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La gran 'cagada' de Volkswagen
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Carlos Sánchez

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La gran 'cagada' de Volkswagen

La gran 'cagada' de VW, como lo denominó un alto directivo de la compañía, tiene mucho que ver con el papel de las multinacionales. Su capacidad de influencia ha arrinconado a muchos gobiernos

Foto: Un ciclista pasa por delante de la planta de Volkswagen en Wolfsburg, Alemania. (EFE)
Un ciclista pasa por delante de la planta de Volkswagen en Wolfsburg, Alemania. (EFE)

Lleva razón Peter Dicken, uno de los mayores expertos en globalización, cuando sostiene que es mentira que las multinacionales dominen el mundo. Ofrece un argumento sólido. Las grandes corporaciones tendrían escasa capacidad de influencia si no fuera porque los gobiernos se apoyan en su fuerza económica para gestionar la cosa pública.

“Los estados necesitan a las grandes empresas, pero las empresas necesitan también a los estados”, sostiene Dicken, quien frecuentemente advierte en sus estudios sobre una de las consecuencias más obvias de la globalización: los gobiernos han perdido autonomía respecto del poder económico, hasta comportarse, en ocasiones, como auténticos títeres. Las multinacionales, muchas de ellas procedentes de antiguos monopolios públicos, actúan en algunos países como auténticos estados dentro del Estado, como antes lo fueron la Iglesia o la milicia.

No se sabe, sin embargo, qué es antes: si el huevo o la gallina. O expresado de otra forma, si son las grandes corporaciones multinacionales las que imponen a los gobiernos sus políticas o son estos quienes se apoyan en las grandes empresas para ganar legitimidad ante los mercados y los propios electores (el llamado Consejo de Competitividad en España -un 'lobby' mayúsculo- es un buen ejemplo). Algo que explicaría la proliferación de 'puertas giratorias'.

Los políticos (no todos) miman a las multinacionales porque muchos saben que algún día trabajarán en ellas. La íntima relación entre la SEC estadounidense (el regulador bursátil) y los grandes bancos de inversión es el mejor ejemplo de ello.

El ‘caso Volkswagen’ forma parte de ese universo del fraude alimentado por reguladores incapaces de enfrentarse a las grandes máquinas corporativas

Existen datos incuestionables. Apple, la mayor compañía del mundo por capitalización bursátil (725.000 millones de euros, según el último 'ranking' de PwC) tiene un precio de mercado superior al PIB de Suiza y muy parecido al de Arabia Saudí, la mayor potencia petrolífera del planeta. Google vale en bolsa lo mismo que Tailandia o Colombia, mientras que Exxon o Berkshire (la compañía de Warren Buffett) tienen una capitalización bursátil equivalente al PIB de Dinamarca o Sudáfrica.

Nada menos que 22 compañías valen en bolsa más de 200.000 millones de dólares, casi la quinta parte del PIB de un país como España. Inditex, por ejemplo, vale en bolsa casi lo mismo que el PIB de Marruecos o de Eslovaquia. La conclusión que han sacado algunos autores es que actualmente de las 100 unidades económicas más grandes del planeta, la mitad son estados y la otra mitad, grandes corporaciones multinacionales.

Captar inversión

Volkswagen, desde luego, forma parte de ese grupo de empresas con capacidad real de influencia sobre los gobiernos. Entre otras cosas, porque ahora, al contrario de lo que sucedía anteriormente, los estados compiten entre sí para atraer inversión, lo que inevitablemente produce incentivos perversos si los órganos reguladores no hacen bien su trabajo, como es su obligación constitucional. Sin embargo, es frecuente ver cómo los estados, en aras de captar una inyección de capitales, hacen dejación de sus responsabilidades mirando hacia otro lado, lo que facilita fraudes masivos a los consumidores. La gran ‘cagada’, como dijo gráficamente un directivo de VW, no es de la compañía alemana, sino de los reguladores por su incompetencia manifiesta.

Esta contradicción entre poder político y poder económico estalló con crudeza en el atormentado siglo XX, pero la consolidación del actual sistema económico ha adormecido este debate. Hasta el extremo de que hoy las multinacionales campan a sus anchas con un poder casi ilimitado. Sin duda, porque el Estado, atrapado en sus propias fronteras nacionales (que algunos quieren todavía amachambrar más), no puede competir con multinacionales con estructuras de organización muy flexibles que facilitan procesos muy rápidos de deslocalización industrial y sofisticados instrumentos de ingeniería fiscal.

