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Javier Caraballo

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La herencia de Franco

La herencia de Franco es lo que nos ha quedado en la memoria colectiva, de forma subconsciente, porque la mayoría de los españoles de hoy la han absorbido sin quererlo, sin conocerla

Foto: Fotografía de archivo de una manifestación contra la Ley Mordaza en Barcelona. (Reuters)
Fotografía de archivo de una manifestación contra la Ley Mordaza en Barcelona. (Reuters)

El miedo y el odio. Eso nos dejó en herencia el franquismo. Y para desgracia de los españoles, se ha mantenido el odio latente y se nos ha olvidado el miedo, que ha sido la única fuerza que hizo posible la democracia que conocemos. La herencia de Franco es aquello que nos ha quedado en la memoria colectiva, de forma subconsciente, porque la mayoría de los españoles de hoy la han absorbido sin quererlo, sin conocerla. Está ahí, en las tribunas de los parlamentos y en la barra de los bares. Está ahí, aunque ya ni los diarios se hagan eco de los aniversarios del franquismo, como este 18 de julio de hace 80 años, que acabamos de atravesar como si nunca hubiera existido. A pesar del olvido oficial, en el tejido sociológico español se mantienen el cainismo, el enfrentamiento cerril, la calentura en el debate, los odios cruzados. Eso tan lapidario de que “el único enemigo capaz de acabar con un español es otro español”, que se remonta a la noche de los tiempos y que todos los que nos han conocido han destacado como principal rasgo de nuestro carácter. Ese odio cainita que, cuando se enciende, cuando hierven las pasiones, como hace 80 años, siempre nos ha conducido al desastre.

Fue por el recuerdo de aquella tragedia de la Guerra Civil, que tantos muertos dejó en las cunetas, tantas familias destrozadas, tanta miseria, por lo que fue posible el perdón y la reconciliación. Fue por el espanto de tener que volver a vivirlo por lo que, cuando se murió el dictador, los españoles se pusieron de acuerdo por primera vez y, juntos, fueron capaces de aprobar una Constitución, casi la única que ha durado en la historia más de una década.

¿Fue posible el entendimiento porque la clase política de la época era más tolerante que la actual, incapaz de ponerse de acuerdo en lo más elemental? Ese es el error de perspectiva que se comete a menudo, pensar que los grandes acuerdos de la Transición Política, como los siempre recordados Pactos de la Moncloa, fueron posible por la naturaleza distinta de la clase política de entonces, de sus dirigentes, como si todos fueran grandes estadistas. Sin restarle un ápice de importancia a la valía personal y profesional de los protagonistas de la Transición, lo que quiere decirse es que fue el miedo, el miedo a la involución, tan cerca como estaba la muerte del dictador, el que hizo posible el entendimiento. Todo el mundo cedió, no por tolerancia, sino como un mal menor; unas tragaderas que había que asumir para no volver a caer en aquello que provocó una guerra y 40 años de dictadura.

Fue el miedo a la involución, tan cerca como estaba la muerte de Franco, el que posibilitó el entendimiento. Cedieron, no por tolerancia, sino como un mal menor

En otras épocas de nuestra historia, la inclinación natural del español por conceder todo el predicamento a los extremistas nos ha llevado a pasajes sangrientos que dejaron huérfanos por todos lados, pero que se cebaban, sobre todo, con aquellos que, sencillamente, no comulgaban con los excesos de unos ni de otros, aquellos que eran antifascistas, pero también antirrevolucionarios. Aquellos que tenían como única doctrina, "como única y humilde verdad, un odio insuperable a la estupidez y la crueldad; es decir, una aversión natural al único pecado que para mí existe, el pecado contra la inteligencia", como decía Chaves Nogales, uno de los miembros más ilustres de la Tercera España que nunca pudo ser, que nunca ha podido ser.

Aquella Guerra Civil, la salvaje masacre entre hermanos, curó de muchos espantos a la sociedad española, y los 40 años posteriores de humillaciones y represión, cárcel y exilio, nos dejaron tan exhaustos en la playa cuando la dictadura se extinguió, como una ola que se pierde en la orilla. En la Transición pareció amanecer una sociedad nueva, centrada, moderada, reticente ante cualquier radicalismo, escaldada de los discursos incendiarios. Por eso fue posible la Transición, porque en la memoria colectiva estaba nítido el deseo de no volver a repetir errores.

Cuando se ha olvidado el miedo, cuando se han disipado los temores a la repetición de nuestros más trágicos errores, la clase política española ha vuelto a su ser natural de desencuentro, de enfrentamiento. La incapacidad manifiesta y diaria de alcanzar cualquier acuerdo se alterna con épocas en las que el odio sobresale, y no existen rivales en política sino enemigos a extinguir. No hay campaña electoral, como la última que acabamos de vivir, en la que no se afilen los discursos, como lanzas, con el odio a la derecha o el odio a los comunistas. En esa campaña pasada, pintaron la sede del Partido Comunista en Madrid con letras negras: “Rojos, asesinos, al paredón”. Y entre los jóvenes radicales de izquierda se ha extendido como un eslogan más ese de “arderéis como en el 36”, y lo cantan como si estuvieran coreando una canción de Víctor Jara, al que por supuesto desconocen.

Ochenta años después del golpe de Estado contra la República, Francisco Franco sigue presente en España, como una sombra o como un subrayado indeleble que siempre acaba determinando los discursos y las cosas. Dejó dicho Federico García Lorca que “un muerto en España está más vivo como muerto que en ningún sitio del mundo”, y como una maldición quiso la historia que tanto él como su verdugo, el caudillo que se creía un enviado de dios, se eternizaran en el recuerdo.

El miedo y el odio. Eso nos dejó en herencia el franquismo. Y para desgracia de los españoles, se ha mantenido el odio latente y se nos ha olvidado el miedo, que ha sido la única fuerza que hizo posible la democracia que conocemos. La herencia de Franco es aquello que nos ha quedado en la memoria colectiva, de forma subconsciente, porque la mayoría de los españoles de hoy la han absorbido sin quererlo, sin conocerla. Está ahí, en las tribunas de los parlamentos y en la barra de los bares. Está ahí, aunque ya ni los diarios se hagan eco de los aniversarios del franquismo, como este 18 de julio de hace 80 años, que acabamos de atravesar como si nunca hubiera existido. A pesar del olvido oficial, en el tejido sociológico español se mantienen el cainismo, el enfrentamiento cerril, la calentura en el debate, los odios cruzados. Eso tan lapidario de que “el único enemigo capaz de acabar con un español es otro español”, que se remonta a la noche de los tiempos y que todos los que nos han conocido han destacado como principal rasgo de nuestro carácter. Ese odio cainita que, cuando se enciende, cuando hierven las pasiones, como hace 80 años, siempre nos ha conducido al desastre.

Francisco Franco