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¿Quién gestiona el caos? Susana no es Felipe
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Javier Caraballo

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¿Quién gestiona el caos? Susana no es Felipe

El daño fundamental que se le he hecho al PSOE es la forma de gestionar la crisis, que ha sido peor que la crisis en sí misma

Foto: La secretaria general del PSOE-A y presidenta de la Junta, Susana Díaz (d), y el expresidente del Gobierno Felipe González. (EFE)
La secretaria general del PSOE-A y presidenta de la Junta, Susana Díaz (d), y el expresidente del Gobierno Felipe González. (EFE)

Sostiene Alfonso Guerra que nada de lo que ha sucedido en el Partido Socialista en este tormentoso mes de octubre es grave, que lo grave es cómo han sucedido las cosas. Y tiene razón. Tiene razón porque, en realidad, ni la caída de un secretario general, ni el cambio drástico de una posición política, ni siquiera la división de los cuadros y de la militancia, debe contemplarse como algo extraordinario en el PSOE. El daño fundamental que se le he hecho al partido es la forma de gestionar la crisis, que ha sido peor que la crisis en sí misma. Ni unos ni otros, ni críticos ni oficialistas, ni sanchistas ni susanistas, han respetado las reglas mínimas de una batalla orgánica, y han acabado conduciendo su disputa por senderos de mediocridad nunca vistos. Los dos comités federales celebrados son testigos de los episodios más chuscos que se recuerdan, en los que todo el mundo podrá citar numerosas jugarretas, pero ningún debate político.

Esa es, por tanto, la diferencia de la actual crisis del PSOE con respecto a las del pasado, las formas. Lo que nos conduce directamente a los protagonistas. El PSOE, como queda dicho, ha modificado en varias ocasiones su posición política en asuntos trascendentales, como este de ahora de cambiar el voto negativo hacia un Gobierno del Partido Popular por una abstención que facilite su gobierno. Lo que no ha sucedido nunca es que se produzca el cambio de opinión sin que ningún líder asuma y protagonice ese cambio. Felipe González, por ejemplo.

En las dos ocasiones en las que le impuso al PSOE un cambio radical de estrategia y de discurso, se ofreció él mismo como garantía. La primera vez fue cuando forzó al PSOE a abandonar el marxismo, en plena Transición democrática, la segunda vez fue cuando defendió la entrada en la OTAN, ya estando en el Gobierno, después de haber protagonizado toda una campaña en contra. Eran cambios radicales de posición, pero Felipe González se puso al frente y comprometió su liderazgo: “Yo no reparto responsabilidades. Asumo las que tengo. Quiero intentar hacer comprender a los ciudadanos algo que me parece importantísimo: si usted vota no, piense en quién va a hacer esa política del no. Me parece que es un razonamiento de una enorme trascendencia. De acuerdo, usted dice que no, pero cuando ponga su papeleta del no en la urna, piense: ¿y quién va a gestionar este no?”.

Lo que no ha sucedido nunca es que se produzca el cambio de opinión sin que ningún líder asuma y protagonice ese cambio. Felipe González, por ejemplo

Aquello fue en el referéndum de la OTAN, una de las muchas entrevistas que concedió Felipe González para defender su cambio de posición, de la misma forma que hizo años antes cuando dimitió como secretario general en 1979 para que el PSOE aceptara la renuncia del marxismo como doctrina oficial. Cada una de las dos decisiones tendrá detractores y partidarios, pero la cuestión no es esa; lo que nadie discutirá es la lección indudable de liderazgo. De ahí viene la pregunta de ahora: ¿quién va a gestionar la abstención del PSOE para facilitar el Gobierno de Mariano Rajoy? La persona que ha liderado ese movimiento, Susana Díaz, ni siquiera ha pronunciado aún la palabra abstención. La ‘no elegida secretaria general’ del PSOE, según la acertada definición de Gabriel Colomé en El Confidencial, ha sido capaz de promover en el PSOE la mayor convulsión orgánica de su historia en democracia, pero sin ofrecer ni una sola explicación. Esa es la diferencia fundamental con cualquier otra crisis interna, que en todas las anteriores siempre había alguien que se hacía cargo de la crisis, la gestionaba y ofrecía una explicación del cambio. Pero eso no es lo que sucede ahora.