Como sostiene alguien que conoce bien el mundo de las multinacionales, está por ver lo que pasará en el futuro, pero lo que hoy es cierto es la enorme capacidad de influencia de las grandes corporaciones sobre los reguladores. De otra manera, no se puede explicar la acumulación de escándalos que saltan con cierta asiduidad a la opinión pública, y que en muchos casos afectan a empresas tan solventes económicamente como inmorales a la hora de hacer determinados negocios.

Deutsche Bank, el mayor banco de Alemania, por ejemplo, tuvo que pagar una formidable multa de 2.500 millones de dólares por manipular los tipos de interés del Libor (mercado interbancario de Londres), mientras que Siemens, otra empresa alemana, llegó a pagar en su día 420 millones de euros en sobornos. Deutsche Bank, igualmente, está implicado en un feo asunto de fraude fiscal a cuenta de la venta fraudulenta de derechos de emisión de CO2 con un considerable perjuicio para el fisco.

Existe, en este sentido, una lista muy relevante que publica cada año la OCDE y que en España suele pasar inadvertida. Se refiere a los países cuyas multinacionales pagan sobornos en el extranjero para lograr determinadas ventajas en un mercado competitivo en el que la lucha por obtener nuevos clientes es feroz. Pues bien, según ‘Foreign Bribery Report’, EEUU encabeza el número de empresas que han pagado sobornos (128) y que han sido sancionadas por ello. A continuación se encuentran Alemania (26), Corea (11), Italia y Suiza (seis cada una). Sorprendentemente, España no aparece en la lista pese a que el país tiene invertidos casi medio billón de euros en el extranjero, lo que sin duda es chocante tratándose, en su mayoría, de mercados con elevado nivel de corrupción pública.

Algo da que pensar

El caso Volkswagen, sin duda, forma parte de ese universo del fraude alimentado por reguladores ineficaces (en última instancia, la causa de la Gran Recesión) incapaces de enfrentarse a las grandes máquinas corporativas más allá de imponer de vez en cuando una sanción simbólica.

Los gobiernos se deben al interés general y no al de aquellas multinacionales que han convertido algunos de sus negocios en un chantaje permanente

Y el hecho de que una pequeña universidad, la de West Virginia, junto a un reducido grupo de ingenieros y alguna ONG, haya puesto patas arriba toda la industria del automóvil da que pensar. Como la reacción timorata de Soria, el ministro de Industria español, quien en lugar de pedir responsabilidades desde el minuto uno en defensa de los consumidores y de la Hacienda pública, se mostró absurdamente comprensible con un fraude descomunal. El Gobierno español, al contrario que el francés o, incluso, el alemán, todavía no ha desvelado a cuántos vehículos afecta el fraude, como ha explicado este periódico.

Es evidente que la presencia de VW en España a través de una de sus principales filiales tiene mucho que ver con ello, pero no es menos obvio que los gobiernos se deben al interés general y no al de aquellas multinacionales que han convertido algunos de sus negocios en un chantaje permanente: "O recibo subvenciones o me marcho"; "o se mira para otro lado a la hora de analizar los niveles de contaminación o deslocalizo mi fábrica".

Solo hay un modo de enfrentarse a este dilema en forma de chantaje: la existencia de órganos supranacionales capaces de actuar con los mismos medios que tienen hoy las grandes multinacionales. Y lo mismo que se ha creado un supervisor único en la industria bancaria, parece razonable pensar que hay que caminar hacia la integración de los sistemas de homologación europeos. Hoy, la UE cuenta con multitud de laboratorios nacionales dispersos obligados a actuar con legislaciones en muchos casos antagónicas. En España, incluso, a nivel autonómico.

No es menos evidente, sin embargo, que detrás de batallas como las de VW se encuentra una guerra mucho más global y soterrada que tiene que ver con el comercio de automóviles a nivel mundial (un negocio de 100 millones de vehículos al año). Pero precisamente por eso, el papel de los reguladores y supervisores es crucial, para lo cual deben disponer de medios y, sobre todo, de independencia a la hora de evaluar el comportamiento del mercado.

De lo contrario, Europa se encontrará con ciudadanos convertidos únicamente en consumidores despojados de derechos. Y lo que es peor, con un Estado aparentemente democrático que hinca la rodilla ante grandes corporaciones. Sería el fin de la democracia.

Lleva razón Peter Dicken, uno de los mayores expertos en globalización, cuando sostiene que es mentira que las multinacionales dominen el mundo. Ofrece un argumento sólido. Las grandes corporaciones tendrían escasa capacidad de influencia si no fuera porque los gobiernos se apoyan en su fuerza económica para gestionar la cosa pública.

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