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El carajal autonómico y las (malas) tentaciones de algunos
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El carajal autonómico y las (malas) tentaciones de algunos

El proceso secesionista bebe mucho de tanta improvisación autonómica. Y esto solo puede resolverse incluyendo la financiación autonómica en la Constitución, lo que blindaría por un tiempo este asunto

Foto: Esteladas en una manifestación en Barcelona. (Reuters)
Esteladas en una manifestación en Barcelona. (Reuters)

Ahora que se cumplen 40 años de casi todo, merece la pena desempolvar el origen del Estado autonómico. España salía de la dictadura, y no estará de más recordar que, junto a la amnistía y la democracia, la tercera reivindicación política de un cierto número de españoles era la creación de un nuevo orden territorial. En particular, en aquellas regiones -País Vasco o Cataluña- que habían gozado de Estatuto de Autonomía durante la II República. O, por lo menos, lo habían intentado, como es el caso de Galicia, cuyo Estatuto fue aprobado en referéndum, pero nunca vio la luz tras estallar la Guerra Civil pese al empeño de Castelao.

La fuerza de esas demandas es lo que explica el interés de Suárez en encauzar los problemas territoriales desde un primer momento, lo que justifica su empeño en incorporar a Tarradellas al proceso político, y que tuvo su momento álgido tras su célebre "Ja sóc aquí", proclamado con solemnidad ante una abarrotada plaza de Sant Jaume. De hecho, en una actuación sin precedentes y que refleja su arrojo político, Suárez metió con calzador en el ordenamiento jurídico vigente -a través de un real decreto-ley- la restauración de la legalidad republicana. Una simple decisión de Consejo de Ministros. Así es como volvió a ser una realidad la Generalitat de Cataluña.

El propio real decreto-ley advertía de que no se trataba de ningún privilegio y, de hecho, señalaba que la nueva regulación no prejuzgaba (hasta la aprobación de la futura Constitución) que “fórmulas parecidas” pudieran emplearse “en supuestos análogos en otras regiones de España”. Estamos en septiembre de 1977, apenas tres meses después de las primeras elecciones democráticas.

Es decir, la recuperación del autogobierno en Cataluña y el convencimiento de que había que extender el modelo de la Generalitat al resto del país fue una decisión política. Solo política.

Como algunos especialistas en financiación territorial han escrito, la España de las autonomías no fue fruto del rigor del análisis económico. Ni, por supuesto, tuvo su origen en un debate entre juristas o constitucionalistas encerrados en un parador para estudiar a la luz del derecho comparado los diferentes modelos de autogobierno. Fue la política quien decidió construir un nuevo modelo territorial a partir de la presión popular y, por supuesto, de los propios partidos políticos.

Un monstruo de mil cabezas

Ese modelo, con el paso del tiempo, se ha ido perfeccionando y ajustándose a las circunstancias (también políticas). Pero en lugar de clarificarse, lo que realmente ha salido es (por falta de coherencia) un monstruo de mil cabezas difícil de entender. Entre otras cosas, porque la propia Constitución deja abierto hasta el absurdo el modelo territorial, lo que explica que el diseño general del modelo tenga más que ver con la capacidad de influencia de los grupos de presión -los distintos nacionalismos necesarios para completar mayorías parlamentarias o por los barones regionales- que con las necesidades reales de los distintos territorios.

La España de las autonomías no fue fruto del rigor del análisis económico ni, por supuesto, de un debate entre juristas o constitucionalistas. Fue la política

El resultado, como no puede ser de otra manera, es una especie de competición deportiva por ver quién le saca más cuartos a la Administración central. El modelo es tan abierto que incluso ahora que se habla tanto de la aplicación del artículo 155 de la Constitución se le da una primacía fundamental al Senado, cuando todo el mundo sabe -y los políticos y los senadores mejor que nadie- que la Cámara alta es un bodrio que para nada está capacitada en términos democráticos para decidir un asunto tan relevante.

El esperpento autonómico no solo afecta al Senado, también a las comunidades autónomas, que se han construido a partir de una miríada de leyes -muchas de ellas redundantes y artificiosas- que al final solo han servido para levantar una estructura autonómica enrevesada y oscura tristemente congruente con el famoso 'café para todos'.

Esta contradicción entre lo que quería el constituyente (el reconocimiento de las singularidades regionales) y lo que finalmente ha salido es lo que explica las rencillas entre las distintas comunidades autónomas, más preocupadas por el qué dirán (se hace política mirando lo que hacen otras regiones) que por su propia voluntad de autogobierno.

El resultado es un sistema opaco y permanentemente en revisión. Básicamente, porque en los últimos 35 años ningún Gobierno ha sido capaz de cerrar el Título VIII, lo que hubiera evitado muchos quebraderos de cabeza. Pero también mucho gasto público. Ni siquiera los políticos han sido capaces de convertir el Senado en una verdadera cámara territorial, pese a que todos y cada uno consideran que la Cámara alta es inservible con su alta configuración (además de profundamente antidemocrática).

