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La metáfora más conspicua que se ha realizado sobre el pulso entre Cataluña y España la ha hecho en este periódico el profesor Francisco J. Laporta

Foto: Mas, tras firmar el decreto de convocatoria de la consulta. (Efe)
Mas, tras firmar el decreto de convocatoria de la consulta. (Efe)

Probablemente, la metáfora más conspicua que se ha realizado sobre el pulso entre Cataluña y España (al menos de sus responsables políticos) la ha hecho en este periódico el profesor Francisco J. Laporta.

Laporta hacía mención recientemente a una conocida escena de Rebelde sin causa (1955), la mítica película de Nicholas Ray, en la que Jim Stark (James Dean) acepta el reto de Buzz Gunderson (Corey Allen) de correr una carrera rumbo a un precipicio. El juego consistía en que el primero que saltara del vehículo en marcha sería considerado entre los amigos un cobarde. O un ‘gallina’, como se prefiera.

Como todo el mundo sabe, el juego de adolescentes acabó en tragedia. A Buzz se le enganchó una manga de su cazadora en el tirador que abría la puerta del vehículo y fatalmente se precipitó hacia el acantilado. Ganó la carrera Jim Stark, pero en realidad su triunfo fue el mayor de los fracasos. La muerte de su amigo le marcaría para siempre y nada volvió a ser igual.

[Escena de la película 'Rebelde sin causa']

Esta metáfora refleja mejor que ninguna otra imagen lo que sucede en la política española, donde un macabro juego suicida –a estas alturas del enfrentamiento es irrelevante discutir sobre quién empezó la partida– puede conducir al desastre si alguien no lo remedia. Por supuesto que no ahora. Ni probablemente en esta generación.

España, en contra de lo que de forma un tanto frívola suele decirse, nada tiene que ver con los Balcanes ni sus fronteras son fruto de recientes pactos de familia. El grado de internacionalización de su economía, la existencia de importantes mercados compartidos y los 24.500 euros de renta per cápita (en paridad de poder de compra) son, además, el principal antídoto contra las locuras políticas arengadas por un puñado de iluminados. Pero es algo más que evidente que hay un antes y un después tras la solemne firma del decreto de convocatoria del referéndum para el próximo 9 de noviembre.

Lo que ha cambiado es, ni más ni menos, la constatación de que la vía jurídica –la batería de recursos e impugnaciones que presentará el Gobierno en los próximos días– no es suficiente para resolver un problema político y sólo político, que únicamente los partidos –como representantes de la soberanía nacional– pueden resolver. Entre otras cosas, porque para eso fueron elegidos. Para resolver los problemas de la gente. La ley llega hasta donde puede llegar. Lo siguiente es la política.

Una vieja estrategia de la derecha

La utilización del recurso como una forma de hacer política –hasta convertir el Tribunal Constitucional en una tercera cámara legislativa– forma parte de una vieja estrategia de la derecha española desde los tiempos de Fraga y José María Ruiz-Gallardón, conscientes ambos de que España siempre ha sido un país de leguleyos desde los tiempos de la Restauración, cuando la vida política se cocinaba en los despachos de abogados situados en los aledaños de palacio. Algo que puede explicar la escasa presencia de ingenieros, economistas o profesores en los consejos de ministros en favor de abogados o funcionarios públicos.

A la luz de esta verdad histórica, la vieja Alianza Popular llegó a una conclusión. El aparato judicial siempre ha estado dominado por sectores conservadores. Por eso había que recurrirlo todo. O casi todo. De alguna manera, una visión napoleónica de la cosa pública que consiste -frente al pensamiento anglosajón mucho más pragmático, como se ha demostrado en Escocia- en meter la vida política y social de un país en el articulado de los distintos códigos legales que conforman el sistema normativo. En palabras de algunos constitucionalistas, la sustitución del parlamento por una especie de Gobierno de los jueces que necesariamente es ajeno al sistema democrático.

No es casualidad, por ello, que una de las primeras medidas que tomó el primer gobierno de Felipe González (año 1985) fue, precisamente, cambiar el sistema de elección de los miembros del Poder Judicial. Es decir, se trataba de sustituir unos jueces -los conservadores- por otros más permeables al nuevo poder político (incluso abriendo la mano para formar parte de la judicatura al margen de los procedimiento ordinarios de selección de funcionarios).

Ni que decir tiene que por entonces emergió un formidable campo de batalla en el que unos y otros –gobierne quien gobierne– luchan a brazo partido en cada centímetro del terreno para colocar a uno de los suyos. Algo que explica que tanto el Tribunal Supremo como el Tribunal Constitucional discutan a menudo materias que en realidad deberían debatirse en el Congreso de los Diputados, y que entran de lleno en la esfera de la cosa pública.

Sin tapujos

Esta judicialización de la vida política -materializada en la innumerable conflictividad entre el Estado y las comunidades autónomas o en la presentación de multitud de recursos de inconstitucionalidad- no es nueva. Los propios tribunales, como el TC, conscientes del despropósito, lo han denunciado hasta la saciedad. Incluso, han reprochado sin tapujos a los partidos por ese absurdo comportamiento que convierte el espacio judicial en un campo de batalla político. Sin lugar a dudas, por las altas dosis de deslealtad institucional que caracteriza a la vida política española, donde la cultura de la negociación política entre partidos ha sido desterrada. Y que tiene como consecuencia un evidente desgaste (y hasta descrédito) de las instituciones judiciales ante los ojos de muchos ciudadanos.

Es obvio que el decreto de Artur Mas es una aberración jurídica porque ninguna consulta –aunque no sea vinculante– puede prejuzgar –ni por supuesto determinar políticamente– una decisión soberana que en todo caso siempre le correspondería sancionar al conjunto del territorio nacional.

Pero precisamente por eso, porque es una decisión política que le corresponde al pueblo español, ningún Gobierno puede ampararse en decisiones del Tribunal Constitucional para apagar un fuego que hunde sus razones en la política y en un evidente problema de encaje constitucional.

Estamos, por lo tanto, ante un evidente choque de legitimidades -la emanada del parlamento de Cataluña y la derivada del mantenimiento del orden constitucional-, que sólo puede resolver la política. Lo cual no puede ser contradictorio con el hecho de que Rajoy, con buen criterio, tenga la obligación de impugnar todos y cada uno de los actos administrativos que rodean un infausto referéndum que se quiere camuflar bajo la inocuidad de una consulta que evidentemente tiene consecuencias políticas. Y que de ninguna manera se pueden resolver por la vía de las impugnaciones judiciales.

Probablemente, la metáfora más conspicua que se ha realizado sobre el pulso entre Cataluña y España (al menos de sus responsables políticos) la ha hecho en este periódico el profesor Francisco J. Laporta.

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