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Carlos Sánchez

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¿Qué celebran los políticos españoles?

Hay una frase un tanto bárbara y cruel de Stuart Mill muy celebrada en su día: “Prefiero ser un Sócrates insatisfecho que un cerdo satisfecho

Foto: Mariano Rajoy y Miguel Arias Cañete. (Efe)
Mariano Rajoy y Miguel Arias Cañete. (Efe)

Hay una frase un tanto bárbara y cruel de Stuart Mill muy celebrada en su día: “Prefiero ser un Sócrates insatisfecho que un cerdo satisfecho". Su explicación es evidente. El sabio inglés -impregnado del utilitarismo de Bentham- clamaba contra la herrumbrosa autocomplacencia instalada en la sociedad victoriana que le tocó vivir. Y eso explica el nacimiento de un furibundo inconformismo que aplicó con ahínco a todo su trabajo intelectual: la política, la economía, la filosofía o las matemáticas.

Por la misma época, España se debatía entre el sueño liberal y la pesadilla de la reacción conservadora. Pero, como se sabe, triunfó una determinada visión patrimonialista del Estado (el clientelismo político y las camarillas cercanas al poder) que alejó al país del proceso modernizador. Las élites de la Restauración y del periodo isabelino apagaron cualquier tentación reformista, y sobre esas agrietadas bases se levantaron algunos de los errores (y horrores) del primer tercio del siglo XX.

¿Cuáles fueron las consecuencias de tan nefasta política? El profesor Prados de la Escosura lo calculó hace algún tiempo para la Fundación BBVA. Y su conclusión es diáfana. El periodo de menor crecimiento del PIB per cápita de España en relación a los países más avanzados de Europa se situó entre 1850 y 1913. Durante ese periodo, apenas progresó un 1,02% de media anual, lo que representa un 25% menos que en la Europa continental más desarrollada: Alemania, Austria, Francia, Italia, Noruega o los Países Bajos. Así hasta doce países. Y eso que no se incluye el extraordinario caso de EEUU, cuyo PIB per cápita creció un 70% más que España.

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Si la comparación se hace sobre un periodo más amplio (incorporando la guerra civil y la durísima postguerra) el resultado es todavía más decepcionante. Entre 1850 y 1950 el PIB per cápita de los principales países europeos creció dos tercios más que el español. Ahí radica, por lo tanto, el célebre atraso histórico.

Al contrario de lo que suele creerse, España supo (y pudo) recuperar el terreno perdido. Y desde los años 50 -cuando comienza la modernización de su aparato productivo- no ha hecho más que progresar. Claro está, salvo en los años de la crisis, en los que la riqueza relativa ha vuelto a situarse por debajo de los mejores países de Europa.

De manera intuitiva se puede llegar a la conclusión de que los avances en términos de prosperidad económica tienen que ver con los periodos reformistas. Y es evidente que ésta es la respuesta adecuada que explica lo que ha sucedido. Los cambios -y la internacionalización de su economía- le han venido siempre bien al PIB, y cuando la modorra y el conformismo se han impuesto en la acción política (como le sucede ahora a este Gobierno) el resultado no puede ser otro que un país manso que convive con naturalidad con la desdicha.

Una respuesta política

Y en este sentido, hay una información que publicaba el jueves pasado La Vanguardia que refleja hasta qué punto las carencias materiales más necesarias forman ya parte del paisaje social y ni si siquiera generan una respuesta política más allá de las generalidades habituales.

Tanta incontinencia legal es, sin duda, fruto de la existencia de un Gobierno de altos funcionarios y políticos profesionales (desde luego mejor que el anterior) que entiende la política como un ejercicio de resistencia, y que tiende a mirar los problemas con una superioridad de leguleyos

Una información firmada por Adolfo S. Ruiz llamaba la atención sobre lo que estaba sucediendo en la Universidad de Sevilla (no se está hablando de barrios marginales o de fenómenos de exclusión social). El campus hispalense ha doblado el número de menús subvencionados en apenas tres años (hasta más de 20.000 en la actualidad). Aunque no sólo eso. Cada vez es más habitual que los universitarios se lleven el segundo plato del menú a casa para poder echarse algo al coleto durante la cena. Fundamentalmente, los que tienen su residencia habitual fuera de la capital andaluza y, por lo tanto, no viven con sus padres.

