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El kurdo que tiró un zapato (a Erdogan) y montó un restaurante (tras pasar por cárcel)
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Javier Caraballo

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El kurdo que tiró un zapato (a Erdogan) y montó un restaurante (tras pasar por cárcel)

Esta es la historia del joven kurdo que alcanzó fama efímera por lanzar un zapato al presidente turco, que pagó con la cárcel por ello y que ahora es empresario en Sevilla

Cuando estaba tendido en el suelo, con la rodilla del policía aplastándole la espalda y la cara pegada al asfalto, Hokman Joma debió pensar en el día que se despidió de su padre, de madrugada, y cruzó clandestinamente la frontera de Turquía. Pudo haber recordado aquel desembarco extraño, cuando lo engañaron las mafias del Mediterráneo y lo dejaron tirado en Marruecos. O el instante tenso, épico y alocado que acababa de vivir, en la Plaza Nueva de Sevilla, cuando se acercó al coche oficial del entonces primer ministro de Turquía, Recep Tayyip Erdogan, y le lanzó su zapato, máxima señal de ofensa a un árabe: “¡Asesino! ¡Viva el Kurdistán!”.

Podría haber repasado mentalmente cualquiera de los momentos intensos que había vivido en los últimos seis años, desde que salió huyendo del Kurdistán sirio, pero en ese instante, con la cara pegada al asfalto y la rodilla del policía aplastándole la espalda, solo podía pensar en el instinto más elemental del ser humano, en respirar, porque los guardaespaldas de Erdogan le estaban sujetando la cabeza con los dedos metidos en la cuenca de los ojos, mientras con la otra mano le tapaban la boca y la nariz para que no pudiera gritar nada más.

Todo empezó, seis años antes, en marzo de 2004, en un simple partido de fútbol que se cargó de tanta tensión ambiental, odios políticos y raciales colocados en la grada como bombas de racimo, que acabó con la primera revuelta kurda en el noroeste de Siria, donde vivía Hokman Joma. Después ha venido todo lo demás, pero aquel día solo se disputaba un partido de fútbol entre el equipo local de Qamishli, una ciudad de mayoría kurda, y el Al-Fotuwa Sport Club, uno de los mejores equipos de la Liga siria que entrenaba, precisamente, el refugiado sirio más conocido de España, Osama Abdul Mohsen, el hombre que se hizo famoso por la zancadilla que le propinó una reportera de la televisión húngara, cuando huía con su hijo en brazos. Aquel partido de fútbol acabó en una batalla campal que la policía siria reprimió violentamente. Decenas de muertos y heridos.

Hokman Joma, nacido en 1983, era uno de los jóvenes que participaron en la ‘revolución de marzo’ que se originó tras aquel partido de fútbol. Una noche, al regresar a su casa, se encontró a su padre, agricultor, despierto, esperándole, preocupado por la represión creciente del régimen de Bashar al Asad. “Tienes que marcharte, aquí corres mucho peligro”. Hokman cruzó una madrugada la frontera de Turquía, clandestinamente, con los 3.000 euros que le había dado su padre para que contactara con las mafias del Mediterráneo que introducen inmigrantes a Europa. “Lo que pasa -dice Hokman a El Confidencial- es que me engañaron. Pagué el dinero y me embarcaron en la bodega de un barco, junto a sacos y cajas de mercancía. Al cabo de unas horas, porque no sabes el tiempo que ha pasado, llegamos a un puerto y nos dijeron: ‘Corred, que ya estáis en Inglaterra’. Era de noche, no se veía nada… Pero nos engañaron, el barco se fue y nos dejaron en Tánger”.

Hokman cruzó una madrugada la frontera de Turquía, clandestino, con los 3.000 euros que le dio su padre

Allí estaba Hokman, con 21 años, en Marruecos, apenas sin dinero, durmiendo en la calle abrigado por el miedo de que la Policía marroquí lo detuviera y lo enviara a Siria, a la represión siria. Hokman Joma repite siempre que, por difíciles que sean las circunstancias, cuando se busca una salida, se encuentra. Contactó con kurdos que residían legalmente en Marruecos, quienes, a su vez, localizaron a su familia y les contaron lo ocurrido. Vuelta a empezar. Esta vez, fue una mujer marroquí la que lo pasó ilegalmente por la frontera de España, hasta Ceuta, con el pasaporte falsificado de uno de sus hijos, por 2.500 dólares. Una vez en territorio español, Hokman se fue a la primera comisaria de Policía que encontró y solicitó asilo político. “Me dieron la tarjeta y me mandaron al Centro de Refugiados. Recuerdo que el centro estaba lleno, se formaban siempre colas de comida de 40 o 50 metros; dos colas, una de blancos y otra de subsaharianos. Allí me pasé dos meses, hasta que conseguí la ‘tarjeta roja’ de refugiado”.

