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El zorro de Antonio Banderas
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Javier Caraballo

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El zorro de Antonio Banderas

La corrupción en un político o en un empresario es más fácil de entender y los escándalos desconciertan cuando los afectados son personajes públicos a los que admiramos

Foto: El actor Antonio Banderas posa en Alcalá de Henares, Madrid. (Reuters)
El actor Antonio Banderas posa en Alcalá de Henares, Madrid. (Reuters)

Los corruptos tienen que ser políticos o empresarios; es lo suyo. Cuando les afecta a ellos, todo el mundo entiende la corrupción y la condena porque, previamente, ya se tiene una mala imagen de los políticos y de los empresarios. Es un instinto tan elemental como extendido: en un país como España, el personal tiene una mala imagen de los políticos, asociada siempre a la mangancia, y de los empresarios, vinculada siempre con el abuso y la explotación. Tan difícil es encontrar a un líder político adorado por la sociedad, sobre todo si está en activo, como a un empresario triunfador que sea considerado un ejemplo para todos. Habrá excepciones y habrá países en los que el esquema mental será distinto, pero no se llaman España.

La corrupción en un político o en un empresario es mucho más fácil de entender y, en sentido contrario, los escándalos siempre acaban desconcertando cuando los afectados son personajes públicos a los que admiramos porque a todos nos gustaría ser como ellos, grandes profesionales del cine, del deporte o de la canción, que, además, son ricos, guapos y hasta buenas personas. Cuando se les relaciona con alguna situación irregular, parece como si los conceptos que tenemos asumidos entrasen en colisión en la mente. Sin embargo, es un error, la condición humana no hace distingos por profesiones. Todos somos iguales. También los famosos, aunque nunca entendamos que “se vuelven vulgares al bajarse de cada escenario”, como cantaban Los Secretos.

Ha podido ocurrir para muchos aficionados al fútbol con ídolos mundiales como Messi, cuando se descubre, y lo condenan, por tener a su cargo una trama de empresas societarias que sólo perseguían defraudar a Hacienda. Ha podido ocurrir con actores de la talla de Imanol Arias o Ana Duato, que, junto a otros muchos, también se pusieron en manos de un despacho de abogados, Nummaria, que diseñaba para ellos un entramado de estructuras societarias para facilitar el fraude masivo de sus impuestos. Y puede estar ocurriendo lo mismo ahora, con Antonio Banderas, y su polémica decisión de abandonar un proyecto cultural que apadrinaba en Málaga, el centro cultural y de ocio en un antiguo cine, en el centro de la ciudad, propiedad del Ayuntamiento.

Publicó una carta para anunciar su renuncia y la ciudad entera se ha convulsionado. Campañas de apoyo en redes sociales y manifestaciones de desagravio. Quien cuestiona la actuación de Banderas se convierte de inmediato en un peligroso extremista, antimalagueño y antisistema. Sin embargo, si la misma historia se hubiera publicado con otros nombres, si un político retirado estuviera al frente o un empresario del momento, es posible que nadie tuviera dudas al calificar, señalar y condenar las irregularidades. Las sospechas de prevaricación y tráfico de influencias estarían en todos los titulares. Aunque Antonio Banderas, dice lo contrario. Pero veamos.

Sostiene Antonio Banderas, y no parece cierto, que nunca ha buscado ventaja por ser quien es. Y que su renuncia no tiene nada que ver con la viabilidad económica del proyecto: “Nunca pasó por mi cabeza la idea de que este proyecto fuese rentable para mí. La idea era más bien la contraria”. Desde el principio, desde el concurso de ideas, su nombre está detrás, primero con un disimulo burdo, y posteriormente con la confesión expresa del alcalde, que hasta llegó a especular con la posibilidad de poner su nombre directamente en el pliego de condiciones del concurso. “Habrá que ver, los asesores lo verán, si en el pliego se pone exactamente el nombre, quizá no se pueda, no se deba, porque se estaría haciendo como una especie de determinación previa; pero sí una persona cualificada, con capacidad de proyección o, qué sé yo, hacer una descripción que puede valer para la aportación que hace la figura de Antonio Banderas u otra persona equivalente si la hay, española o de fuera”, llegó a decir el alcalde Francisco de la Torre.

