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Reforma fiscal: mucha ideología y poco parné
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Carlos Sánchez

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Reforma fiscal: mucha ideología y poco parné

Weaver, uno de los iconos del pensamiento conservador de la segunda mitad del siglo XX, advertía que “las ideas tienen consecuencias”

Foto: Cristóbal Montoro y Manuel Lagares, durante la reunión de esta semana (Reuters)
Cristóbal Montoro y Manuel Lagares, durante la reunión de esta semana (Reuters)

Al profesor Richard M. Weaver se le atribuye una frase genial que –por su simplicidad– merece ser rescatada. Weaver, uno de los iconos del pensamiento conservador de la segunda mitad del siglo XX, advertía de que “las ideas tienen consecuencias”.

Parece una verdad de Perogrullo, pero no lo es. Weaver, incluso, escribió un libro con ese mismo título (editado en España hace algunos años) en el que defendía la razón frente a las falsas ideologías que deslumbran a una parte de la opinión pública, pero que, en realidad, tienen un fuerte comportamiento tóxico.

Y donde mejor se observa esa dicotomía entre razón e ideología es en materia tributaria. Ninguna parcela del pensamiento económico ha consumido tanta demagogia y populismo, lo cual ha desbaratado, en muchas ocasiones, la capacidad de recaudación de los poderes públicos para hacer política en el sentido más noble del término, aunque a Weaver le horripilaran los igualitarismos. En unos casos, por la capacidad de presión de amplios colectivos que actúan como verdaderos saqueadores de rentas públicas, y que en realidad pretenden desarmar al Estado para que no construya hospitales, colegios o infraestructuras útiles para el conjunto de la sociedad y no sólo para unos pocos.

En otras ocasiones, las élites políticas han caído en el error de considerar los impuestos como un fin en sí mismo y no un medio para lograr determinados objetivos de política económica. Algo que explica, por ejemplo, que en el pasado se hayan aprobado subidas brutales de la presión fiscal sin ninguna justificación. Simplemente por ideología al abrigo de un pensamiento profundamente equivocado: los impuestos, cuanto más altos, mejor.

No quiere decir esto, sin embargo, que los impuestos carezcan de ideología. Al contrario, son la máxima expresión del pensamiento en términos económicos y políticos, pero desnudarlos de su componente racional en aras de obtener ventajas políticas a corto plazo aboca necesariamente al desastre. Como, por cierto, ha sucedido en España en muchas ocasiones.

¿Gastos o ingresos?

Afortunadamente, sin embargo, en los últimos años, han aflorado diversas teorías que cada vez ponen más énfasis no tanto en la capacidad de recaudación del Estado –la madre del cordero de cualquier sistema impositivo– sino en el gasto público como instrumento principal para corregir las desigualdades y garantizar la igualdad de oportunidades, en última instancia la misión fundamental de cualquier Estado que se proclame constitucionalmente “social y democrático de Derecho”, como es el caso de España. O dicho de otra forma: la política social hay que hacerla a través del gasto público y no de forma exclusiva mediante los ingresos.

El Gobierno tiene, sin duda, la prerrogativa de aprobar leyes de recentralización del sistema tributario, pero eso iría contra la corresponsabilidad fiscal. Y, sobre todo, contra el sentido común. Carece de justificación que quienes van a gastar no tengan capacidad recaudatoria

Esta ha sido, de hecho, la estrategia tributaria que han seguido algunos países nórdicos y del centro de Europa, donde se han hecho compatibles altos tipos impositivos en la tributación directa (IRPF), que no daña la capacidad de competir de su economía manteniendo su carácter progresivo, con instrumentos de política fiscal que favorecen su sistema productivo. Una especie de utilitarismo fiscal inspirado en Bentham o Stuart Mill.

En Suecia, Finlandia, Austria, Holanda o Dinamarca, por ejemplo, el tipo del impuesto que grava el beneficio de las empresas no supera el 25%, cinco puntos menos que España. Mientras que el IVA general (que no grava las exportaciones) es sensiblemente mayor (hasta el 25% en el caso de Dinamarca). Ni que decir tiene que en esos países el peso de las cotizaciones sociales es sensiblemente menor para no perjudicar el empleo.

En la piel de toro, muy al contrario, las sucesivas reformas fiscales desde que Fernández Ordóñez dijera que sus amigos estaban dejando de ser personas físicas para convertirse en personas jurídicas, ha ocurrido lo contrario. Y como no puede ser de otra manera, su nivel de recaudación es el segundo más bajo de la eurozona (un 37,1% del PIB), sólo por delante de Irlanda, que ha hecho del dumping fiscal su razón de ser en términos económicos. Como se ve, mucha ideología pero poco parné. Y eso que los tipos impositivos se encuentran entre los más elevados de la UE, lo que refleja una evidente incoherencia entre los tipos nominales (lo que aparece en la propaganda oficial) y los efectivos (lo que realmente se paga).

