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La izquierda, la independencia y Vázquez Montalbán

El proceso independentista ha atrapado a parte de la izquierda en un callejón sin salida. Posiblemente, por su incapacidad para armar un discurso sólido. Ha sido más fácil sumarse a la marea nacionalista

Foto: Partidarios de la independencia catalana, en Barcelona. (EFE)
Partidarios de la independencia catalana, en Barcelona. (EFE)

La construcción del nacionalismo moderno, desde luego en España y en sus formas actuales, descansa esencialmente en Cataluña. Y, en menor medida, en el País Vasco. El rasgo diferencial entre ambos nacionalismos, sin embargo, es significativo.

Mientras que en Cataluña una minoría más o menos homogénea ha sido capaz de encandilar -en alguna medida mediante técnicas de ingeniería social- a dos millones de catalanes (algo más de una tercera parte del censo electoral), en el País Vasco el nacionalismo tiene elementos más complejos derivados de su propia estructura socioeconómica y posición geográfica. No parece razonable pensar que el nacionalismo vasco actual (el gallego es residual) sea únicamente heredero de una minoría amamantada con el proteccionismo industrial, sino que tiene un carácter ciertamente arcaico más allá de que en determinados periodos históricos ambas burguesías se hayan beneficiado de un Estado clientelar.

En Cataluña, por el contrario, las élites son quienes han construido, desde la Transición hasta aquí, un relato maniqueo (España nos roba) que ha prendido en buena parte de la sociedad catalana hasta convertirse en hegemónico por incomparecencia del adversario político. Incluida, parte de la izquierda, secuestrada por la siempre atractiva idea en términos políticos de la construcción de una patria común. Ningún ciudadano puede negarse a colaborar en tan bello espejismo salvo que quiera correr el riesgo de ser considerado un 'antipatriota'.

Lo singular es que lo que comenzó como un movimiento autonomista para hacer frente al Estado centralista ha acabado siendo un proceso secesionista

Lo singular es que lo que comenzó siendo un movimiento autonomista para hacer frente al Estado centralista (Libertad, Amnistía y Estatut de autonomía se coreaba en las calles en los años 70) ha acabado por convertirse en un proceso secesionista de indudable transcendencia. Sin duda, por la extraña alianza entre fuerzas que dicen representar a los asalariados y los dueños de las empresas, incluido, en este sentido, el sector público, catalizador del movimiento independentista a través de sus resortes económicos. Hoy, como sucede en muchas comunidades autónomas, el principal empleador de Cataluña es la Generalitat. Y muchos de los acólitos trabajan para entidades públicas, como las universidades o los centros de investigación.

El mito bolivariano

No se trata, desde luego, de un fenómeno singular. El catedrático Carlos Malamud, fino observador de la realidad latinoamericana, recordaba hace unos días, a propósito del conflicto fronterizo entre Colombia y Venezuela, cómo habían saltado por los aires algunos de los mitos bolivarianos. Ya se sabe el viejo ideal del libertador de crear una sola realidad en el subcontinente americano.

Sostenía Malamud que las deportaciones y las demoliciones de casas de miles de colombianos (la inmensa mayoría pobres o muy pobres) se había llevado por delante algunas de las leyendas presentes en el discurso latinoamericano. Entre otros: el mito de la solidaridad bolivariana, estrechamente vinculado a la “patria grande” y a la integración regional. Pero también el mito de que en América Latina se recibe a los inmigrantes con los brazos abiertos, a diferencia de lo que ocurre en otras partes, como la pérfida Europa; y el mito de la pujanza de Unasur y su capacidad para resolver los problemas regionales sin ayudas externas.

El internacionalismo de una parte de la izquierda ha sucumbido ante el avance nacionalista, ya sea en la Venezuela de Maduro o en la Cataluña de Junqueras

El internacionalismo de una parte de la izquierda, por decirlo de una manera directa, ha sucumbido ante el avance nacionalista, ya sea en la Venezuela de Chávez y Maduro o en la Cataluña de Junqueras, Maragall o Joan Herrera, el socio catalán de Podemos, a quien Gregorio López Raimundo, el líder histórico del PSUC, hubiera llevado a un parvulario para estudiar algo de cordura y coherencia ideológica. Incluso, la Grecia de Tsipras tiene un fuerte comportamiento nacional disfrazado de reivindicación del soberanismo, lo que explica, entre otras cosas, que Syriza se aliara para formar Gobierno con un partido ultranacionalista.

Bertolt Brecht identificó con lucidez la capacidad de influencia del nacionalismo, y en Historias de Almanaque imaginaba una fábula sugerente que merece ser recordada. Dice el autor alemán:

-”El protagonista de la obra, el señor K., no consideraba necesario vivir en un país determinado. Y pensaba para sus adentros: 'En cualquier parte puedo morirme de hambre'".