Desde luego que este paisaje no es representativo de lo que ocurre en el conjunto del país, ni siquiera en Andalucía, pero esa realidad choca contra ese discurso ridículamente optimista de muchos dirigentes del PP (afortunadamente el titular de Economía es mucho más prudente), que en un alarde de rigor intelectual celebran como un triunfo total y definitivo que la economía española, como ha avanzado el ministro De Guindos, vaya a crecer en el entorno del 1,5% este año y el próximo en medias anuales. Cuando todavía, como es obvio, padece un 25% de desempleo y ha expulsado del mercado de trabajo a cientos de miles de trabajadores mayores de 50 años que difícilmente van a poder encontrar un empleo y tendrán que vivir durante el resto de sus días de la acción protectora del Estado.

Se oculta, además, una realidad mucho más dramática. En el mejor de los casos, España (cuyo PIB sigue siendo hoy un 7% inferior al que tenía en 2008) -70.000 millones de euros menos- no recuperará los niveles de ocupación hasta bien entrada la próxima década. Y ello con un nivel de deuda pública que rondará este año el 100% del PIB después de haberse endeudado en casi 400.000 millones de euros en los últimos cuatro años. Y que junto a Irlanda es el Estado con mayor déficit público si se eliminan las ayudas a la banca. O que cuenta con una de las mayores deudas externas del mundo desarrollado (cerca del 100% del PIB).

Esta autocomplacencia probablemente sea coherente con la existencia de una democracia de baja intensidad que consiste en ganar las elecciones y ejercer el poder durante los dos primeros años, mientras que el resto de la legislatura se destina a preparar los siguientes comicios. Eso sí aprobando muchas leyes (cuanto más prolijas mejor) para dar sensación de que se hacen muchas cosas. Es decir, confundiendo hacer reformas de calado -incluidas las constitucionales- con la aprobación de muchas normas, decretos y leyes, como si ambas estrategias fueran la misma cosa.

Un Gobierno de funcionarios

La esencia del modelo de Estado de España, que explica en buena medida por qué este país ha sufrido la crisis mucho más que otras naciones, sigue incólume. Apenas se ha modificado pese a la aprobación de cientos y cientos de normas legislativas que dan la sensación de que todo cambia, aunque en el fondo, demasiadas cosas siguen igual

Tanta incontinencia legislativa es, sin duda, fruto de la existencia de un Gobierno de altos funcionarios y políticos profesionales (desde luego mejor que el anterior) que entiende la política como un ejercicio de resistencia, y que tiende a mirar los problemas con una superioridad de leguleyos duchos en la materia. Y el mejor ejemplo son esos viernes de gloria de la vicepresidenta Sáenz de Santamaría en los que toda ufana anuncia leyes y más leyes que pasan de puntillas por algunas de las cuestiones verdaderamente de Estado: los problemas demográficos de un país que envejece, la sostenibilidad del actual sistema autonómico y municipal más allá de una reducción de los déficits fiscales o el modelo productivo para identificar qué papel quiere jugar España en un mundo globalizado, lo cual es un asunto mucho más complejo que presumir de multinacionales y ganar concursos internacionales.

O dicho en otras palabras. La esencia del modelo de Estado de España, que explica en buena medida por qué este país ha sufrido la crisis mucho más que otras naciones, sigue incólume. Apenas se ha modificado pese a la aprobación de cientos y cientos de normas legislativas que dan la sensación de que todo cambia, aunque en el fondo, demasiadas cosas siguen igual. Y todo lo que rodea a las elecciones europeas -la mediocridad más absoluta- lo demuestra de forma palmaria. Ni una discusión inteligente sobre los grandes problemas que aborda Europa en un mundo cuyo centro de gravedad se ha desplazado hacia Oriente. ¿Alguien conoce alguna idea de fondo cuando faltan menos de un mes para las elecciones?

Desde luego que el Gobierno no tiene el monopolio de tanta superficialidad en el análisis. Como recordaba hacer unos días el politólogo Roger Senserrich en un lúcido artículo en Politikon, el debate político español se ha llenado de gente que está más preocupada de salir en la tele y radio -“tanto como sea humanamente posible”-, que por aportar algo parecido a un análisis paciente y basado en la evidencia empírica. “Podemos cabrearnos tanto como queramos, pero no debemos confundir el cabreo con aportar soluciones”, sostenía Senserrich.

Hay una frase un tanto bárbara y cruel de Stuart Mill muy celebrada en su día: “Prefiero ser un Sócrates insatisfecho que un cerdo satisfecho". Su explicación es evidente. El sabio inglés -impregnado del utilitarismo de Bentham- clamaba contra la herrumbrosa autocomplacencia instalada en la sociedad victoriana que le tocó vivir. Y eso explica el nacimiento de un furibundo inconformismo que aplicó con ahínco a todo su trabajo intelectual: la política, la economía, la filosofía o las matemáticas.

Déficit público PIB Luis de Guindos