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El príncipe de los silencios se queda sin habla
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Carlos Sánchez

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El príncipe de los silencios se queda sin habla

Sostenía hace unos días un perspicaz experto en comunicación política que la mejor demostración de que el marxismo ha fracasado es este Gobierno. Y argumentaba,

Sostenía hace unos días un perspicaz experto en comunicación política que la mejor demostración de que el marxismo ha fracasado es este Gobierno. Y argumentaba, de forma irónica, que mientras Marx pensaba que las relaciones de producción siempre se imponen a la acción política -como explica el materialismo histórico-, el Ejecutivo de Mariano Rajoy ha demostrado que puede nacionalizar todos los medios de producción o subir el tipo marginal del IRPF hasta el 99% y no pasa nada. Manda la política. O lo que es lo mismo, las condiciones económicas no son tan determinantes.

La calle asiste ensimismada a profundos cambios en las relaciones económicas y sociales, pero el Gobierno, lejos de  desangrarse, mantiene unos formidables niveles de respaldo popular pese al flagrante incumplimiento de su programa electoral.

La causa de esta aparente contradicción tiene necesariamente que ver con la mala situación económica, que obliga a las familias a aceptar sacrificios impensables hasta hace bien poco. Y el hecho de que el Gobierno insista en las políticas de ajuste revela que los ciudadanos están dispuestos a apretarse el cinturón más allá de lo razonable. Probablemente, porque la alternativa es peor, lo que abunda en la idea de que los agentes económicos suelen comportarse de forma racional. Algo que los partidos políticos suelen olvidar.

Fue Montoro, en su anterior etapa como ministro de Hacienda, quien entregó las competencias de sanidad y educación a la mayoría de las regiones del régimen común. El resultado de aquel demencial modelo de financiación se sustanció en un error fatal: aunque la crisis estalló en 2007 las comunidades autónomas no percibieron la drástica caída de los ingresos públicos hasta tres años más tarde

Los ciudadanos -en defensa propia- tienen una tendencia natural a aceptar los sacrificios, pero no la mentira o la ocultación. Y mucho menos cuando se construye un discurso basado en la verdad y en la presunta previsibilidad del presidente que se diluye a las primeras de cambio. Y el espectáculo que está dando España sobre su nivel real de déficit público es digno de tenerse en cuenta.

A esta hora ni el medieval caballero Percival ni Ginebra Aguirre han dado una explicación convincente a la opinión pública sobre tamaña desviación (un 100%). Ni mucho menos Beteta, acostumbrado a explicar decisiones transcendentales a golpe de nota de prensa. Como si el Congreso fuera una cámara de segunda lectura en la que únicamente se convalidan decretos leyes. No es, desde luego, el único. Es como si el príncipe de los silencios se hubiera quedado sin habla.

Apriorismos ideológicos

Esta forma de actuar de la opinión pública demuestra de forma palmaria cómo los apriorismos ideológicos -de forma convencional: la derecha y la izquierda- se diluyen a medida que avanza la crisis. Haciendo buena la célebre frase de Goethe, quien prefería la injusticia al desorden. Y hoy los ciudadanos que votan saben mejor que nadie que sólo desde el rigor presupuestario se puede salir de la crisis. Los recortes, dicho de otra manera, pueden ser incluso socialmente injustos, pero se aceptan en aras de un buen fin.

Es evidente que la inmensa mayoría de quienes sufren los recortes no han colaborado en inflar la burbuja inmobiliaria ni han cobrado inmorales bonus en sus empresas, aunque evidentemente se hayan podido beneficiar de la expansión económica dado el carácter universal de la mayoría de las prestaciones sociales. Pero parece obvio que la ciudadanía prefiere un Gobierno con un discurso coherente que otro que se comporte de forma oportunista. Y sin duda que esto explica la falta de credibilidad de los socialistas, que cuando recortan lo hacen por ‘imperativo legal’, como Izquierda Unida, pero sin convencimiento político alguno. Como si a cualquier gestor -sea de derechas o de izquierdas- le gustara amputar su capacidad de gasto.

La estrategia de Montoro, en este sentido, parece acertada; pero yerra cuando sugiere que sólo el ajuste es la solución sin mostrar cambios profundos en los mecanismos de financiación de los entes territoriales. Y a medida que la opinión pública comience a visualizar que años de esfuerzo sirven para muy poco, es probable que la actual credibilidad del Gobierno tienda a difuminarse. La ley del déficit cero es, en este sentido, razonable, pero confiar en ella para resolver los problemas de financiación de las comunidades autónomas es como pensar que por aprobar un código penal se acaba con la delincuencia.

