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Carlos Sánchez

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España, capital Buenos Aires: el peronismo saca la cabeza

Sumarios El presidente catalán puede parecer que tiene arrestos, pero en realidad su estrategia es un salvoconducto. Camina a lomos de la Asamblea Nacional de Cataluña -como

Foto: Carme Forcadell, con Artur Mas. (Efe)
Carme Forcadell, con Artur Mas. (Efe)

Cuesta creer que la ciencia haya detectado los temblores del universo un instante después de su origen –hace 13.800 millones de años–, pero, todavía, nadie conozca el cabeza de cartel del Partido Popular (PP) a las elecciones europeas.

Puede parecer una boutade, pero no lo es. La política en España se ha convertido en un arcano impenetrable. En particular, en todo lo relacionado con el partido que gobierna el país. Rajoy juega a ser Maquiavelo (‘las huestes deben temer al príncipe’), y con eso pretende dejar claro quién manda. El resto, a callar.

No estamos ante un movimiento táctico con fines electorales. Su estrategia es coherente con una forma de hacer política basada en crear liderazgos artificiales por la fuerza del BOE o de los estatutos internos de cada partido. Lo mismo hizo Zapatero en su día, y eso explica que hoy vague por la nadería más absoluta sin que ninguno de sus conmilitones reivindique su figura después de haberlo aclamado. La vieja dicotomía entre poder y autoridad en estado puro.

El economista Fernández-Villaverde lo reflejó de una manera lúcida hace algún tiempo: “El problema de la burbuja no fue que nos dedicásemos a construir casas en la mitad de Teruel, sino el que nos olvidáramos de que España había llegado al límite de sus instituciones”.

Mientras tanto, silencio, mucho silencio. Tanto que en un debate con tantas aristas como el proceso soberanista de Cataluña nadie se sale del guion. El PP, de forma disciplinada, asume la estrategia tancredista de Rajoy al margen de cualquier racionalidad política. Pero no es, desde luego, el único. Nadie en CiU cuestiona el camino hacia ninguna parte en que ha derivado la política en Cataluña.

El presidente catalán puede parecer que tiene arrestos, pero en realidad su estrategia es un salvoconducto. Camina a lomos de la Asamblea Nacional de Cataluña -como lo hizo Arias Navarro sobre el tardofranquismo-, pero no para cambiar las cosas, sino para mantenerse en el poder

No es de extrañar teniendo en cuenta que, en realidad, lo que sucede en Cataluña se parece cada vez  más a una partida de ajedrez insípida por falta de  movimientos inteligentes.

Rajoy no es, por supuesto, el astuto caballero medieval que jugaba una partida con el diablo en el séptimo sello de Bergman para ganar tiempo y evitar que su alma se la llevara el leviatán; ni Artur Mas, el taimado demonio que reclama lo que considera suyo: el alma de su adversario. En el fondo ambos son terriblemente conservadores, algo que los diferencia de Adolfo Suárez, que convirtió el arrojo en algo más que una táctica política.

A lomos de la Asamblea

El presidente catalán puede parecer que tiene arrestos, pero en realidad su estrategia es un salvoconducto. Camina a lomos de la Asamblea Nacional de Cataluña –como lo hizo Arias Navarro sobre el tardofranquismo–, pero no para cambiar las cosas y dirigir el proceso soberanista, sino para mantenerse en el poder. Por eso, el debate sobre la independencia de Cataluña es ajeno a cuestiones ideológicas, algo consustancial a los nacionalismos.

Lo mismo que en la revolución francesa lo que estaba en juego era la salida del Antiguo Régimen, el proceso catalán está huérfano de ideología, sin duda para hacer posible que se mantenga unido el bloque soberanista. Ellos lo llaman de forma cínica ‘transversalidad’.

Tan insípido debate, convierte a la política en un juguete roto de las ideas. Sobre todo cuando se articula a través de comités de expertos que, en realidad, lo que hacen es legitimar la acción política a través de un supuesto certificado de calidad. El profesor Edward Said ya analizó su papel y llegó a la conclusión de que lo que diferencia a los expertos de los intelectuales (desparecidos durante la crisis) es que los primeros se ocupan del conocimiento práctico necesario para que la sociedad continúe reproduciéndose (el nuevo conservadurismo), mientras que los segundos señalan las grietas del sistema.

