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Carlos Sánchez

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Una conspiración española

En 'La mujer del año', una extraordinaria película de 1942, los protagonistas (dos periodistas) sostienen un perspicaz duelo dialéctico

Foto: Fotografía publicada en el 'New York Times' (Samuel Aranda)
Fotografía publicada en el 'New York Times' (Samuel Aranda)

En La mujer del año, una extraordinaria película de 1942 que cuenta con uno de los guiones más lúcidos que haya dado nunca el cine, los protagonistas (dos periodistas) sostienen un perspicaz duelo dialéctico. Uno de ellos (Spencer Tracy)representala sensatez. Su felicidad es completa simplemente escribiendo crónicas de béisbol o fútbol americano. Su antagonista (Katharine Hepburn) es una mujer impetuosa y de carácter que quiere cambiar el mundo, y que en un momento dado se pregunta con horror:

–¿Tenemos dos reporteros cubriendo un partido de béisbol y solo uno en Vichy?

Ni que decir tiene que eran los tiempos de la Francia ocupada, pero lo que le preocupaba al director del periódico era, ni más ni menos, vender periódicos.

Sin embargo, la ambición de la Hepburn por poner todo patas arriba no tenía límites, y en un momento de la película el bueno de Sam le dice a un compañero de trabajo con cierta sorna:

–Tess Hardy lleva tanto tiempo diciendo a los americanos lo que tienen que hacer que probablemente no haya tenido tiempo de conocer a ninguno.

A España le empieza a pasar algo parecido. El país lleva tanto tiempo enredado con la corrupción que probablemente se haya olvidado de cómo salir de la crisis económica y de la falta de empleo, que sigue siendo el gran agujero de la democracia española. Y aunque hay una evidente relación entre ambas realidades (la crisis económica ha derivado en una crisis política), lo cierto es que la corrupción lo anega todo, y eso explica que en lugar de centrar el debate sobre cuestiones concretas: el paro, las pensiones, la precariedad laboral o la desigualdad, el único enigma que parece tener hoy la sociedad española es saber quién será el próximo corrupto.

El resultado, como no podía ser de otra manera, es un país metido cada mañana en el fango, y en el que se oyen todo tipo de barbaridades. Y lo que es peor, se ha generalizado un régimen de sospechas sólo hay que ver la televisión a algunas horas de la noche de los sábados que suele ser el antecedente histórico de democracias populistas.

Se duda de los políticos, de los jueces, de los profesores de universidad, de los sindicalistas, de los empresarios, de los médicos,de los banqueros… Y es que, guste o no guste, la política está en el centro de los problemas del hombre, y parece evidente que este país se ha contagiado de ese virus como nunca antes lo había hecho desde la Transición. Pero no para hablar de problemas concretos y de soluciones eficaces, como entonces, sino para hacer juicios sumarísimos sobre todo lo que huela a política. Y en esto da igual que se trate de televisiones de derechas o de izquierdas. Ya decía Josep Pla que lo más parecido a un español de derechas es uno de izquierdas, y viceversa.

Tanta sospecha sobre el entramado institucional y sobre todos los políticostriunfa el ‘todos a la cárcel’– conlleva, sin embargo, peligros. Muchos peligros.

Una lúcida teoría

El profesor Moisés Naím, que es venezolano y sabe de qué habla, tiene una curiosa teoría que describe con lucidez los riesgos de determinados procesos políticos en los que cada vez se puede mirar mejor España. Primero se dice que el país está sembrado de pobres; después que hay grandes dosis de injusticia y de desigualdad; a continuación se clama contra la corrupción política como si cada uno de los cargos públicos fuera un delincuente por acción o por omisión; posteriormente se dice que los partidos son los culpables de todo (la casta) y al final se presenta el país como un erial que lleva a las clases medias a convertirse en los nuevos pobres.

