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La gran mentira: “Todos invocan el dulce nombre de la patria…”
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Carlos Sánchez

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La gran mentira: “Todos invocan el dulce nombre de la patria…”

La cultura del no se ha impuesto. Probablemente, por una lectura torticera de la Constitución y por un sistema de partidos -hasta que no cambie la ley electoral- que es más el problema que la solución

Foto: Momento del acto solemne de izado de la bandera nacional en la Plaza de Colón de Madrid el Día de la Constitución. (EFE)
Momento del acto solemne de izado de la bandera nacional en la Plaza de Colón de Madrid el Día de la Constitución. (EFE)

No es fácil encontrar una situación parecida. Probablemente, habría que retroceder al 16 de noviembre de 1870, cuando el Congreso de los Diputados celebró una de las sesiones más esperpénticas que se recuerdan en los anales del parlamentarismo.

Se trataba, ni más ni menos, que de encontrar un candidato para la Corona de España tras la forzada salida de Isabel II. El resultado fue el que sigue: 191 votos a favor de Amadeo de Saboya, 60 votos para la república federal, 27 para el duque de Montpensier, ocho para el general Espartero, dos en favor de una república unitaria, uno por una república indefinida y un voto para la infanta Luisa Fernanda, además de 19 abstenciones. Como se ve, todo muy democrático.

Tan solo dos años y dos meses después, Amadeo de Saboya abandonaba España y dejaba escrito uno de los testamentos políticos más dramáticos y sinceros. “Si fueran extranjeros los enemigos de su dicha [refiriéndose a España], entonces, al frente de estos soldados tan valientes como sufridos, sería el primero en combatirlos; pero todos los que con la espada, con la pluma, con la palabra agravan y perpetúan los males de la nación son españoles; todos invocan el dulce nombre de la patria; todos pelean y se agitan por su bien, y entre el fragor del combate, entre el confuso, atronador y contradictorio clamor de los partidos, entre tantas y tan opuestas manifestaciones de la opinión pública, es imposible afirmar cuál es la verdadera causa, y más imposible todavía hallar remedio, para tamaños males. Los he buscado ávidamente dentro de la ley y no los he hallado. Fuera de la ley no ha de buscarlo quien ha prometido observarla”.

La honesta salida del duque de Aosta del poder fue saludada con honores por un viejo republicano como Castelar. De él dijo Engels que el monarca había sido el primer “rey en huelga”. Pi y Margall exclamó: “Nada hizo, pero nada le dejaron hacer sus mismos hombres”. Lúcidas palabras que hoy -al margen de que los periodos históricos son radicalmente distintos- merecen ser recordadas ante el bloqueo institucional que se avecina si la cordura no se impone entre esos mismos que esgrimen -acaso en vano- el ‘dulce nombre de la patria’.

Probablemente, por una incoherencia que ha asomado en el sistema político. Tanto los viejos partidos como los nuevos hablan -unos con regocijo- del fin del bipartidismo, pero al mismo tiempo unos y otros son incapaces de entender el significado de la democracia plural, que no es otra que la cultura del pacto ante la ausencia de mayorías absolutas. Sin duda, por una lectura un tanto torticera de la Constitución, que, paradójicamente, exige a los partidos presentar un Gobierno alternativo en caso de una moción de censura, pero que es extremadamente laxa a la hora de permitir que la suma de los ‘noes’ sea suficiente para impedir la formación de un Ejecutivo que responda al mandato primigenio de las urnas.

Moción de censura

Como se sabe, la moción de censura, en línea con la Constitución alemana, debe tener carácter constructivo, obligando a presentar un candidato alternativo. Precisamente, para evitar la existencia de eso que se ha venido en denominar en los sistemas parlamentarios ‘mayorías negativas’, que no son otra cosa que frágiles pactos para derribar al Gobierno de turno (o impedir que se constituya) por parte de los grupos de la oposición que, sin embargo, son incapaces de ponerse de acuerdo sobre un candidato alternativo. Es por ello que la moción de censura supone un doble acto político: censura del Gobierno constituido e investidura inmediata del candidato.