No se trata de un asunto menor. Como recordaba hace unos días La Vanguardia en un excelente trabajo, los historiadores Hobsbawm y Judt representaron dos maneras distintas de abordar el estudio de la historia, pero ambos coincidían en reconocer los derechos del lector –en política habría que hablar del elector– para que se le explique por qué suceden las cosas, cuándo y dónde ocurrieron y con qué consecuencias. Nada de eso acontece.

La burrada de Ignacio González

En el lugar de la política se han instalado movimientos de toda suerte y condición (mareas de todos los colores, asambleas nacionales, marchas de la dignidad…) que, en realidad, lo que desafían es a la propia democracia representativa.

Como en Venezuela, Argentina o Ucrania, donde la deslegitimación del poder crea con dinero incierto falsos movimientos sociales (en muchas ocasiones de origen oscuro) que canalizan las demandas ciudadanas. Y que son absurdamente espoleados cuando políticos como Ignacio González dicen burradas. Como comparar a las marchas que este fin de semana pululan por Madrid con los neonazis griegos.

Tal vez debería preguntarse el presidente madrileño por qué muchos votantes del PP (sobre todo del ámbito sanitario) acuden a este tipo de convocatorias. O por qué los partidos tradicionales están siendo desbordados por la calle. Sin duda, porque sus estructuras gastadas son incapaces de articular los nuevos desafíos.

La repugnante violencia desatada en su día contra Rosa Díez en la Universidad Autónoma de Barcelona prueba que algo está cambiando en la política española y ya ni siquiera se libran las nuevas formaciones que no tienen nada que ver con la gestión del desaguisado. Ningún líder político podría acudir hoy a una facultad española por miedo de su integridad física. El peronismo en estado puro.

No es que exista un problema de desafección hacia la política, como muchas veces se dice, ni de despolitización, sino que los partidos tradicionales han sido rebasados por buena parte de la ciudadanía ante la falta de respuestas creíbles. Ante la ausencia de cauces de participación política que necesariamente conduce a la frustración

Esta incapacidad de la democracia para dar respuestas convincentes a los electores es lo que explica el deterioro de los sistemas representativos. La política ‘tradicional’ ha encontrado sus propias limitaciones mucho antes de lo que se pensaba pese a la extensión de los sistemas de protección social, que son, en realidad, los únicos responsables de que la crisis no haya derivado en un estallido social.

Hoy, sin embargo, y pese a ello, muchos ciudadanos no se sienten representados en el parlamento. Es lo que sucede cuando se incumplen de forma sistemática los programas electorales. No es que exista un problema de desafección hacia la política, como muchas veces se dice, ni de despolitización, sino que los partidos tradicionales han sido rebasados por buena parte de la ciudadanía ante la falta de respuestas creíbles. Ante la ausencia de cauces de participación política que necesariamente conduce a la frustración.

Y el riesgo cierto es que para recuperar ese espacio perdido, los partidos se conviertan en rehenes de una falsa democracia asamblearia o articulada a través de movimientos sociales -como el peronismo- que en realidad está en las antípodas del ideal democrático por ausencia de legitimidad.

¿Quién ha elegido a la pomposa Asamblea Nacional de Cataluña como instrumento de acción política? Nadie, pero los partidos catalanes del bloque soberanista siguen a pies juntillas sus consignas por miedo a ser desbordados por la calle. Incluso, los sindicatos –que un día fueron internacionalistas– se pliegan a sus consignas, como lo prueba esta reunión impensable hace unos años entre CCOO de Catalunya y Carme Forcadell, la líder de la Asamblea Nacional catalana. ¿Quién manda realmente en Cataluña?, cabe preguntarse.

Lo mismo sucede en Madrid cuando toda suerte de marchas confluyen en la capital y los partidos de la oposición se suman a la manifestación en busca del voto perdido a través de un nuevo populismo de izquierdas de imprevisible consecuencias. Y no hay mayor peligro para las democracias que gobernar a golpe de movimientos sociales –por muy transversales que sean– que expresan, en realidad, la miseria de un sistema político incapaz de dar respuestas a muchas preguntas. Mientras no se demuestre lo contrario, la legitimidad está en las urnas.

Cuesta creer que la ciencia haya detectado los temblores del universo un instante después de su origen –hace 13.800 millones de años–, pero, todavía, nadie conozca el cabeza de cartel del Partido Popular (PP) a las elecciones europeas.

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