Este proceso político es el que llevó al poder, por ejemplo, a Berlusconi en Italia, donde a mediados de los años 90 se produjo una auténtica implosión del sistema político heredado de la postguerra. Y sin duda que era necesario ese cambio a la vista de tanta corrupción y desgobierno. El problema fue que quien sucedió a la democracia cristiana o al PCI fue una legión de buscavidas que en realidad emponzoñaron un poco más el sistema político hasta que por fin se ha podido enderezar algo la situación con la llegada de este extraño conglomerado que es el Partido Democrático.Y no es que Italia, como hoy España, no tuviera problemas. Al contrario.

En el caso español, parece evidente que el país tiene pobres (1,8 millones de hogares tienen a todos sus miembros en paro); existen enormes desigualdades (el peso de los salarios en la tarta nacional se ha achicado de forma dramática en los últimos años); hay una enorme corrupción política (a la vista está); los partidos son un problema (su presencia en las instituciones es hegemónica) y parece evidente que la crisis y las subidas de impuestos han empobrecido a las clases medias.

¿Quiere decir esto que en España existe ese caldo de cultivo necesario para que florezcan los populismos? Probablemente, no. Y no sólo porque un país con 22.000 euros de renta per cápita (en términos reales) está vacunado contra la demagogiafácil (Italia los tenía y no sirvió el antídoto), sino, sobre todo, porque la cohesión social (con todas sus grietas) espanta cualquier solución radical. Y hoy en España, con todos sus defectos, es un país que funciona.

Una imagen irreal

Desde luego no por su arquitectura institucional (que está seriamente agrietada) o por la clase política, sino porque hay una sociedad civil que se levanta a las seis de la mañana y saca el país adelante pagando impuestos. Una de las cosas que asombran a los extranjeros que vienen a España es que su imagen previa la que transmiten los medios de comunicación es infinitamente peor que la real.

Recuerdo un corresponsal japonés que visitó Madrid en los años más duros de la crisis y quecuando llegó a Barajas seimaginaba un país devastado donde la gente comía de los contenedores, por cierto la imagen que reflejó en su día el New York Times. Cuando volvió a París, que es donde tiene su sede permanente en Europa el Asahi Shimbum, no entendía nada. O antes de los recortes España era el paraíso terrenal algo disparatado o es que este país había vuelto al subdesarrollo, lo cual es una memez.

¿Quiere decir esto que es España es jauja y que no hay que preocuparse? Evidentemente, no. Los cadáveres que ha dejado esta crisis en el armario (y que todos los gobiernos intentan ocultar) son cuantiosos.

España tiene una de las tasas de ocupación más bajas de los países avanzados; un nivel de deuda pública que casi se ha triplicado en apenas media docena de años; un sistema de formación muy deficiente y un problema secular de productividad que ningún Gobierno de la democracia ha sido capaz de enderezar. Además de grandes problemas territoriales o de cohesión social. Como, por cierto, tienen otras naciones que no están cada día mirándose en el espejo de la autoflagelación. Sin duda por ese movimiento pendular tan característico del comportamiento hispano. Ya se sabe que el escarnio público es uno de los comportamientos más acendrados en la identidad nacional.

Sin embargo, ni el bueno de Sam tenía razón queriendo ir a los partidos de béisbol cuando el mundo estaba en guerra ni la tenía lafiera de Tess Hardy, incapaz de pulsar la realidad por esa excéntrica manía de decir a todo el mundo lo que debía hacer. Probablemente, basta con un chorrito de sensatez y algunas gotas de sentido de Estado. O, al menos, basta con que este país comience a quererse algo.

En La mujer del año, una extraordinaria película de 1942 que cuenta con uno de los guiones más lúcidos que haya dado nunca el cine, los protagonistas (dos periodistas) sostienen un perspicaz duelo dialéctico. Uno de ellos (Spencer Tracy)representala sensatez. Su felicidad es completa simplemente escribiendo crónicas de béisbol o fútbol americano. Su antagonista (Katharine Hepburn) es una mujer impetuosa y de carácter que quiere cambiar el mundo, y que en un momento dado se pregunta con horror:

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