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El hombre que odiaba el islamismo
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Javier Caraballo

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El hombre que odiaba el islamismo

Odiaba el islamismo extremo, la utilización de un dios para justificar la violencia, la dictadura y la opresión; no odiaba la religión, condenaba la barbarie en nombre de la religión

Foto: Giovanni Sartori.
Giovanni Sartori.

El hombre que odiaba el islamismo se ha muerto. Y ya solo queda como epitafio grabado en el aire de nadie aquello que dijo con templada y contundente irritación. Que nuestro mundo está en guerra y no se entera; que peligran los grandes logros de la civilización; que Europa se despeña por una pendiente de indolencia y conformismo; que no somos conscientes de la amenaza real que representa en este nuevo siglo la globalización del terrorismo islámico.

Muchas veces he pensado en la mirada de los muertos, por la curiosidad que jamás se verá satisfecha de conocer qué sucede tras la muerte y, si hay otra vida más allá de esta vida, cómo contemplarán los acontecimientos mundanos que ya no les afectan. Giovanni Sartori se ha muerto y el vacío que deja su desaparición se agranda con la odiosa sensación de que, pasado el tránsito de este mundo, pueda estar observándonos ahora con más socarronería aún de la que ya empleaba cuando estaba entre los vivos.

Foto: Giovanni Sartori

Sartori odiaba el islamismo. Lo odiaba porque entendió la amenaza que supone para lo que hemos conseguido como civilización y porque le irritaba el riesgo inmenso de lo políticamente correcto para camuflar esa amenaza con la excusa banal del multiculturalismo. Odiaba el islamismo extremo, la utilización de un dios para justificar la violencia, la dictadura y la opresión; no odiaba la religión, condenaba la barbarie en nombre de la religión. “La religión católica ha sido durante mucho tiempo intolerante, hoy no se lo puede permitir. Aunque muchas veces quisiera. Ya ha perdido para siempre la ocasión de serlo. Pero el islam sigue pensando en el poder de la espada. Y la obligación en estas religiones es distinta. A la Iglesia católica no le gusta que se vayan sus creyentes, pero se tiene que aguantar. La islámica no lo permite”. ¿Existe alguna lógica histórica más sencilla y abrumadora que esa?

Antes de que en septiembre de 2001 se produjera el atentado de las Torres Gemelas, que lo cambió todo, Giovanni Sartori publicó un libro imprescindible, 'Pluralismo, multiculturalismo y extranjeros', en el que ya advertía de un peligro real que, entonces, muy pocos veían y, menos aún, se atrevían a denunciar. Se trataba, simplemente, de reconocer que el buenismo de las palabras no conduce a la solución de los problemas reales de integración en nuestra sociedad; que las políticas que proclamaban, y proclaman, el multiculturalismo son cínicas excusas para no hacer nada; la falsa tolerancia hacia el intolerante.

Sartori solo atendía a la historia, a lo que tenemos aprendido, y sacaba conclusiones, a veces con el trazo grueso de la provocación para ser escuchado

Sartori solo atendía a la historia, a lo que tenemos aprendido, y sacaba conclusiones, a veces con el trazo grueso de la provocación para ser escuchado: “¿Se pueden integrar los inmigrantes musulmanes en una democracia occidental europea? No se han integrado jamás en ningún lado. Mire usted el caso de la India. El islam llegó allí hace más de 1.000 años y, después de todo ese tiempo, los musulmanes aún no se han integrado en absoluto. No se integran porque si uno obedece la voluntad de Dios, no puede obedecer la voluntad del pueblo ni respetar el principio de legitimidad de la democracia. Y el islam es un sistema teocrático cuyos miembros están obligados a cumplir la voluntad de Alá”.

