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La decisión de Albert Rivera

La Constitución lo deja claro. La elección del presidente del Gobierno es el acto supremo del parlamentarismo, y son los partidos quienes deben ofrecer estabilidad política. C's tendrá la llave

Foto: El presidente de Ciudadanos, Albert Rivera. (EFE)
El presidente de Ciudadanos, Albert Rivera. (EFE)

Se ignora si Albert Rivera ha leído a don Niceto Alcalá-Zamora, pero si lo ha hecho, recordará, como sostiene Stanley G. Payne en el prólogo de sus memorias, sus ímprobos esfuerzos por centrar a la República. No lo hizo desde la distancia. Ni siquiera desde la abstención más o menos activa. Ni aspiraba sólo a influir políticamente en los agitados días que le tocó vivir pese a que ya tenía a sus espaldas una formidable trayectoria pública. Lohizo, por el contrario, desde el coraje político. Implicándose de hoz y coz en aquella desgarrada y convulsa España. Al final de sus días, como se sabe, acabó siendo despreciado por los unos y por los otros. Convirtiéndose en un alegoría fantasmal de su propio país. Azaña se equivocó cuando dijo que don Niceto era la República. Fue justo lo contrario.

Y no lo era, probablemente, como sostuvo Ortega en su célebre conferencia del Teatro de la Comedia sobre la nueva y vieja política, porque pocas veces engatusó con las emociones y con los sentimientos, las viejas herramientasde toda clase de populismos y de los dirigentes mediocres para arengar a las masas. "No pienso como Costa”, decía Ortega en aquella conferencia.

JoaquínCosta, como se sabe, atribuía “la mengua de España” a los pecados de las clases gobernantes. Por lo tanto, a errores puramente políticos. “No; las clases gobernantes durante siglos -salvo breves épocas-han gobernado mal no por casualidad, sino porque la España gobernada estaba tan enferma como ellas”, sostenía Ortega.

Ningún partido esboza siquiera su política de pactos, lo cual es una forma de engañar al elector. A veces se olvida que al presidente no lo eligen los votantes

Ningún político -ni nuevo ni viejo- se atrevería hoy a reproducir esas palabras en un mitin. Sin duda, porque la política se ha convertido hoy en una formidable maquinaria electoral, lo que exige mimar al votante hasta el absurdo. Utilizar la sensiblería y el halago fácil hasta el ridículo. Hablar y hablar responsabilizando siempre al adversario. Hasta el punto, como decía Ortega, de que “una misma palabra pronunciada por unos o por otros significa cosas distintas, porque va transida de emociones antagónicas”.

En el ecuador de la campaña electoral se respira ese clima. Es evidente que en pleno fragor de la batalla los excesos forman parte ineludible del ecosistema político. Pero habrá un día en que habrá que mojarse, y nada induce al optimismo. Ningún partido esboza siquiera su política de pactos, lo cual es una forma de engañar al elector. Entre otras cosas, porque a veces se olvida que al presidente del Gobierno no lo eligen directamente los votantes, sino que, como establece el artículo 99 de la Constitución, el candidato debe ganarse la confianza de la mayoría de la Cámara. En caso contrario, y pasados dos meses, habría que convocar nuevas elecciones.

No basta, por lo tanto, con ser el más votado. La propia Constitución aclara que esa confianza se entenderá otorgada si el candidato obtuviere la mayoría simple. Es decir, que el resto de fuerzas políticas puede echar atrás el nombramiento si alguno de los cuatro grupos parlamentarios con opción de formar Gobierno no se abstiene. Claro está, salvo que el candidato obtuviera mayoría absoluta, algo a todas luces improbable.

El acto supremo del parlamentarismo

Es por eso que la elección del presidente del Gobierno no es otra cosa que el acto supremo del parlamentarismo. Y de ahí que resulta ridículo oír a algunos dirigentes políticos hablar con tono despectivo de ‘coalición de perdedores’, cuando precisamente es el mandato constitucional el que lo ampara. Claro está, salvo que se quiera volver a las constituciones del XIX, en las que el rey nombraba al presidente del consejo de ministros. O a la de 1931, cuyo artículo 75 confería poderes al presidente de la República para designar y separar libremente al presidente del Gobierno, algo que explica muchas de las tensiones de la época.

La adhesión de España a los sistemas parlamentaristas es, por lo tanto, un rasgo de nuestra democracia. Y por lo tanto, sorprende esa huida del compromiso político directo por parte de algunos partidos, extremadamente vigilantes a la hora de perder su virginidad política. En particular, Ciudadanos, la formación que está en mejor disposición de hacer alianzas a su izquierda y a su derecha.

