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Una bomba de relojería está a punto de estallar

El bloqueo de la política española, con un parlamento muy fragmentado tras el 20-D, está servido. Cataluña es la excusa para no aprobar las reformas políticas e institucionales que necesita el país

Foto: El secretario general del PSOE, Pedro Sánchez, tras la figura de Mariano Rajoy. (EFE)
El secretario general del PSOE, Pedro Sánchez, tras la figura de Mariano Rajoy. (EFE)

Recordaba un lector hace unos días en este periódico que fue Gramsci quien sostenía que una victoria política siempre viene precedida de una victoria ideológica. Su conclusión era evidente: el independentismo ya ha ganado ideológicamente en Cataluña, por lo que su victoria política es cuestión de tiempo.

Poco hay que objetar a este razonamiento. La cortedad de miras del presidente Rajoy -no sólo de él- acabó por convertir unas elecciones autonómicas en un referéndum sobre la secesión de Cataluña (justo lo que pretendían quienes apoyan la independencia). Y parece evidente que si los catalanes ya se han pronunciado una vez sobre su salida de España, aunque sea de forma indirecta y oficiosa (así lo interpreta el PP), no hay razones para negar en el futuro una consulta con todas las de la ley. Lo que ha hecho el Gobierno es, simple y llanamente, legitimar el plebiscito. Hoy ya sabemos oficialmente que casi dos millones de catalanes quieren ser independientes de España. No es moco de pavo, que diría el castizo.

La forma de enfrentarse al problema catalán, en todo caso, no es más que otro solemne error de estrategia del presidente del Gobierno, convertido no ya en un subsecretario que gestiona el día con manguitos y puñetas de burócrata, sino en un simple mayoral sin capacidad de ver más allá de lo obvio. Sin duda, por incomparecencia de su propio partido, al borde de la inanición ideológica, lo que explica su pobre respuesta a un problema complejo espoleado por la irresponsabilidad lunática de las élites catalanas, que han movilizado a un pueblo en torno a un sentimiento. Hasta la vicepresidenta Sáenz de Santamaría ha reconocido que la situación en Cataluña, tras el 27-S, es “igual” o “peor”, lo cual lejos de tranquilizar al Gobierno debería preocuparle.

La cuestión catalana es hoy la mejor excusa para no hacer reformas: ni constitucionales ni territoriales, lo cual es una tragedia para España

La fecha elegida para la convocatoria electoral catalana (a poco más de dos meses de las generales) era una verdadera bomba de relojería contra el Gobierno central. La previsible subida de Ciudadanos (como de hecho se ha producido) debilita necesariamente al próximo Ejecutivo, que tendrá que lidiar con un colosal asunto con menos respaldo político.

Posición hegemónica

La diferencia entre el bloque independentista y el constitucional es que mientras a los primeros les une un objetivo (lo que probablemente permitirá formar un Gobierno de ‘salvación nacional' aunque sea con la nariz tapada) los segundos compiten por el mismo electorado, lo que convierte cualquier victoria en pírrica. C’s, que sin duda, ha obtenido unos magníficos resultados, no llega al 18% del voto de los catalanes, lo que refleja la ausencia de una posición hegemónica en el bloque constitucionalista con capacidad de atraer a la mayoría del electorado.

¿Qué quiere decir esto? Pues que es muy probable que tras el 20-D, por primera vez en democracia, al menos dos partidos políticos (C's y Podemos) se cuelen en un terreno ignoto en términos electorales, que no es otro que contar con más de 23 diputados (los que obtuvo el PCE en 1979) y los 105 que logró AP en 1986 en tiempos del famoso 'techo' de Fraga.

Ni que decir tiene que acceder a colocarse dentro de esas fronteras electorales va contra los dos partidos históricamente mayoritarios, por lo que la debilidad del próximo Gobierno (ya sea del PP o del PSOE) parece asegurada, salvo acontecimientos extraordinarios hoy imprevisibles.

El problema no es lo que le suceda al Partido Popular o al PSOE. Lo que es relevante es la travesía hacia la ingobernabilidad que ha iniciado este país

Este escenario es, precisamente, el preferido por los independentistas, y de ahí su interés en adelantar las elecciones. Entre otras cosas, porque C’s ha crecido electoralmente por su enfrentamiento radical al proceso soberanista, por lo que cualquier cesión a Cataluña parece descartada, con todo lo que ello supone desde el punto de vista de la solución a un problema enquistado en la vida política española.

