó dicho, acaso porque contemplaba por el rabillo del ojo la deriva cainita de la política española, que “lo más difícil es diseñar las instituciones de modo que recojan siempre el sentir de la otra parte”. Y añadió: “Hay un dicho latino republicano que reza: 'Audi alteram partem'. Escucha a la otra parte”. El filósofo que Zapatero adoptó como gurú se llama Philip Pettit. Y podría venirse otra vez a España para repetir otra vez lo mismo, ya que ni siquiera Zapatero llegó a enterarse.

En el mes que va a cumplirse desde las elecciones generales del 20 de diciembre, se ha llenado el suelo de líneas rojas, de prohibiciones y vetos; una llamativa manera de comenzar un diálogo en España. Lo primero que se delimita aquí son las zonas de confrontación, de forma que cada uno va trazando parcelas de las que jamás saldrá, que nunca abandonará. Las líneas rojas de la izquierda y de la derecha, que son las principales, ‘sanitarias’, dicen, pero también la línea roja de quienes están al frente de la izquierda y de la derecha. Las líneas rojas de Cataluña, con referéndum o sin referéndum, y las líneas rojas de otros gobiernos autonómicos que ya establecieron antes sus líneas rojas. Las líneas rojas de los grupos parlamentarios y sobre esa línea roja, la de la Mesa del Congreso. La línea roja de las derogaciones de leyes aprobadas, la de las reformas pretendidas, anunciadas, y las líneas rojas de los recortes.

Lo primero que se delimita aquí son las zonas de confrontación, de forma que cada uno traza parcelas de las que jamás saldrá, que nunca abandonará

¿Escucha a la otra parte? En España solo se pueden diseñar las instituciones si no existe la otra parte, porque se imponga la mayoría absoluta. En España, se establecen las líneas rojas como garantía de que nunca se llegará a un acuerdo. Por eso habrá elecciones en mayo. Ya verán. Porque ninguno de los tres protagonistas esenciales piensa en otra cosa que en las elecciones repetidas como mal menor.

Ni Mariano Rajoy, ni Pablo Iglesias ni Pedro Sánchez; todos ellos se han embadurnado la cara con líneas rojas, como pinturas de guerra. Podría evitar las elecciones Pedro Sánchez, si acepta que el Partido Popular ha ganado las elecciones y facilita con su abstención un Gobierno en minoría, una legislatura pactada de dos años, con un programa reformista de mínimos. Cuenta para ello con el respaldo anticipado de Ciudadanos, pero no lo hará. Entre otras cosas, porque en el convulso interior del Partido Socialista el único punto de acuerdo de la actualidad es que jamás van a apoyar o propiciar un Gobierno del Partido Popular, en su acepción ‘sanitaria’ de “Gobierno de la derecha”.

Puede evitar también unas nuevas elecciones Pablo Iglesias, si asume que el PSOE sigue siendo la principal fuerza de la izquierda parlamentaria y accede a sumarse a un Gobierno presidido por Pedro Sánchez, con él en el Gabinete o con su apoyo en el Congreso. Pero no lo hará. Porque piensa que unas nuevas elecciones le van a otorgar el ‘sorpasso’ sobre el Partido Socialista y ni quiere desaprovechar la oportunidad, ni dejar que el tiempo enfríe los ánimos de su electorado.

Por último, el presidente en funciones, Mariano Rajoy, podría evitar nuevas elecciones si admite que, aunque ha ganado en las urnas, ha hundido al Partido Popular en tres ciclos electorales consecutivos, municipales, autonómicas y generales. Desde el suelo de los 130 escaños, tan lejos de la mayoría absoluta, Mariano Rajoy podría dar un paso atrás y propiciar un relevo dentro de su propio partido que conduzca al acuerdo parlamentario amplio que, bajo su Presidencia, nunca se producirá. Podría hacerlo, pero tampoco lo hará. Hasta Albert Rivera, el líder de Ciudadanos, se ha contagiado de la pulsión política, ha cambiado el rumbo inicial y se ha rodeado, también él, de líneas rojas.

Rajoy, podría evitar nuevas elecciones si admite que, aunque ha ganado en las urnas, ha hundido al Partido Popular en tres ciclos electorales consecutivos

Desde que se cerraron las urnas del 20 de diciembre y se culminó el recuento, los líderes, todos, de los grupos políticos, todos, repiten en las entrevistas dos frases, como latiguillos de lo políticamente correcto. Primero se afirma que “los españoles han dicho claramente que tenemos que dialogar entre nosotros y tenemos que entendernos” y luego se añade, como una redundancia, que unas elecciones anticipadas en mayo serían “un fracaso colectivo”. Lo dicen todos y las dos afirmaciones son falsas.

No cuesta trabajo imaginarlos, como en una película de Chaplin, satírica y absurda, en el centro de un salón vestido de tapices antiguos, volcados sobre una gran mesa en la que han desplegado un mapa de España. Sobre el mapa, van trazando líneas rojas, lo garabatean hasta que desaparecen los límites conocidos. España ya no está. Desaparece y solo queda un engrudo de líneas rojas. España es roja, roja de líneas.

Zapatero tenía un filósofo. Un filósofo de cabecera del que se enamoró por sus teorías sobre el republicanismo cívico cuando, siendo diputado raso por la provincia de León, se leía sus libros en el escaño. Nada más entrar en La Moncloa, Zapatero se acordó de él y lo invitó a su mesa, como hacen los poderosos. El filósofo se vino a España envuelto en la capa de armiño que utilizan los gurús de la política, más discreta que la de los cardenales de un cónclave. Durante varios años, todo era aterrizar en Barajas y ya estaba rodeado de micrófonos y atriles para que examinara al Gobierno socialista.

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