Su líder ha dicho que de ninguna manera entrará en el Gobierno si no gana, lo que supone un torpedo contra la línea de flotación de la propia Constitución española, que se enmarca en lo que los constitucionalistas han llamado ‘principio de racionalización’, toda vez que se trata de impedir crisis gubernamentales prolongadas mediante esa política de pactos.

El parlamentarismo exige, por lo tanto, compromisos firmes, sobre todo teniendo en cuenta que existe abundante literatura que ha demostrado que los apoyos puntuales desde fuera a gobiernos en minoría -aprobando sólo algunas leyes y no otras-conducen a mayor inestabilidad política y a legislaturas más cortas. De hecho, lo que los británicos denominan hung parlamient (que se podría traducir como parlamento colgado) debería ser lo más frecuente en sistema electorales de orientación proporcional, como el español. Y si el bipartidismo se resquebraja, como dicen las encuestas, ese será el escenario sobre el que se representará la política española en los próximos años.

No pasa nada porque el primer y el segundo partido pacten. O el segundo y el tercero. Siempre que no se sacrifique la esencia de las demandas del votante

Como ha escrito recientemente el profesor Sosa Wagner, existen muchos modelos a seguir. En particular, Alemania, donde existe una amplia tradición de pactos que se formalizan mediante documentos públicos extremadamente precisos en los que los partidos firmantes se comprometen a poner en marcha su programa político. El hecho de que el documento sea público y sumamente detallista (llegan a ocupar decenas de páginas) es la mejor garantía a la hora de evaluar el cumplimiento de las promesas, pero también de esta forma el elector sabe en qué medida el partido al que ha votado ha sacado adelante su programa. De esta manera, se ‘premia’ a los partidos pequeños, cuyo incentivo a formar gobiernos de coalición sería escaso si su votante no conoce sus aportaciones al plan de gobierno.

Esencias ideológicas

La política, por lo tanto, y como dice Sosa Wagner, carece de sentido cuando lo que se pretende es únicamente asegurar las “esencias ideológicas”. Una especie de reivindicación de la vieja pureza de sangre tan española -no pactar nunca con el adversario- que explica muchos de los fracasos y de las frustracionesde este país como sujeto político. Justo lo que quería evitar el constituyente cuando optó por un sistema parlamentarista racional, y que, incluso, en caso de una moción de censura, exigió que tuviera que ser necesariamente constructivaen aras de la estabilidad.

Podría haber elegido un modelo de carácter mayoritario (el ganador se lo lleva todo), pero no lo hizo, lo que obliga a los partidos a comprometerse con la gobernabilidad del país. Como hizo Alcalá-Zamora a riesgo de su propia vida. Tampoco, de hecho, sería una gran novedad. Las coaliciones han permitido la gobernabilidad en muchos ayuntamientos y regiones. Y no pasa nada porque el primer y el segundo partido pacten un gobierno de coalición. O el segundo y el tercero. Oel primero y el cuarto, siempre que no se sacrifiquela esencia de las demandas del votante. Las elecciones se convocan para gobernar, no para desfilar por los platós de televisión.

En palabras de Ortega, “la nueva política no necesita criticar la vieja ni darle grandes batallas; necesita sólo tomar la filiación de sus cadavéricos rasgos, obligarla a ocupar su sepulcro en todos los lugares y formas donde la encuentre y pensar en nuevos principios afirmativos y constructores”. Lo contrario sería el fracaso de toda una generación.

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Se ignora si Albert Rivera ha leído a don Niceto Alcalá-Zamora, pero si lo ha hecho, recordará, como sostiene Stanley G. Payne en el prólogo de sus memorias, sus ímprobos esfuerzos por centrar a la República. No lo hizo desde la distancia. Ni siquiera desde la abstención más o menos activa. Ni aspiraba sólo a influir políticamente en los agitados días que le tocó vivir pese a que ya tenía a sus espaldas una formidable trayectoria pública. Lohizo, por el contrario, desde el coraje político. Implicándose de hoz y coz en aquella desgarrada y convulsa España. Al final de sus días, como se sabe, acabó siendo despreciado por los unos y por los otros. Convirtiéndose en un alegoría fantasmal de su propio país. Azaña se equivocó cuando dijo que don Niceto era la República. Fue justo lo contrario.

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