La cuestión catalana es hoy la mejor excusa para no hacer reformas: ni constitucionales ni territoriales. Ni tampoco en relación con la separación de poderes o el sistema electoral, lo cual es una tragedia para España, que precisa de una puesta al día de sus instituciones. Sin duda, una de las causas de la intensidad de la recesión (España aún no ha recuperado el PIB de 2008).

El problema, sin embargo, no es que el PP tenga escasa capacidad de reacción reformista, sino que no sabe hacia dónde tirar más allá con amenazar a diestro y siniestro. Precisamente, por ausencia de musculatura ideológica. Azaña lo definió bien: “No me importa que un político no sepa hablar; lo que me preocupa es que no sepa de lo que habla”.

Es lo que normalmente sucede a los partidos sin sustancia que tienden a adaptarse al ecosistema político perdiendo su identidad. Al PSOE le ha sucedido lo mismo desde 1996. Su tacticismo sin cabeza -en lugar de presentarse como una socialdemocracia clásica permeable a los cambios sociales y a las nuevas realidades económicas- le lleva en ocasiones a situarse a la izquierda de Podemos. En otros momentos, pretende aparece como un partido comprometido con el establishment (Zapatero confraternizando con un Botín en tirantes). Hasta el propio Pablo Iglesias, un líder de nuevo cuño, ha sucumbido ante tanto cortoplacismo y al final el grupo parlamentario de Podemos será un puzle que sume diversas marcas regionales. Las huestes gallegas ya han sugerido que tendrán grupo parlamentario propio.

Una travesía incierta

El problema, sin embargo, no es lo que le suceda al Partido Popular o al PSOE. Al fin y al cabo, cada partido es dueño de suicidarse como quiera. Lo que es relevante es la travesía hacia la ingobernabilidad que ha iniciado este país. Sin duda, uno de los principales activos de la política española desde el célebre Congreso de Palma que precipitó la salida de Adolfo Suárez del Gobierno.

Paradójicamente, el hecho de que un país sea gobernable o ingobernable no depende sólo de los votos. Ni siquiera de las mayorías parlamentarias. Depende, por el contrario, de algo mucho más sutil que tiene que ver con la cultura de la negociación y el sentido de la responsabilidad. La Democracia Cristiana italiana fue el partido más votado durante medio siglo, pero la inestabilidad parlamentaria ha formado parte del ADN de la política italiana desde los tiempos de De Gasperi

España ha disfrutado desde 1977 de esa estabilidad, pero tanto el PSOE como el PP, cuando tuvieron mayoría absolutas, tendieron a construir hegemonías excluyentes. En muchos casos, incompatibles con la propia naturaleza de la política, que se basa en tejer consensos. Y es así como se ha construido una forma de hacer política que tiende a hacer leña del árbol caído, lo que explica que cuando llega un partido al poder (el que sea) lo primero que hace es auditar (al menos es lo que se dice) la gestión del Gobierno saliente, cuando son ellos, precisamente, los responsables de que no funcionen los organismos fiscalizadores.

Todas las formaciones políticas saben perfectamente que en nuestro país sólo hay una manera de crecer; y no es otra que sobre el cadáver del rival

Detrás de este comportamiento se encuentran los escasos incentivos que tienen los partidos para colaborar con el adversario. Todas las formaciones saben que en España sólo hay una manera de crecer, y no es otra que sobre el cadáver del rival, lo que explica el célebre epitafio de Larra: Aquí yace media España, víctima de la otra media.

Willy Brandt recuerda en sus memorias que el Partido Liberal había votado desde los años 40 siempre con la CDU, ya desde los tiempos de Adenauer, pero en 1969 dio un giro a su política de alianzas y decidió respaldar a los socialdemócratas del SPD. Sus dirigentes, sin embargo, temían que los electores les vieran siempre como un partido bisagra sin posibilidad alguna de gobernar. Y fue entonces cuando decidieron fingir una crisis cada seis meses para que el electorado visualizara las dos almas que gobernaban en la cancillería de Bonn. 'Manca finezza', lo llamaba Andreotti.

Esta forma más sutil de hacer política, sin traicionar los principios, es lo que se echa en falta en el sistema parlamentario español, donde impera lo primario y, en algunas ocasiones, lo tosco. No sería relevante si no fuera porque la próxima legislatura debiera ser la de las reformas políticas. Y todo apunta a un bloqueo de dimensiones homéricas. Cataluña sigue siendo la mejor excusa para no hacer nada. O casi nada.

Recordaba un lector hace unos días en este periódico que fue Gramsci quien sostenía que una victoria política siempre viene precedida de una victoria ideológica. Su conclusión era evidente: el independentismo ya ha ganado ideológicamente en Cataluña, por lo que su victoria política es cuestión de tiempo.

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