Ahora bien, con una significativa diferencia. Si para la elección de un presidente del Gobierno es suficiente mayoría simple, para derribarlo mediante moción de censura se exige mayoría absoluta. Se trata de una especie de blindaje que se concede al Gobierno, haciendo más fácil su elección que su destitución.

Ese espíritu ‘constructivo’ es el que prendió en la Constitución de 1978 salvo en el caso de las elección de un nuevo presidente del Gobierno, en el que la simple mayoría de ‘noes’ es suficiente para impedir la elección.

¿Alguien piensa que se puede cambiar la ley electoral -la clave de la podredumbre del sistema político- en este clima de desencuentro? ¿O la ley educativa?

Es evidente, sin embargo, que ninguna Constitución ni, por supuesto, el sentido común pueden obligar a un grupo parlamentario a abstenerse o a tejer una política de pactos con partidos con los que se compite en busca del mayor número de congresistas. Pero precisamente por eso, la cultura del no que se ha instalado en España desde hace mucho tiempo puede acabar arruinando todo el proceso político como el que sufrió el pobre Amadeo de Saboya. ¿O es que alguien piensa que se puede cambiar la ley electoral -la clave de la podredumbre del sistema político- en este clima de desencuentro? ¿O la ley educativa?

La realidad es que han sido los propios partidos quienes se han comprometido de antemano a no votar en ningún caso a otros candidatos (Albert Rivera cambió en el último minuto su decisión para cubrirse las espaldas), lo cual lleva necesariamente a un callejón sin salida, salvo que el partido más votado lo sea por mayoría absoluta. Algo que explica, como ha sugerido el economista César Molinas, que la clase política española se haya constituido en un grupo de interés particular, como los controladores aéreos. Hacen política merced a sus propios intereses, que no necesariamente tienen que coincidir con los de carácter general.

El poder del bipartidismo

Este juego de mayorías y minorías ha sido superado en la práctica desde 1977 mediante la implicación de los partidos nacionalistas en la formación de Gobierno. En particular la antigua CiU. Pero con la irrupción de nuevas fuerzas que, necesariamente, restan diputados a los partidos mayoritarios, las probabilidades de formar Gobierno se reducen de forma dramática, lo cual, lejos de ser una mala noticia, es 'a priori' muy positiva porque enriquece la democracia y disminuye el poder del bipartidismo cuando este es un problema más que una solución. La condición necesaria, sin embargo, es que todos los partidos abandonen la cultura del no. Y no está claro que eso vaya a ocurrir.

Con la irrupción de nuevas fuerzas las probabilidades de formar Gobierno se reducen, lo cual enriquece la democracia y disminuye el bipartidismo

Entre otras cosas por un hecho que ha pasado inadvertido pero que es de suma importancia política. Por primera vez desde la reinstauración del sistema democrático, la posibilidad de una moción de censura no se restringe a los dos partidos que han gobernado este país desde 1982.

La Constitución exige un mínimo de un 10% de los diputados para formular mociones de censura (35 diputados), porcentaje que tanto Podemos (incluso sin sus satélites) como Ciudadanos alcanzan ya, lo que puede agravar la inestabilidad política si los partidos no son capaces de tejer pactos sólidos más allá de coyunturas electorales.

Tanto la moción que presentó Felipe González en 1980 como la que hizo suya Hernández Mancha en 1987 fracasaron, ya que ambas tenían un carácter meramente propagandístico al no contar en ningún caso con la mayoría suficiente. Pero no es difícil imaginar lo que puede suceder en la próxima legislatura (si finalmente hay Gobierno), si esta bomba atómica del sistema parlamentario no se conjura con pactos estables. No basta, por lo tanto, elegir un nuevo presidente, sino crear una nueva cultura del pacto que vaya más allá del mitin de cada día.

No es fácil encontrar una situación parecida. Probablemente, habría que retroceder al 16 de noviembre de 1870, cuando el Congreso de los Diputados celebró una de las sesiones más esperpénticas que se recuerdan en los anales del parlamentarismo.

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