Como sostiene un venerable economista del Banco de España, la política de recortes lleva en sus tripas el diablo del déficit. Cuanto más intenso sea el ajuste, menos crecerán los ingresos, lo cual genera una paradoja: al mismo tiempo que se reduce el desequilibrio fiscal a martillazos, la economía crece menos y el desempleo sube con fuerza. Y lo que es más inquietante: cuando dentro de varios trimestres los ciudadanos perciban que las cosas no mejoran, es muy probable que el príncipe encantado que ganó las elecciones se transforme en una rana. Y entonces emergerán los populismos y toda suerte de demagogos. Como en Grecia.

Los ciudadanos -en defensa propia- tienen una tendencia natural a aceptar los sacrificios, pero no la mentira o la ocultación. Y mucho menos cuando se construye un discurso basado en la verdad y en la presunta previsibilidad del presidente que se diluye a las primeras de cambio. Y el espectáculo que está dando España sobre su nivel real de déficit público es digno de tenerse en cuenta

Verdades ocultas

Y Montoro oculta que España no tiene sólo un problema de gasto; sino, sobre todo, de ingresos. Ningún otro país recauda menos que España para financiar su sector público (incluido el pago de pensiones): apenas el 35% del PIB. Muy por debajo de Portugal (44,7%) e incluso de Grecia (40,9%). O lo que es todavía más elocuente. Si la Hacienda pública española recaudara la media de la eurozona -donde los tipos impositivos son sólo más elevados en el IVA y los impuestos especiales- el déficit público se habría situado el año pasado en el 1,6% del PIB, a años luz del 8,9% que ¿finalmente? se ha presentado en Bruselas. Y, por supuesto, dentro de los límites del Pacto de Estabilidad.

No es cierto -como sugiere Montoro- que la culpa de todos los males la tenga el nivel de gasto público. Nada más lejos de la realidad a la luz de Eurostat. El gasto público en España se sitúa en el 43,6% del PIB, nada menos que 5,7 puntos porcentuales por debajo de la media de la eurozona.  Y eso que hay un claro ‘efecto composición’. Buena parte del gasto público, tres puntos de PIB, tiene que ver con el desempleo, no con la existencia de un nivel de prestaciones generoso en asuntos como la sanidad o la educación o la vivienda.

Esto quiere decir que la presunta inviabilidad del Estado de las autonomías o del Estado de bienestar no puede relacionarse con un exorbitante nivel de gasto público, sino más bien con la incapacidad del Estado -y en particular de las autonomías- para recaudar una vez que se pinchó el globo del ladrillo y España se quedara sin modelo productivo.

Esta realidad, que parece tan obvia, le es  -como en la novela de Ciro Alegría- ancha y ajena al ministro Montoro, que en lugar de enseñar a pescar a las comunidades autónomas dándoles un nuevo modelo de financiación que les haga realmente responsables de la política de ingresos, hace lo más fácil, que es recortar, pero sin cambiar las reglas del juego.

Es verdad que la presión de de los mercados está ahí y que no hay tiempo para florituras. Pero el Gobierno comete una injusticia cuando culpa en exclusiva de los abultados déficits regionales sólo a los gobiernos locales, cuando el fondo del problema tiene mucho que ver con un modelo de financiación huérfano en cuanto a corresponsabilidad fiscal real, lo que produce una evidente asimetría entre quien ingresa (la Administración central) y quien gasta (las comunidades autónomas).

Y en este sentido, no estará de más recordar que fue Montoro, en su anterior etapa como ministro de Hacienda, quien entregó las competencias de sanidad y educación a la mayoría de las regiones del régimen común. El resultado de aquel demencial modelo de financiación se sustanció en un error fatal: aunque la crisis estalló en 2007 las comunidades autónomas no percibieron la drástica caída de los ingresos públicos hasta tres años más tarde. Al fin y al cabo, era 'madrid' quien decidía el nivel de presión fiscal. Y si esta no bastaba. sólo había que acudir a los mercados.

Y por eso, no estará de más recordar que el responsable del sistema de financiación no es otro que el ministro de Hacienda, Montoro o sus antecesores, que a veces confunden su empleo con el de guarda de la porra.