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Javier Caraballo

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Rajoy sigue plasma

Rajoy tiene en el plasma que se hizo famoso durante la legislatura el retrato más fiel de su forma de entender la política, y por eso ahora ha vuelto a su esencia de plasma

Foto: El monitor de una cámara muestra al presidente del Gobierno en funciones, Mariano Rajoy. (EFE)
El monitor de una cámara muestra al presidente del Gobierno en funciones, Mariano Rajoy. (EFE)

Lo que no podía hacer Rajoy es traicionarse a sí mismo. No ahora, en este río de aguas revueltas en el que se ha convertido la vida política española, acaso porque se vuelve cascada cuando cambia abruptamente la mansedumbre de lago de los últimos 30 años. A Rajoy, el presidente en funciones más extenso de la democracia y, acaso, el inquilino más fugaz de La Moncloa, no se le puede pedir ahora otra cosa que esta de ponerle un final coherente a su trayectoria, sea el que sea, y que siga actuando como solía: de antilíder.

Lo ha hecho durante toda la legislatura, con más hechuras de ministro de la Presidencia que de presidente mismo de un Gobierno. Y no porque no sepa gestionar, no porque sus logros hayan sido sustanciales o magros, sino porque a Rajoy lo único que no se le puede pedir es lo que no es, un líder que ilusiona, un político que convence, que aglutina, que transmite. Rajoy tiene en el plasma que se hizo famoso durante la legislatura el retrato más fiel de su forma de entender la política y por eso ahora ha vuelto a su esencia de plasma, que es la de no estar, no aparecer, no emprender, no dirigir, no arriesgar, no decidir. Ha ganado en las urnas y, cuando se contempla ahora el panorama, más bien parece que ni siquiera se ha presentado a las elecciones. Ha devuelto a la actualidad política el ‘debate a tres’ en el que no quiso comparecer; ahora, al rechazar el ofrecimiento del rey Felipe VI de formar Gobierno, ha dejado todo el protagonismo en aquellos que sí protagonizaron el debate.

Esperar algo distinto ha sido quizá la ingenuidad de quienes se lamentan en el Partido Popular de su líder por su sangre fría, de quienes se desesperan cuando, hartos de esperar un mensaje, una iniciativa, un guiño, solo reciben un desengaño; la ingenuidad no es otra que la de pensar que, por estar la política española en circunstancias extremas, Mariano Rajoy iba a cambiar de estrategia. Y no ha sido así, también ahora Rajoy ha decidido sortear la incertidumbre con la fidelidad a sí mismo. Ya lo dijo en una ocasión, en una de las jornadas de fin de semana a las que acudían los dirigentes de su partido ansiosos de salir del encuentro cargados de adrenalina, de estrategias, acaso de algunos puñetazos en la mesa. Eran los tiempos duros de la crisis, cuando aún planeaba el rescate y la intervención de la troika europea. Entonces, Rajoy les dijo desde el púlpito de esas reuniones de partido: “A veces, la mejor decisión es no tomar ninguna decisión, y eso también es una decisión”.

La ingenuidad no es otra que la de pensar que, por estar la política española en circunstancias extremas, Rajoy iba a cambiar de estrategia. Y no ha sido así

Dejar pudrirse los temas. Esa ha sido la constante de Rajoy, su característica principal como presidente del Partido Popular y como presidente del Gobierno. Cuando pronunció la frase, lo hacía con orgullo porque sostenía entonces, hace tres años, y sostiene ahora, que gracias a esa flema de dirigente que nunca se altera, que nunca se precipita, España consiguió evitar el rescate. Recuerda siempre Rajoy que eran muchos los que le aconsejaban que se sumara al rescate, como Portugal, como le impusieron luego a Grecia, pero que él supo resistir, dejar que pasara el tiempo. Y al final lo consiguió. En febrero de 2013, comenzó a bajar la prima de riesgo y las subastas de la deuda pública comenzaban a ofrecer los primeros indicios de mejora. Ninguna decisión, la mejor decisión. “Ha sido un gran acierto”, acabó remarcando.

Lo que ocurre es que, aun cuando se le pueda conceder que en el rescate económico la estrategia flemática le salió bien, no parece que existan más ejemplos de que la misma táctica haya resuelto algunos de los otros muchos problemas a los que se ha enfrentado y se enfrenta. La misma lógica de “no tomar ninguna decisión” ha convertido la estructura orgánica del Partido Popular en una maquinaria oxidada, mohosa de inactividad, a la que si algo le caracteriza en la actualidad es la absoluta incapacidad de reacción, de iniciativas. De movilización.

La misma lógica de “no tomar ninguna decisión” ha convertido la estructura orgánica del Partido Popular en una maquinaria oxidada, mohosa de inactividad

Debe haber en el pensamiento de Mariano Rajoy alguna vinculación entre la persistencia y el éxito, de modo que el triunfo de un Gabinete se demuestra por la falta de relevos. Eso le ha ocurrido en la estructura del Partido Popular y en el Gobierno mismo, donde no acometió más cambios entre los ministros que los que venían impuestos por dimisiones. ‘Dejar pudrirse los problemas’ tiene el único inconveniente que se plantea en el enunciado: el resultado es un objeto podrido.

En la indefinición en la que se ha instalado la política española tras las elecciones del 20 de diciembre, Mariano Rajoy ha debido pensar que si su estrategia le salió bien frente el rescate económico, no tiene por qué ser distinto ahora. Y, como entonces, se ha echado a un lado. En esta ocasión, la ‘no decisión’ ha sido la ‘no aceptación’ del encargo de formar Gobierno. Se trata solo de esperar que el problema latente, la alternativa de un Gobierno de izquierdas, se pudra en las semanas de negociación que vienen por delante. Y si eso ocurre, nuevas elecciones en las que se presentará, con el fiasco constatado de la coalición de izquierda, como la única opción viable.

Los suyos, sus militantes y sus electores, hubieran esperado otra cosa, un líder que se sube a la tribuna, que batalla contra todos, que se reafirma en lo conseguido, que desenmascara populismos; un presidente que, aun perdiendo en el Congreso, hubiera ganado en la calle ante sus fieles. Y acaso el final hubiera sido el mismo, nuevas elecciones, pero después de haber peleado el Gobierno en la tribuna del Congreso. Pero ese no es Rajoy, no lo ha sido nunca y tampoco quiere serlo ahora, mucho menos ahora. Su esencia de plasma se ha impuesto porque nunca la había abandonado.

Lo que no podía hacer Rajoy es traicionarse a sí mismo. No ahora, en este río de aguas revueltas en el que se ha convertido la vida política española, acaso porque se vuelve cascada cuando cambia abruptamente la mansedumbre de lago de los últimos 30 años. A Rajoy, el presidente en funciones más extenso de la democracia y, acaso, el inquilino más fugaz de La Moncloa, no se le puede pedir ahora otra cosa que esta de ponerle un final coherente a su trayectoria, sea el que sea, y que siga actuando como solía: de antilíder.

Mariano Rajoy