¿Por qué debe aceptar el militante y el votante del PSOE que un Gobierno del Partido Popular, que en agosto era dañino y letal para España, en septiembre es el mejor servicio que se le puede hacer al país? Si atendemos al discurso de Susana Díaz en el último comité federal, no hay ninguna respuesta. En lo fundamental, el PSOE va a facilitar con su abstención un Gobierno del Partido Popular a pesar de que Susana Díaz sigue hablando de la derecha española como si fuera el maligno: “No es lo mismo contemplar el dolor que sufrirlo (…) Hay que tener al PP donde menos daño hace a la gente, que es en la oposición (…) Los socialistas andaluces sabemos lo que es ese dolor. Algunos lo estamos sintiendo familiarmente, e incluso personalmente”. Todo eso lo dijo Susana Díaz en el último comité federal para votar, a continuación, a favor de la abstención, sin mencionarla, para que pueda constituirse un nuevo Gobierno del Partido Popular. ¿Alguien le encuentra algún sentido?

En todas las anteriores, siempre había alguien que se hacía cargo de la crisis, la gestionaba y ofrecía una explicación del cambio. Eso no es lo que sucede ahora

Lo mismo ocurre con respecto a Podemos, que también se invoca como la otra gran amenaza del PSOE y una de las causas para defender la abstención ante el Gobierno del PP. En el comité federal, Susana Díaz dijo: “No quiero que nadie haga con mi partido lo que han hecho con otros. No quiero entregar el fusil, cambiarme de traje y entregarme a aquellos que nos están acosando. Yo quiero salir a combatir en un terreno hostil”. Sin embargo, en ese mismo comité federal, los aliados de Susana Díaz contra Pedro Sánchez eludieron tomar la palabra, como el valenciano Ximo Puig, el aragonés Javier Lambán, o el castellano manchego Emiliano García-Page, para no tener que explicar el imposible metafísico de que a sus comunidades, en las que gobiernan con Podemos, sí les conviene un ‘acuerdo de progreso’ que, en el caso de España, sería un pacto extremista con antisistemas.

No es la crisis, sino la gestión de la crisis; no es el cambio de discurso, sino la ausencia de discurso. El Partido Socialista se ha adentrado en una de las mayores crisis de su historia sin que los promotores de la convulsión hayan explicado los motivos. Una vez depuesto Pedro Sánchez como secretario general, los meses que vienen a continuación son vitales para el PSOE, porque tendrá que ejercer una labor de oposición nítida en el Congreso frente a Podemos, con decisiones tan trascendentales como la aprobación de los Presupuestos Generales del Estado o la consolidación de algunas reformas impuestas por la Unión Europea. Ante ese reto inmediato, el horizonte previsible en el PSOE es una gestora que asuma la dirección hasta que a la presidenta andaluza, dentro de seis u ocho meses, le convenga un congreso en el que sea proclamada secretaria general. Por aclamación. Porque Susana Díaz se mueve siempre por aclamaciones. Lo que nadie parece haberle explicado aún es que cuando se ejerce un liderazgo, los aplausos suelen llegar después de los discursos.

Sostiene Alfonso Guerra que nada de lo que ha sucedido en el Partido Socialista en este tormentoso mes de octubre es grave, que lo grave es cómo han sucedido las cosas. Y tiene razón. Tiene razón porque, en realidad, ni la caída de un secretario general, ni el cambio drástico de una posición política, ni siquiera la división de los cuadros y de la militancia, debe contemplarse como algo extraordinario en el PSOE. El daño fundamental que se le he hecho al partido es la forma de gestionar la crisis, que ha sido peor que la crisis en sí misma. Ni unos ni otros, ni críticos ni oficialistas, ni sanchistas ni susanistas, han respetado las reglas mínimas de una batalla orgánica, y han acabado conduciendo su disputa por senderos de mediocridad nunca vistos. Los dos comités federales celebrados son testigos de los episodios más chuscos que se recuerdan, en los que todo el mundo podrá citar numerosas jugarretas, pero ningún debate político.

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