Pero un día en que pasaba por una ciudad ocupada por el enemigo del país en que vivía, se topó con un oficial del enemigo que le obligó a bajar de la acera por la que caminaba. Tras hacer lo que se le ordenaba, el señor K. se dio cuenta de que estaba furioso con aquel hombre, y no sólo con él, sino que lo estaba mucho más con el país al que pertenecía, hasta el punto de que deseaba que un terremoto lo borrase de la faz de la tierra.

-”¿Por qué razón -se preguntó el señor K.- me convertí por un instante en un nacionalista? Porque me topé con un nacionalista. Por eso es preciso extirpar la estupidez, pues vuelve estúpidos a quienes se cruzan con ella”.

La cuestión nacional

Esta capacidad del nacionalismo para extenderse como una mancha de aceite -confundiendo de forma consciente problemas de carácter administrativo o de gestión de los recursos públicos con la 'cuestión nacional'- es, si cabe, más perniciosa en determinados momentos históricos. Y en este sentido, es paradójico, como decía hace unos días en privado un ministro del actual Gobierno, que la gran manifestación de la Diada de 2012 se hiciera, precisamente, en medio de una gran recesión. Justo en el momento en que la economía destruía nada menos que 800.000 empleos en sólo un año, una parte de la sociedad catalana, en particular los sindicalistas involucrados en el proceso, miraba a la luna de Valencia (y no precisamente como reivindicación territorial).

La astucia de Mas fue, sin duda, convertir un problema (su propia gestión como gobernante) en una falsa solución relacionada con la independencia. Contando para ello, incluso, con el respaldo de los sindicatos UGT y CCOO, que al mismo tiempo que criticaban a la Generalitat por los recortes, se entregaban al Gobierno nacionalista catalán llevando el 'derecho a decidir' a las fábricas.

Ni rastro de un catalanismo progresista e ilustrado (qué hubiera pensado Vázquez Montalbán de todo esto) necesariamente enfrentado a la independencia por razones estrictamente ideológicas y de hegemonía cultural. Precisamente, el hecho diferencial de Cataluña respecto del resto de España hasta que el nacionalismo conservador pujolista (transformado en un lobby en Madrid para ahorrar impuestos a las grandes empresas) se quedó con las llaves del proceso político hasta convertirlo en un despropósito.

Al expresidente Felipe González se le ha criticado con dureza en los últimos días por su alusión a la época nazi a la hora de explicar lo que sucede en Cataluña

Ni rastro, tampoco, de debates de mayor calado, como la articulación de nuevas políticas económicas compatibles con el euro o con el reto de las deslocalizaciones industriales. Ni, por supuesto, la posibilidad de armar un proyecto político sólido capaz de enfrentarse a todos los nacionalismos primitivos, no sólo el catalán. Con razón, Vázquez Montalbán sostenía durante una charla con Lluís Llach: “Creo que el nacionalismo tiene un cierto riesgo de derivar hacia una forma de fascismo, según cómo se interprete o se analice”. "Está clarísimo", remachaba el cantante, hoy icono del independentismo.

A Felipe González se le ha criticado con dureza en los últimos día por su alusión a la época nazi a la hora de explicar lo que sucede en Cataluña, pero más allá del momento histórico -es obvio que el momento actual es muy distinto al periodo de entreguerras- lo relevante es que entonces, como ahora, se produjo una inmoral alianza entre los grandes industriales que llevaron a Hitler al poder tras el desastre de la República de Weimar y buena parte de la clase trabajadora, atraída por el irresistible imán del discurso nacionalista. La construcción del ideal patriota como utopía.

La irradiación nacionalista ha sido tan fuerte -hasta el PSOE de Felipe González reclamaba el derecho de autodeterminación de las regiones españolas en el Congreso de Suresnes- que incluso dirigentes como Pablo Iglesias, que bien hubiera podido ocupar el espacio político que le han dejado tanto el PSC como ICV por sus veleidades independentistas, acepta la extravagante idea del derecho a decidir, uno de los instrumentos clásicos de las élites para vertebrar la sociedad según sus intereses.

Hace no mucho tiempo, los vecinos de La Moraleja, uno de barrios más caros de Madrid, querían separarse de Alcobendas (el municipio del que todavía dependen) para pagar menos impuestos, lo cual explica mejor que ninguna otra metáfora por qué el nacionalismo y sus élites buscan crear fronteras. Y por qué Bertolt Brecht aborrecía a los nacionalistas.

La construcción del nacionalismo moderno, desde luego en España y en sus formas actuales, descansa esencialmente en Cataluña. Y, en menor medida, en el País Vasco. El rasgo diferencial entre ambos nacionalismos, sin embargo, es significativo.

Artur Mas Parlamento de Cataluña Izquierda Unida PSC Oriol Junqueras CCOO UGT Alexis Tsipras
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