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Pablo Iglesias y la fiesta de los trogloditas
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Carlos Sánchez

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Pablo Iglesias y la fiesta de los trogloditas

La fiesta de las memeces ya tiene hueco en la historia reciente del parlamentarismo español. La era de la corrupción ha dado paso a la estulticia. Lo malo es que está en juego la legitimidad de la política

Foto: El líder de Podemos, Pablo Iglesias, promete acatar la Constitución durante su toma de posesión como parlamentario del Congreso. (Reuters)
El líder de Podemos, Pablo Iglesias, promete acatar la Constitución durante su toma de posesión como parlamentario del Congreso. (Reuters)

Un viejo refrán sueco sostiene que quien paga a sus trabajadores con cacahuetes acabará dirigiendo una plantilla de monos. Es probable que el aserto sea excesivo. Pero, en parte, no le falta razón.

La política se ha convertido hoy en un gran espectáculo que da carnaza cada día a los parroquianos, y hay argumentos para pensar que, si no cambian las cosas, el Congreso de los Diputados acabará siendo en esta legislatura -si finalmente echa a andar tras la formación de un nuevo Gobierno- un circo.

Desgraciadamente, haciendo bueno aquello que decía un personaje tan retrógrado como Vázquez de Mella, quien descalificaba el parlamentarismo comparándolo con una tertulia de políticos. De esas que se celebraban en la España de hace un siglo en los cafés de las grandes ciudades. Hoy, aquellas tertulias, como se sabe, han sido sustituidas por los platós de televisión, convertidos, como sostiene un veterano periodista parlamentario, en un inmenso hemiciclo. O viceversa. “Tenemos seis entrevistas en 10 minutos”, decía Albert Rivera un tanto airado antes de entrar en el hemiciclo.

Y lo que se vivió ayer, miércoles, en el Congreso no invita, precisamente, al optimismo. Lo de menos es que algunos diputados de Podemos alquilen una bicicleta en la puerta del Sol para recorrer los 500 metros que separan el corazón de Madrid de la carrera de San Jerónimo con el único objetivo de ser fotografiados. Lo de menos es que una diputada utilice a un bebé para protestar por las dificultades horarias que tienen los padres para cuidar a sus hijos (con el consiguiente cabreo de ujieres y taquígrafas del Congreso). Lo de menos son las absurdas (como innecesarias) proclamas que lanzaron algunos diputados tras tomar posesión de su acta. Lo de menos es que los diputados de Podemos coloquen sus abrigos en el respaldo de sus escaños cuando tienen espléndidos percheros a la entrada del hemiciclo como si en el viejo palacio les fueran a robar la cartera. O, incluso, que Pablo Iglesias acarree una mochila durante todo la mañana teniendo un hermoso despacho a su disposición, y que, por supuesto, utiliza. Incluso, lo de menos es el postureo que inunda hoy la política española, en particular en Podemos y sus satélites. Lo de más, sin embargo, es que en ese clima es muy probable que la política acabe banalizándose. Y lo que es todavía peor, que ese proceso de trivialización de la cosa pública acabe por deslegitimar todo el sistema parlamentario si no es capaz de ofrecer soluciones.

Así han vivido los diputados su llegada al hemiciclo: bebés, flores y bicis en el Congreso

Lo dijo ayer con lucidez el nuevo presidente del Congreso, Patxi López: “España ha vivido en las últimas décadas el mayor tiempo de progreso de nuestra reciente política”. Pero, a pesar de ello, hay quien se empeña en denostar todo el sistema parlamentario como si todos los diputados fueran corruptos o como si cada uno de quienes han dirigido este país desde 1977 hubiera metido mano en la caja.

Despilfarro y clientelismo

Es evidente que la corrupción, el despilfarro y el clientelismo político han sido una lacra de la política española. Pero de ahí a desprestigiar todo el sistema político va un abismo. Entre otras cosas, porque ese mensaje acabará devorando a quienes lo esgrimen.

Detrás de ese comportamiento se encuentra el proceso de infantilización de la política española, que convierte la cosa pública en un espectáculo televisivo

Hoy, los diputados de Podemos y sus satélites son tan casta como el resto de parlamentarios. No hay diputados de primera y de segunda, como pretende sugerir Pablo Iglesias en todas sus intervenciones. Porque si eso fuera cierto, serían los electores quienes acabarían siendo de primera y de segunda, y eso no parece muy coherente con lo que esgrime un partido que se dice representante de la gente corriente. Y hablar de búnker para referirse a partidos democráticos es, simplemente, repugnante. El búnker daba golpes de Estado y era heredero de la dictadura, algo que el profesor Iglesias (pobres alumnos) no debería olvidar. Y por eso no estaría de más que alguien le mostrara los viejos videos de las cortes constituyentes, cuando gente que había pasado muchos años en la cárcel (Marcelino Camacho, Ramón Rubial o Simón Sánchez Montero) acudía al Congreso con respeto, sin soltar mítines de medio pelo proferidos por falsos descamisados.

Detrás de ese comportamiento se encuentra, sin duda, el proceso de infantilización -un tanto trogodita- de la política española, que convierte la cosa pública en un espectáculo televisivo. Probablemente, porque los líderes de los dos partidos emergentes (también el propio Pedro Sánchez) han nacido en los platós, lo que les conduce a pedir de forma recurrente el comodín del público, que no es otra cosa que mirar de reojo a la clientela para no perder ripio.

Esta falta de audacia política para decir a los electores lo que no les gusta oír no es, desde luego, monopolio de los nuevos partidos. El Partido Popular tiene un serio problema con su candidato, y hasta que no lo reconozca es posible que la fiesta de las memeces continúe. No es fácil callar la boca a los nuevos iluminados que se sienten en posesión de la verdad.

Un viejo refrán sueco sostiene que quien paga a sus trabajadores con cacahuetes acabará dirigiendo una plantilla de monos. Es probable que el aserto sea excesivo. Pero, en parte, no le falta razón.

Mariano Rajoy
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