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Carlos Sánchez

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Cada cuatro años se produce en la política española uno de los espectáculos más singulares. Diputados y senadores en ejercicio compiten con los aspirantes de

Cada cuatro años se produce en la política española uno de los espectáculos más singulares. Diputados y senadores en ejercicio compiten con los aspirantes de su propio partido para ganar un escaño. Pero en contra de lo que parece razonable, no son los ciudadanos o los propios afiliados quienes deciden quién debe ser candidato, sino que son las cúpulas de cada formación quienes marcan la casilla, al menos en los partidos con probabilidades reales de gobernar: ‘Tú, sí; tú, no’...

No es desde luego ninguna novedad. Ya ni siquiera es noticia. Pero sorprende que cierta opinión pública (y publicada) continúe aceptando con naturalidad el método de cooptación como el más eficaz para la confección de listas electorales. Este sistema no tendría mayor importancia (al fin y al cabo todas las organizaciones sociales son endogámicas por naturaleza) si fuera inocuo. Intranscendente. Pero sucede todo lo contrario. La baja calidad de la democracia española explica en buena medida por qué estamos donde estamos. Si los diputados socialistas hubieran hecho bien su trabajo, es probable que este país no tuviera hoy cinco millones de parados y una deuda desbocada (99.613 millones de euros de endeudamiento nuevo los últimos doce meses). Y si los órganos reguladores encargados de fiscalizar la acción pública (Tribunal de Cuentas, Banco de España…) hubieran funcionado, es probable que todo hubiera sido distinto.

No lo han hecho y durante la actual legislatura han permitido que un visionario de la política rodeado de simples correveidiles, gestione la mayor crisis económica en más de medio siglo. El grupo socialista ha sido cooperador necesario de una mala política económica. Y su actitud condescendiente con decisiones equivocadas, ha devaluado la labor del parlamento como cámara independiente y autónoma del poder ejecutivo. Ni una palabra crítica en los días de vino y rosas.

Lo sucedido en el último mes -desde que Merkel y Sarkozy obligaran a Zapatero a reforma la Constitución por la vía rápida- abunda en esa dirección. Es preocupante el uso y el abuso de la vía del decreto-ley como forma de hacer política.

El decreto-ley, como ha puesto de relieve en numerosas ocasiones el Tribunal Constitucional, es una herramienta legal de urgencia para situaciones de extrema necesidad. Y en coherencia con esta visión, está sometido a fuertes restricciones de acuerdo con el mandato constitucional, que otorga al parlamento la función legislativa. Y el uso del decreto-ley (incluso para restaurar el Impuesto sobre el Patrimonio) no es más que una usurpación de esa función por parte del poder ejecutivo. La posterior convalidación parlamentaria es sólo una coartada, incluso la añagaza, en el marco de un sistema político basado en la cooptación, como es el español.

La baja calidad de la democracia española explica en buena medida por qué estamos donde estamos. Si los diputados socialistas hubieran hecho bien su trabajo, es probable que este país no tuviera hoy cinco millones de parados y una deuda desbocada.

Nadie en el grupo socialista ha mostrado su inquietud. Sin duda, por lo viciado que está el sistema político. A pocas semanas del cierre de las listas, ningún candidato a senador o diputado cuenta con incentivos suficientes para enfrentarse a la dirección de su partido. Muy al contrario. Saben que si lo hacen no repetirán, y por eso la política se ha convertido en un terreno baldío en el que sólo interesa quién gana las elecciones. No quién va a aprobar las leyes y a partir de qué presupuestos ideológicos. Se vuelve a hacer caso omiso de aquello que decía Marx: entender es actuar. Detrás de los grupos parlamentarios sólo hay figuras huecas que levantan sus brazos de madera en cada votación. Y no sólo en el PSOE.

Aún no están cerradas las listas del Partido Popular, pero a tenor de lo que se conoce todo hace indicar que más de lo mismo. El sistema de elección de candidatos al Parlamento tiene que ver con la correlación de fuerzas dentro del partido, pero no con la democracia, lo cual es extraordinariamente inquietante en un contexto como el que se avecina. Los mediocres al poder.

Embestir no es razonar

Si Mariano Rajoy gana las elecciones por mayoría absoluta, concentrará en sus manos el mayor poder que jamás haya tenido un presidente del Gobierno desde 1977. Y de ahí la necesidad de preservar el equilibrio de poderes, consustancial a los estados democráticos. Precisamente para evitar aquello que decía Benjamin Constant: los hombres libres no protestan contra los gobernantes opresivos, sino contra la acumulación del poder. Es de perogrullo, pero lo cierto es que esa ausencia de controles y contrapesos democráticos explica muchos excesos de un país acostumbrado más a embestir que a razonar. Y que frecuentemente ha sido víctima de la tendencia a la creación de oligarquías, y en el que la vida política se articula de forma casi exclusiva a través de los partidos.

Si Mariano Rajoy gana las elecciones por mayoría absoluta, concentrará en sus manos el mayor poder que jamás haya tenido un presidente del Gobierno desde 1977. Y de ahí la necesidad de preservar el equilibrio de poderes, consustancial a los estados democráticos.

Probablemente, el mayor error cometido por los socialistas desde que en 1982 Felipe González ganó las elecciones con 202 diputados, tiene que ver con pensar que quien controla el Boletín Oficial del Estado tiene el poder. Y es verdad que el BOE es una palanca del cambio imbatible, pero las sociedades postindustriales son cada vez más complejas y hacer política -la buena política- ya no pasa sólo por ordenar la publicación de normas legales en los boletines oficiales correspondientes, sino en la existencia de mecanismos de cooperación entre los afectados (ciudadanos o agentes económicos) y el poder político. Por supuesto que de forma transparente. No para desvirtuar el valor de las elecciones; sino, por el contrario, para enriquecer la acción política y alejarla del fantasma del fulanismo. El viejo instrumento de dominación de los caciques que han poblado la piel de toro desde tiempos remotos. El poder no es un fin en sí mismo, es un instrumento para cambiar la realidad.

Y el  fulanismo se produce cuando los jefes locales eligen candidatos sumisos que observan la acción política como un instrumento de dominación sin atender lo que les rodea. O cuando el parlamento es una simple correa de transmisión de los aparatos burocráticos de los partidos.

Como recodaba Isaiah Berlin a partir de unas palabras de Kant, el paternalismo es el mayor despotismo imaginable. Y no porque sea más opresivo que la mayor de las tiranías, ni porque ignore la razón transcendental, sino porque es una afrenta a la propia concepción del ser humano como  individuo. Y los diputados que aceptan su candidatura sólo para beneficiarse de las migajas del poder, sólo contribuyen a él.