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Carlos Sánchez

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El hedor de Estado que amenaza la democracia

La publicación de dosieres sesgados y de dudosa procedencia ennegrece la democracia. Sobre todo en unos momentos en los que el país se juega un nuevo Gobierno

Foto:  El ministro del Interior, Jorge Fernández Díaz (i), conversa con el ministro de Justicia, Rafael Catalá (d). (EFE)
El ministro del Interior, Jorge Fernández Díaz (i), conversa con el ministro de Justicia, Rafael Catalá (d). (EFE)

Cuando en 2005 se desclasificó -por salud democrática- parte de los archivos oficiales del FBI, se descubrió algo que todo el mundo sospechaba. Ni más ni menos que durante la época de Hoover la oficina federal de investigación se había convertido en un Estado dentro del Estado.

Hoover, como se sabe, y a través del proyecto COINTELPRO (acrónimo de Programa de Contrainteligencia, por sus siglas en inglés), ordenó a algunos de sus agentes del FBI investigar de forma ilegal a organizaciones como los Panteras Negras o el Ku Klux Klan, pero también a movimientos a favor de derechos civiles o grupos de activistas contra la guerra de Vietnam. Hollywood, que también fue víctima del espionaje, ha dado cuenta de sus fechorías en numerosas ocasiones.

En la página web del FBI todavía se recuerda la importancia histórica que tuvo la desclasificación de 17.000 folios incluidos en 65 archivos que el propio Hoover custodiaba personalmente. El antiguo 'héroe americano', junto a su inseparable Clyde Tolson, se había convertido, en realidad, en el ojo que todo lo ve. En un repugnante cotilla más propio del estalinismo que de una democracia como la estadounidense. Algo que explica que sobreviviera a seis presidentes. Nunca la democracia americana había caído tan bajo. Un auténtico descenso a los infiernos.

Los archivos, clasificados bajo el enigmático título 'Official & Confidential', son un compendio de las tropelías del indecente Hoover, que, como el propio FBI reconoce, contenían 'información sensible' que se filtraba de forma interesada y torticera. Y que podía liquidar carreras y reputaciones. Se trataba, sin duda, de un material de primera mano y de alto valor -incluyendo aspectos íntimos- que algunos congresistas y senadores utilizaron de forma inmoral en las comisiones de investigación parlamentarias para atacar al adversario. O, incluso, influir de forma decisiva en la acción de Gobierno.

Sólo dos personas tenían acceso al material Hoover. Él mismo y su leal secretaria Helen Gandy. Pero como reconoció el propio FBI durante la presentación de los papeles hace ahora algo más de una década: “Ahora también usted tendrá acceso...”. Desde luego, no en el caso español.

La desclasificación de los papeles oficiales -vergonzoso el papel del actual ministro de Defensa en funciones, Pedro Morenés, ocultando a los historiadores hechos sucedidos hace más de medio siglo- es una vieja asignatura pendiente de la democracia española, como denuncian investigadores e historiadores. Pero nunca, ningún Gobierno, ha tenido el coraje de ventilar con aire fresco los aparatos del Estado. Probablemente, por las mismas razones que podían esgrimir Roosevelt, Truman, Eisenhower, Kennedy, Johnson y Nixon. Todos y cada uno de los presidentes eran víctimas y verdugos del siniestro personaje. Le debían tanto a Hoover que ninguno tuvo arrestos para liquidar el programa de contrainteligencia, declarado secreto hasta nada menos que 1971.

Matar a Bruto

Es evidente que la existencia de zonas grises dentro del Estado es una necesidad de cualquier Estado moderno. Ya Maquiavelo advertía hace cinco siglos que si el político no mata a los hijos de Bruto, él mismo acabará gobernando “un corto tiempo”. Los hijos de Bruto son aquellos que quieren atacar el Estado, pero hay un riesgo cierto de que los Hoover de medio pelo que pululan por la piel de toro desde los aparatos del Estado con oscuros intereses influyan de forma determinante sobre el futuro político de este país. Sobre todo en un contexto como el actual, lleno de incertidumbres sobre la formación de un nuevo Gobierno.