Desde el terrible atentado de las Torres Gemelas, el terrorismo islamista se ha extendido por Europa y, ante el impasible desconcierto y dejadez de la clase política, cómodamente instalada en las doctrinas de lo políticamente correcto, lo que han proliferado son los movimientos políticos xenófobos que solo pueden agravar el conflicto y extender la violencia como nunca la ha conocido esta generación de europeos. “El problema no es el islam, pero está en el islam”, escribí aquí mismo hace uno año, tras otro atentado del terrorismo islamista, la matanza en una discoteca gay de Orlando en la que un fanático, reclutado por el Estado Islámico, acabó a tiros con la vida de 50 personas.

Foto: Manifestantes ondean banderas durante una protesta contra el fallido golpe de Estado en Estambul. (EFE) Opinión
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Unos meses antes, Sartori había vuelto a insistir en una entrevista: “Occidente y sus valores están en peligro porque no se está dando una respuesta adecuada al fundamentalismo islámico (…) Aparte del componente militar, que es importante, pero secundario, es una guerra que se gana o se pierde en casa. Se vence si sabemos reaccionar ante la pérdida intelectual y moral en la que hemos caído. Y se pierde si dudamos o nos olvidamos de nuestros valores que dan fundamento a nuestra civilización ético-política. ¿Y cómo acabará? Veremos: este es un mundo que se está suicidando”.

La mayoría de las personas que profesan el islam detestan el terrorismo, pero una vez más habrá que insistir en que el problema no está en ellos

La inmensa mayoría de los 1.500 millones de personas que profesan el islam en el mundo detestan y condenan el terrorismo y la violencia, pero una vez más habrá que insistir en que el problema no está en ellos, pero sí en su religión, que es la que ha producido el cáncer de fanatismo islamista. Tawfik Hamid, uno de los escasos pensadores musulmanes que se atreven a mirar de frente el problema, no es de los que, tras cada conflicto, se limitan a recitar la parte del Corán que condena toda clase de violencia: “Matar a un inocente es matar a toda la humanidad”. No se queda en los versos coránicos, porque sabe que el problema no es el islam, pero está en el islam. Por eso exige esfuerzos, que no se producen; por eso exige una autocrítica, que no se da; por eso pide una evolución que está muy lejos de comenzar.

Foto: Abdlhamid Abaudm, supuesto cerebro de los atentados de París

“Propongo —dice Tawfik Hamid— que cada musulmán exija a su mezquita o a su escuela coránica que rechace públicamente estos cinco puntos que definen a los radicales: el asesinato de apóstatas, golpear o lapidar a las mujeres que han cometido adulterio, llamar a los judíos cerdos o monos, matar a judíos, declarar la guerra a los no musulmanes, esclavizar a seres humanos y matar a homosexuales. Si son verdaderamente moderados, lo rechazarán sin problemas”. ¿Alguien, algún musulmán de buena fe, podría negarse a suscribir esas mismas palabras? ¿Cuánto se avanzaría en la lucha contra el fanatismo terrorista si todos los países islámicos hicieran suyos esos propósitos tan elementales? ¿Cómo puede nadie calificar de ‘civilización’ a quien promueve o encubre lo contrario?

Se ha muerto el hombre que odiaba tanto el fanatismo islamista como la gilipollez de la complacencia, el buenismo y lo políticamente correcto. Se ha muerto Giovanni Sartori y solo queda que, en su memoria, colguemos en el aire una sentencia de Séneca que el ser humano nunca acaba de asimilar: “No nos atrevemos a muchas cosas porque son difíciles, pero son difíciles porque no nos atrevemos a hacerlas”.

El hombre que odiaba el islamismo se ha muerto. Y ya solo queda como epitafio grabado en el aire de nadie aquello que dijo con templada y contundente irritación. Que nuestro mundo está en guerra y no se entera; que peligran los grandes logros de la civilización; que Europa se despeña por una pendiente de indolencia y conformismo; que no somos conscientes de la amenaza real que representa en este nuevo siglo la globalización del terrorismo islámico.

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