Con la ‘tarjeta roja’, el Gobierno lo embarcó a otro centro de refugiados, esta vez en Sevilla. En junio de 2006, la trabajadora social certificó que conocía el idioma y Hokman salió a la calle. Por esa máxima de que siempre que se busca una salida, se encuentra, comenzó a trabajar en todo lo que le salía al paso. Primero en un almacén de autocaravanas, por 800 euros al mes; de día reparaba y limpiaba caravanas y por las noches dormía en una de ellas y trabajaba de vigilante. Luego una empresa de soldaduras, una carpintería, un locutorio, un kebap, una empresa de servicios… Hokman progresaba. Trabajaba, ahorraba e invertía. “Y por Western Union mandaba dinero a mi familia en Siria, porque lo necesitaban”, dice. “Yo nunca he cobrado el paro en España. Yo pienso que si aquí hay tanto paro es porque mucha gente está más pendiente del paro que de encontrar trabajo. Hay trabajos buenos y malos, caros y baratos, pero siempre es mejor que quedarte sentado en tu casa”.

Cuando Erdogan llegó a Sevilla, el lunes 22 de febrero de 2010, Hokman había oído en la radio que el primer ministro turco visitaba España, agasajado por el Gobierno de Rodríguez Zapatero, en plena efervescencia de la Alianza de Civilizaciones. Fue por casualidad, sostiene, que hubiera quedado con un amigo en la Plaza Nueva de Sevilla cuando vio llegar la comitiva oficial, los coches con la bandera turca ondeando en el capó. “A ese no voy a aplaudirlo, le voy a lanzar un zapato', le dije a mi amigo, y se rio. No creía que fuera en serio. Pero me acerqué tranquilo, normal, y nadie me decía nada. Hasta que me quité despacito el zapato y se lo tiré. Ni siquiera le di, porque los escoltas de Erdogan me empujaron y me tiraron al suelo”. Aquella noche ya durmió en el calabozo. Y los siguientes dos años y medio, en la cárcel de Sevilla, gracias a que el juez atendió la súplica final del reo en el juicio: “Prefiero 20 años de prisión en España antes que ser devuelto a Siria”.

"A ese no voy a aplaudirlo, le voy a lanzar un zapato", le dije a mi amigo, y se rio. No creía que fuera en serio

La condena fue ejemplar: tres años de cárcel por un delito contra la comunidad internacional en su modalidad de atentado contra una autoridad. Esa fue la traducción penal del zapatazo. El Gobierno de Zapatero nunca le concedió el indulto. “Yo no pensaba que iba a ser así, yo creí que sería algo pequeñito, una multa quizá. Porque solo quería llamar la atención; no le hice daño a nadie. El Gobierno turco ha iniciado muchas guerras contra mi pueblo, ha matado a miles de mujeres, niños y ancianos. Yo solo quería llamar la atención para que la gente sepa que existe el pueblo kurdo”.

En la cárcel también aprovechó el tiempo. Se apuntó a todos los trabajos y a todos los cursos posibles, especialmente de español y de cocina. Cuando salió de la cárcel, en noviembre de 2012, Hokman se fue a la Fiscalía a pedir que le devolvieran el zapato. Pero el fiscal se lo denegó: “Es la prueba del delito”, alegaron. Si Hokman quería recuperar el zapato era para enmarcarlo y exhibirlo en el restaurante, el segundo que acaba de abrir en Sevilla, cerca de la Alameda de Hércules, que se llama así, El Zapatazo. Al entrar, los rulos de kebap están girando. Música de jazz y cerveza fría porque Hokman Joma es un musulmán heterodoxo, “un neomusulmán”, dice. En unas semanas, tiene previsto volver a ver a su familia. Habrán pasado casi 12 años. Y en el norte de Irak, hasta donde han emigrado, tiene previsto casarse con la joven a la que, cuando se marchó una noche, le dijo aquello que tan pocas veces se cumple en una vida como la suya: “Volveré”.

Cuando estaba tendido en el suelo, con la rodilla del policía aplastándole la espalda y la cara pegada al asfalto, Hokman Joma debió pensar en el día que se despidió de su padre, de madrugada, y cruzó clandestinamente la frontera de Turquía. Pudo haber recordado aquel desembarco extraño, cuando lo engañaron las mafias del Mediterráneo y lo dejaron tirado en Marruecos. O el instante tenso, épico y alocado que acababa de vivir, en la Plaza Nueva de Sevilla, cuando se acercó al coche oficial del entonces primer ministro de Turquía, Recep Tayyip Erdogan, y le lanzó su zapato, máxima señal de ofensa a un árabe: “¡Asesino! ¡Viva el Kurdistán!”.

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