Su renuncia no tiene nada que ver con la viabilidad económica del proyecto: “Nunca pasó por mi cabeza la idea de que este proyecto fuese rentable"

En cuanto al dinero, tampoco se mantiene su afirmación porque parece claro que el detonante de su renuncia ha sido la imposibilidad de construir tres plantas más de las permitidas por el planeamiento en esa zona. Al tratarse de un proyecto en el que la mayor parte de los ingresos, en torno al 75 por ciento, provienen, no de la cultura, sino del alquiler de locales comerciales, restaurantes, tiendas de moda y ocio, la viabilidad depende de la mayor edificabilidad, vulnerando la norma urbanística que se aplica con rigor al resto de vecinos y empresarios de Málaga.

Sostiene Antonio Banderas, y no parece cierto, que las objeciones a su proyecto “no se detenían en la crítica al mismo, sino que se extendían a la sorna”

Sostiene Antonio Banderas, y no parece cierto, que las objeciones a su proyecto “no se detenían en la crítica al mismo, sino que se extendían a la sorna, el cachondeo y por qué no decirlo, la mala leche”. Hacia Antonio Banderas, en Málaga y en Andalucía, existe veneración. Tanto es así, tan alejada está su figura de la mala leche que se estila, que nadie le recuerda, por ejemplo, los escándalos en los que, por una cosa o por otra, se ha visto implicado. Como su chalé de Marbella, construido en la época de Jesús Gil en suelo público, y al que, sin rechistar, le buscaron una salida para no demolerlo. ¿Que el chalé no lo construyó él, sino la difunta Encarna Sánchez? Es verdad, pero qué casualidad que tantos famosos, con tantos asesores como tienen, nunca pregunten por la legalidad de las cosas, como aquel chalé, cuando hacen negocios.

Le ocurriría como a su socio, el arquitecto José Seguí, que no se asesoró bien y por eso lo condenaron en 2013 a un año de cárcel por fraude a Hacienda. Tampoco, que se sepa, nadie le ha recordado con sorna y mala leche que una productora de cine que él apadrinaba, Kandor Graphics, se viera implicada en el escándalo de Invercaria por las ayudas que recibía de la Junta de Andalucía, sin apenas un papel. Cuando fueron a declarar los responsables de Invercaria, el juez les preguntó que cómo era posible que hubieran estado financiando desde 2005 a 2011 a Kandor Graphics, con ayudas que en su mayoría no recuperaban. Tan peregrina fue la explicación que el juez acabó explotando: “Si un ciudadano estuviera oyéndoles, se preguntaría: ¿pero qué están haciendo con nuestro dinero?”.

Sostiene Antonio Banderas, y no parece cierto, que ha sido insultado y vejado, “insultos, descalificaciones y trato humillante”. Que se sepa, lo único que le han dicho los concejales de la oposición es que debe cumplir la legalidad. ¿Eso es un insulto? ¿Exigir el cumplimiento de la ley es un trato humillante? Es más, incluso si se le dijera que es un zorro, que nadie se lo ha dicho, no podría sentirse ofendido porque es sinónimo de pillería, de listeza, y todo lo que se relacione con la picaresca está muy bien visto en España. “Persona muy taimada, astuta y solapada”, dice el diccionario en la segunda acepción de “zorro”, y en este juego de apariencias no otro comportamiento ha tenido Antonio Banderas. Por ser quien es, se puede entender que tenga un trato distinguido de las administraciones y que sus proyectos empresariales o culturales merezcan una atención preferente. Pero por ser quien es no se convierte en un ciudadano diferente en un Estado de Derecho, que es lo que parecen tener asumido algunos cuando invocan esos nombres como miembros intocables de una especie de aristocracia medieval de la fama. Todo el mundo está sometido a crítica y al imperio de la ley. En aquella película suya, ‘La máscara del zorro', de hace casi veinte años, decía Anthony Hopkins: “Un noble no es más que un hombre que dice una cosa y piensa otra”. Pues eso. Un noble o un zorro, tanto da.

Los corruptos tienen que ser políticos o empresarios; es lo suyo. Cuando les afecta a ellos, todo el mundo entiende la corrupción y la condena porque, previamente, ya se tiene una mala imagen de los políticos y de los empresarios. Es un instinto tan elemental como extendido: en un país como España, el personal tiene una mala imagen de los políticos, asociada siempre a la mangancia, y de los empresarios, vinculada siempre con el abuso y la explotación. Tan difícil es encontrar a un líder político adorado por la sociedad, sobre todo si está en activo, como a un empresario triunfador que sea considerado un ejemplo para todos. Habrá excepciones y habrá países en los que el esquema mental será distinto, pero no se llaman España.

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