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Dicen que Montoro se quiere ir...
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Carlos Sánchez

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Dicen que Montoro se quiere ir...

  Dicen que Montoro está triste. Muy triste. Tan triste que cuando acabe la legislatura dejará la política. No será desde luego el único que lo

 

Dicen que Montoro está triste. Muy triste. Tan triste que cuando acabe la legislatura dejará la política. No será desde luego el único que lo haga. Wert ha dicho ya que se irá, pero entre ambos hay una diferencia sustancial. El correoso ministro de Educación se siente respaldado por Rajoy y el resto del Gobierno, y hasta Aznar lo acuna en sus brazos; pero este no es el caso de Montoro, a quien una y otra vez esa institución colegiada que responde al nombre de Consejo de Ministros lo deja tirado como una colilla en medio de los múltiples charcos que suele pisar el titular de Hacienda con su estilo provocador. Y el caso de las célebres declaraciones de la renta de la infanta Cristina no es más que la gota que ha colmado el vaso.

Ni el presidente ni la relamida vicepresidenta que cada viernes suelta un mitin tras el Consejo de Ministros salieron a defenderle en público en medio de la tormenta, y aunque es cierta la torpe gestión política de un asunto que se debería haber despachado en 48 horas, no es menos evidente que en el Gobierno triunfa el ‘sálvese quien pueda’, y los gestos de apoyo hacia el ministro de la tijera -sin duda el que tiene mayor desgaste político- brillan por su ausencia. Por eso, Montoro está quemado. Muy quemado. Hasta la FAES de Aznar ha cargado contra Montoro esta semana en un gesto sin precedentes, sin que el ministro de Hacienda (que alguna responsabilidad tiene en el PP) haya podido defender su política fiscal.

Montoro pasará a la historia como uno de los ministro de Hacienda a quienes ha tocado vivir una de las más formidables crisis fiscales del Estado desde que en 1882 España presentara, por última vez, suspensión de pagos. Pero mientras que sus antecesores tenían una cierta capacidad de maniobra derivada de la existencia de una España centralizada y unitaria, el carajal autonómico dificulta racionalizar el gasto público

Y no le falta razón para estar mosqueado. Que se sepa, el ministro de Hacienda lo es también de Administraciones Públicas, pero cuando se presentó la reforma del sector público fue un convidado de piedra. Tuvo que escuchar -al mismo tiempo que los periodistas y los funcionarios de Moncloa- la larga perorata de la vicepresidenta del Gobierno (cerca de una hora hablando y hablando). Sáenz de Santamaría no sale al ruedo a defender los recortes ni las subidas de impuestos. Ni parece tener relación alguna con el PP. Sus silencios sobre el caso Bárcenas mientras algunos colegas de su partido se batían el cobre en un asunto tan tenebroso son clamorosos. Y es que ella sólo vende reformas como si detrás de cada cambio legislativo no hubiera sacrificios. Los marrones, debe entender Sáenz de Santamaría, que se los coman otros. Lo suyo es señalar el camino de perfección y de las reformas, pero sin coste político alguno.

¿Quién paga las facturas?

Y así es cómo, piedra a piedra, se ha construido un Consejo de Ministros de autómatas en el que cada uno hace la guerra por su cuenta. Probablemente, en el mejor estilo Rajoy, especialista en mirar hacia otro lado cuando los caciques territoriales de su partido atacan la reforma local de Montoro o cuestionan los objetivos de déficit autonómico. O cuando siguen guardando facturas en el cajón que periódicamente salen a la luz con dinero de todos los españoles que no hacen más que engordar el endeudamiento público. Pero ese marrón, que se lo coma Montoro.

Es evidente que la huella de Montoro en Hacienda no será como la que dejó Javier de Burgos, el padre de la división territorial del Estado; ni mucho menos la de Madoz y Mendizábal, que con sus políticas de desamortización ayudaron a modernizar la estructura productiva del país. Ni, por supuesto, sus reformas fiscales tendrán nunca la importancia histórica de las que pudieron sacar adelante Mon y Santillán a mediados del siglo XIX, y que significaron un indudable esfuerzo modernizador del lamentable sistema tributario isabelino (si es que se puede llamar así). Ni mucho menos la reforma de la Administración que planea el Gobierno tendrá la importancia de la que se aprobó en tiempos de Bravo Murillo para pasar de una corte absolutista a otra más profesional con directores generales y funcionarios elegidos por oposición.