Esta comparación, en última instancia, será la prueba del algodón de la reforma fiscal que debe aprobar el parlamento en la segunda mitad de este año, y que probablemente tenga poco que ver con las propuestas de los expertos designados por el Gobierno. Básicamente, porque España es un Estado autonómico o cuasi federal, como se prefiera, lo que obliga al Gobierno central a pactar el sistema impositivo con las regiones, lo cual no es ni bueno ni malo, es, simplemente, una obligación constitucional. Y en verdad no tiene sentido discutir sobre impuestos cedidos (como el de Sucesiones o el de Transmisiones Patrimoniales) cuando son los parlamentos regionales quienes van a decidir los tipos impositivos.

Recentralización del Estado

El Gobierno tiene, sin duda, la prerrogativa de aprobar leyes de recentralización del sistema tributario, pero eso iría contra la corresponsabilidad fiscal. Y, sobre todo, contra el sentido común. Carece de justificación que quienes van a gastar no tengan capacidad recaudatoria, y, por lo tanto, lo mejor que puede hacer el Gobierno es huir de esas tentaciones. Claro está, salvo que opte por liquidar el Estado de las autonomías, lo cual, sin duda, es legítimo, y de hecho hay muchos ciudadanos que suspiran por ello. O, claro está, que el Gobierno quiera volver a caer en el mismo error que explica la quiebra de muchas comunidades autónomas: que sólo se preocupaban de gastar pero no de recaudar.

El margen de maniobra no es tampoco mucho más amplio en el IVA, un impuesto vigilado por Bruselas. Entre otras cosas porque buena parte de la financiación de la UE sale de la imposición indirecta. Y los tipos son ya suficientemente altos como para intentar otra vuelta de tuerca en estos momentos.

En Sociedades e IRPF, por lo tanto, es donde se encuentra el meollo del asunto, y lo que recomiendan los expertos es, simple y llanamente, más de lo mismo. Probablemente porque no hay mucho margen a causa de los costes de recaudación, pero también por falta de arrojo político (incluso técnico) para dar la vuelta como a un calcetín a un sistema impositivo que históricamente ha tirado por lo más fácil.

Quiere decir esto que, de nuevo, la reforma fiscal que se propone gira en torno a lo más fácil: gravar los activos no deslocalizables, el trabajo y la vivienda. Dejando libres de polvo y paja a aquellos que pueden volar como un pájaro

En el caso del Impuesto de Sociedades, ha tirado de las pequeñas y medianas empresas, carentes de instrumentos de ingeniería fiscal que sí tienen las grandes empresas, y que afloran de forma descarada en las múltiples deducciones fiscales, muchas de ellas sin ninguna justificación (como por cierto reconocen los expertos). Y en el caso del IRPF, lo fácil ha sido tirar de los asalariados, incluso durante el franquismo, cuando el IRTP de entonces llegó a representar más del 50% de la recaudación total por imposición directa.  De hecho, como todo el mundo sabe, el Impuesto sobre la Renta es, en realidad, un impuesto sobre las nóminas, lo cual explica en buena medida los problemas de recaudación del Estado.

Lo más curioso de la propuesta fiscal de los expertos, sin embargo, se refiere a la vivienda, donde se propone no una fiscalidad del siglo XXI, identificando, como cabría esperar, nuevos hechos imponibles como los negocios generados a través de internet (comercio electrónico), sino del XVIII o de la España franquista, cuando se gravaba el patrimonio o los signos externos de riqueza y apenas la renta generada por el contribuyente.

Lo paradójico es que, al mismo tiempo, se propone eliminar definitivamente el Impuesto del Patrimonio. O sea que el patrimonio –en minúscula– de millones de pequeños propietarios sí habría que gravarlo pese a que en muchos casos es consecuencia de la política arbitraria del Estado en favor de la propiedad y no del alquiler, pero no el Patrimonio –con mayúsculas– de quienes han acumulado grandes propiedades, enajenada ahora de las bases imponibles.

Quiere decir esto que, de nuevo, la reforma fiscal que se propone gira en torno a lo más fácil: gravar los activos no deslocalizables, el trabajo y la vivienda. Dejando libres de polvo y paja a aquellos que pueden volar como un pájaro.

Como se ve, toda una incoherencia que es todavía mayor si se tiene en cuenta que al mismo tiempo que se habla de neutralidad y de equidad fiscal se propone un sistema impositivo dual en el que las rentas del trabajo tributan a un tipo (más alto) y las del capital a otro (más bajo).

¿No sería más razonable caminar hacia la convergencia de ambos tipos en una zona intermedia aplanando la tarifa del IRPF? A lo mejor así se ensanchaban las bases imponibles sin aumentar la presión fiscal.

Al profesor Richard M. Weaver se le atribuye una frase genial que –por su simplicidad– merece ser rescatada. Weaver, uno de los iconos del pensamiento conservador de la segunda mitad del siglo XX, advertía de que “las ideas tienen consecuencias”.

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