Políticas disparatadas

Y no se ha hecho, precisamente, porque a la mayoría de las comunidades autónomas les ha sido más rentable hacer de pedigüeños ante el poder central que ejercer la corresponsabilidad fiscal, lo que hubiera significado dar la cara ante sus ciudadanos cuando los ingresos se desplomaban o el gasto se disparaba por aplicar políticas disparatadas.

El proceso secesionista catalán -sin entrar en disquisiciones históricas- bebe mucho de tanta improvisación autonómica. Y es precisamente por eso por lo que lo razonable sería poner orden de una vez por todas al carajal autonómico. Y esto solo puede hacerse incluyendo la financiación territorial en la Constitución, lo que blindaría por un tiempo largo este asunto. Al fin y al cabo, cualquier Carta Magna que se precie tiene como uno de sus objetivos fundamentales sobrevivir a varias generaciones. Y constitucionalizar el papel del Consejo de Política Fiscal y Financiera como órgano a través del cual se ejerce la coordinación entre el Estado y las comunidades autónomas en materia de financiación o dejar bien clara la atribución al Estado de las competencias exclusivas sobre la Hacienda general irían en la buena dirección. Además de delimitar con precisión el papel del Estado en cuestiones como la educación.

El politólogo Ignatieff recordaba hace algún tiempo que en su juventud lo que le atraía del exprimer ministro canadiense Pierre Trudeau (devuelto a la celebridad tras la victoria electoral de su hijo al frente del Partido Liberal) era que en su mensaje combinaba un contundente rechazo a aplacar el sentimiento nacionalista en su provincia con el compormiso apasionado de llevar a los quebequenses al centro de la vida nacional de Canadá. Así es como se ganó el referéndum por 60 a 40.

No estará de más recordar, por ello, que la delirante reivindicación nacionalista en Cataluña tiene su origen en el modelo de financiación. Y si hace años se hubiera atendido este problema desde la altura constitucional que el asunto merecía, es muy probable que no se hubiera llegado hasta aquí. No para beneficiar a Cataluña, sino para favorecer al conjunto del país, que hoy paga caro un sistema absurdamente igualitarista que supone un auténtico despilfarro. Y que es marcadamente ineficiente, al no tener en cuenta ni las economías de escala ni la densidad de población. Ni siquiera la realidad económica o social. ¿O es que tiene sentido un sistema autonómico en el que ocho regiones cuentan con menos de dos millones de habitantes y deben garantizar a sus ciudadanos los servicios básicos esenciales como son la sanidad, la educación o los servicios sociales?

La reivindicación nacionalista en Cataluña tiene su origen en la financiación. Y si se hubiera atendido este problema no se hubiera llegado hasta aquí

Esta inconsistencia del sistema es lo que debería obligar a negociar durante la próxima legislatura un modelo autonómico renovado. Y es en ese contexto en el que debe ahogarse y abordarse el actual proceso secesionista catalán, fruto de la incuria del Estado por no delimitar claramente las competencias. Si el Estado (en el sentido amplio del término) hubiera hecho acto de presencia defendiendo los intereses generales, es probable que no se hubiera llegado a esta situación.

Parece evidente que es mejor negociar con lo que queda de sensatez en el nacionalismo -y con eso que se llama burguesía catalana- que esperar a que Mas sea definitivamente un cadáver político y sea sustituido por alguien mucho más ultramontano y radical. Ese es el debate político -y no solo el jurídico- que debiera hoy instalarse en el Palacio de la Moncloa en lugar de sugerir la asfixia financiera de la Generalitat por la vía de graduar el flujo de recursos económicos. Tan ilegal como descabellado.

Una recentralización del sistema político por la puerta -como sugiere Montoro y asume Rajoy- solo creará nuevos problemas que tendrán que afrontar las próximas generaciones. Las amenazas veladas, en el sentido de cerrar el grifo y dañar económicamente a Cataluña, pueden ser muy rentables electoralmente, pero solo perjudicarán a los más débiles. Y lo que es todavía peor, enredarán aún más un problema que es político y solo político, lo que por supuesto no es incompatible con frenar en los tribunales el delirio independentista.

Ahora que se cumplen 40 años de casi todo, merece la pena desempolvar el origen del Estado autonómico. España salía de la dictadura, y no estará de más recordar que, junto a la amnistía y la democracia, la tercera reivindicación política de un cierto número de españoles era la creación de un nuevo orden territorial. En particular, en aquellas regiones -País Vasco o Cataluña- que habían gozado de Estatuto de Autonomía durante la II República. O, por lo menos, lo habían intentado, como es el caso de Galicia, cuyo Estatuto fue aprobado en referéndum, pero nunca vio la luz tras estallar la Guerra Civil pese al empeño de Castelao.

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