Montoro tampoco podrá competir nunca con Laureano Figuerola, el padre de la peseta, ni con el espíritu reformador y regeneracionista del gran Santiago Alba, la pieza a abatir de los grandes  grupos de presión de su tiempo: terratenientes y caciques industriales acostumbrados al monopolio. Ni siquiera con Navarro Rubio, que pilotó el barco para sacar al país del subdesarrollo autárquico que lo llevó el primer franquismo para dirigirlo hacia una economía moderna. Ni mucho menos con Fuentes Quintana, cuya principal aportación no fue lo que hizo, sino que fue capaz de decir a los españoles lo que casi nadie quería creer o ni siquiera escuchar: que España era un país empobrecido y que había que cambiar el curso de la historia. Ni, por supuesto, tendrá nunca la intensidad intelectual de Lucas Mallada o Flórez Estrada, que siempre vieron que el problema de España no era estrictamente económico, sino de carácter político.

Ni el presidente ni la relamida vicepresidenta que cada viernes suelta un mitin tras el Consejo de Ministros, salieron a defenderle en público en medio de la tormenta, y aunque es cierta la torpe gestión política de un asunto que se debería haber despachado en 48 horas, no es menor evidente que en el Gobierno triunfa el ‘sálvese quien pueda’

Montoro no es ninguno de ellos, pero sin duda que pasará a la historia como uno de los ministros de Hacienda a quienes ha tocado vivir una de las más formidables crisis fiscales del Estado desde que en 1882 España presentara, por última vez, suspensión de pagos. Pero mientras que sus antecesores tenían en la mayoría de los casos una cierta capacidad de maniobra derivada de la existencia de una España centralizada y unitaria, en la actualidad el carajal autonómico dificulta racionalizar el gasto público. Entre otras cosas porque Rajoy sigue empeñado en atacar el problema con fuego cruzado en lugar de utilizar la artillería pesada, que no es otra que abrir el melón constitucional. Un error de tal calibre, como sostiene un fino analista, que es muy probable que cuando alguien lo quiera abrir se encuentre con que el melón está pasado y sea ya demasiado tarde.

Sin autoridad política

Este, en último extremo, es el problema de fondo del ministro de Hacienda (sea Montoro o cualquier otro), que carece de autoridad política suficiente -en forma de vicepresidencia- para poner orden en algunos ministerios que hacen la guerra por su cuenta. Ana Pastor, por ejemplo, entretenida con sus aves, despacha directamente con Rajoy pese a tratarse del Ministerio más gastador. De Guindos, que es quien mejor lo está haciendo, sólo mira hacia Europa, y el titular de Industria no es más que un político voluntarista que como la vicepresidenta habla y habla sin decir nada. Y que se la juega en la sempiterna reforma energética, que, por cierto, salpica de vez en cuando a Montoro con infundios propagados desde el lobby eléctrico para influir en su redacción, y que algunos periódicos publican de forma disciplinada.

Pedro Solbes, una calamidad como ministro de Economía, solía decir que todo ministro de Hacienda está condenado a formar un gobierno de coalición con el resto de departamentos, pero este principio -que es una especie de mutualización de las responsabilidades políticas- se rompe cuando el encargado de los dineros públicos es ninguneado. Y el propio Solbes lo comprobó en sus propias carnes cuando en septiembre de 2007 -en los albores de la crisis- fue marginado por Zapatero y sus secuaces (Sebastián et alter) para que Moncloa tuviera las manos libres. Fue entonces cuando asomó de nuevo el viejo y triste poema de Gil de Biedma: "De todas las historias de la Historia sin duda la más triste es la de España, porque termina mal".

 

Cristóbal Montoro