La desclasificación de los papeles oficiales es una asignatura pendiente. Pero ningún Gobierno ha tenido el coraje de ventilar los aparatos del Estado

Un dosier o un video grabado de forma ilegal y convenientemente filtrado de forma sesgada -sólo se conoce lo que la fuente quiere que se sepa- puede determinar la orientación del Gobierno, y ese es un riesgo que ninguna democracia seria puede permitirse.

No se trata de casos aislados, sino que la proliferación de medias verdades y mentiras absolutas ha creado un clima de opinión pública justiciero en el que, como denunciara Arthur Koestler hace ahora 75 años, todo el mundo es sospechoso de algo. “Nos enseñaron a sentirnos culpables”, aseguraba el autor de El Cero y el Infinito. Exactamente lo que pretenden los epígonos de Hoover: convertir al país en un lodazal de olor irrespirable manejando el ritmo de la política. O expresado de otra forma: predisponer a la opinión pública ante determinados acontecimientos.

El peligro es aún mayor si se tiene en cuenta que en España los procedimientos judiciales se eternizan, y ese es el mejor caldo de cultivo para intoxicar y lanzar calumnias y falsedades con el objetivo de influir en los jueces y en la ciudadanía.

Todo el mundo se siente periodista con sólo apretar una tecla sin tener repajolera idea sobre la veracidad de la información que transmite casi en tiempo real

La sucia estrategia tiene el campo abonado toda vez que el periodismo tradicional está viviendo sus últimas bocanadas de la mano de Internet, donde cualquier imbecilidad -sea o no verdad- se convierte inmediatamente en noticia. Una especie de conjura de los necios que, sin embargo, puede tener efectos letales sobre el honor de las personas y de las instituciones. Y sobre lo que es todavía más importante, la calidad de la democracia misma.

El lector de Twitter u otras redes sociales se convierte, en este sentido, en la correa de transmisión de la basura más inmunda, lo cual demuestra que Adorno tenía razón cuando hablaba de la enajenación de la responsabilidad individual a la que conducían los medios de comunicación de masas. Todo el mundo se siente periodista con sólo apretar una tecla sin tener repajolera idea sobre la veracidad de la información que transmite casi en tiempo real. Simplemente, se mueve como los bisontes, hacia un lado o hacia otro, por razones ideológicas. Una especie de ley del embudo intelectual que desprecia ese viejo principio del periodismo que consiste en buscar la verdad y no sólo la exclusiva.

Una tropelía democrática

Es evidente que no se trata de un fenómeno nuevo. Pero lo paradójico es la dejadez y desidia que transmiten quienes tienen la obligación de erradicar tanta podredumbre. Probablemente, por una cierta molicie que atraviesa el sistema político.

Ni los actuales ministros del Interior o de Justicia –ni, por supuesto, sus predecesores- han movido un dedo para acabar con las filtraciones interesadas más allá del bla-bla-bla y de ponerse estupendos ante un micrófono de la televisión. Tampoco el Poder Judicial o los presidentes de las audiencias o los decanos de los juzgados de primera instancia han hecho nada por empurar a quienes trafiquen con sumarios secretos, lo que revela que están cooperando por omisión con la comisión de un delito. Ni los propios magistrados responsables del procedimiento denuncian y ponen a buen recaudo a quienes convierten la justicia en una lonja de pescado maloliente que la mayoría de las veces acaba en las sucias manos de algunos poderosos con la aviesa intención de influir en la cosa pública, lo cual es la mayor de las tropelías en un sistema democrático.

Un panorama desolador que el país sigue tomándose a chirigota por la negligencia de quienes cobran y tienen la obligación moral de separar el grano de la paja. La democracia sin transparencia es pura filfa. Y los ciudadanos tienen derecho a conocer la verdad de las cosas y no la que le quieran transmitir oscuros personajes.

No es un asunto menor. Es la propia esencia de la democracia parlamentaria -la negociación entre los partidos políticos o la propia estabilidad de instituciones básicas-, lo que está en juego. Detrás de muchos de esos supuestos secretos de Estado sólo hay, en realidad, basura. Puro chantaje. Pero capaz de determinar o, al menos, influir en el futuro de los españoles.

Cuando en 2005 se desclasificó -por salud democrática- parte de los archivos oficiales del FBI, se descubrió algo que todo el mundo sospechaba. Ni más ni menos que durante la época de Hoover la oficina federal de investigación se había convertido en un Estado dentro del Estado.

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