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“Lo que diga Rajoy”: Las confesiones de un ministro
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“Lo que diga Rajoy”: Las confesiones de un ministro

La política española está muerta. Y son los propios partidos los que con su comportamiento excluyente impiden cambios institucionales para acabar con la corrupción

Foto: Pedro Sánchez y Mariano Rajoy. (EFE)
Pedro Sánchez y Mariano Rajoy. (EFE)

Hace algún tiempo, un viejo sindicalista -ya fallecido- mostraba su estupor por el hecho de que la vieja Internacional Socialista hubiera sido borrada del mapa. Atrás habían quedado los tiempos heroicos en los que dirigentes como Willy Brandt, Mitterrand, Olof Palme o Bruno Kreisky marcaban el paso de la agenda internacional.

Hoy, como se sabe, la Internacional Socialista es un vulgar fantasma que vive atrapado por el pasado en su residencia crepuscular de Sunset Boulevard.

Recordaba el sindicalista, con pesar, que en una ocasión se encontraba en Alemania hablando de política con un colega. En un momento de la conversación, el español criticaba con dureza las reformas económicas emprendidas por el excanciller Schröder, la famosa Agenda 2010. “Este Schröder”, le decía, “no es capaz de ver adónde nos lleva a los socialdemócratas…"

La respuesta del alemán fue un tanto críptica: “Sí lo ve. Lo que pasa es que es alemán".

La sorpresa del sindicalista español iba en aumento y le espetó: “¡Pero tú, también, eres alemán...!".

Entonces, el germano le cogió de las solapas con delicadeza y le respondió:

- "Mira, él sabe que va camino del precipicio y que se va a matar, pero se tira. Porque es alemán…".

Alemania, es evidente, no se despeñó. Todo lo contrario. Pero es muy probable que España lo haga si el sistema político en su conjunto no es capaz de identificar la naturaleza de los problemas. El célebre: "Tenemos saber lo que nos pasa" del que hablaba Ortega hace más de un siglo.

Lo sucedido no es más que el retrato incómodo de un país desnortado que carece de Gobierno, y al que se le han vuelto a romper las costuras por el mismo sitio

Y lo que ha sucedido esta semanala dimisión de Soria, la detención de Mario Conde y del alcalde de Granada o el desmantelamiento de las cúpulas de Manos Limpias y Ausbanc- no es más que el retrato incómodo de un país desnortado que además carece de Gobierno, y al que se le han vuelto a romper las costuras por el mismo sitio: por la corrupción y la mentira política. Exactamente igual que sucedió hace dos décadas.

Existe, sin embargo, una diferencia sustancial. Los cambios demográficos y sociales han sido tan intensos -sobre todo tras la crisis- que hoy la política se ve como un problema, más que como una solución por su indigencia a la hora de dar soluciones.

Si hasta antes de la recesión, la política no formaba parte de los problemas esenciales de los españoles, hoy la clase política en su conjunto es el tapón que impide el progreso del país. Probablemente, por la incapacidad del sistema de representación para identificar de forma correcta aquellos incentivos perversos que favorecen la corrupción (también la intelectual), y que tienen que ver, sobre todo, con la calidad de las instituciones. Una especie de italianización apresurada de España.

Clientelismo político

El viejo clientelismo de la política es lo que explica la ausencia de autocrítica en los partidos, lo que lleva necesariamente a un atrincheramiento ideológico que hace muy difícil la convivencia. Y que se manifiesta de forma palmaria cuando una formación cualquiera exhibe con impudicia ‘líneas rojas’, como si el voto de unos españoles fuera mejor que el de otros españoles.

La visión burocrática del poder -jerarquizado hasta el absurdo- está detrás del marasmo político. En particular en el caso del Partido Popular

Esto no sería preocupante si el ámbito de decisión de la política se limitara al hecho de estar en el Gobierno o en la oposición, pero cuando ocurre que los partidos imponen, según sus intereses, todo el entramado institucional, incluido el judicial, el resultado es nefasto. La política, en el peor sentido de la palabra, ha contaminado el buen funcionamiento de todas las instituciones del Estado.

Esa visión burocrática del poder -jerarquizado hasta el absurdo- está detrás del marasmo político. En particular en el caso del PP, capaz de suicidarse antes que alzar la voz contra la indolencia de su líder.

Unas horas antes de la dimisión de Soria, un ministro en funciones comentaba en privado la incomodidad que le suponía al PP la situación del ya exministro de Industria. Sobre todo en un periodo preelectoral como el actual. Pero lo más sorprendente era comprobar la falta de audacia de los dirigentes de su partido para hacer frente a esa situación. "Lo que diga Rajoy", sostenía con resignación, al tiempo que mostraba su desesperanza por el comportamiento de ciertos jueces justicieros que han convertido su oficio en un circo mediático sin que el Poder Judicial mueva un dedo. Sin duda, porque Moncloa es hoy un páramo de ideas.

La corrupción no cae del cielo. Se mima desde los poderes públicos bloqueando las reformas con argumentos pueriles y con trampas de vulgar trilero

Ese ‘lo que diga Rajoy" -santo y seña desde el Congreso de Valencia- esconde las miserias del Partido Popular. Aunque no solo del partido conservador. La ausencia de respuestas eficaces para luchar contra la corrupción es lo que genera, precisamente, más corrupción. Y cuando los partidos son incapaces de pactar para formar Gobierno buscando soluciones imaginativas, lo que se genera es un inquietante caldo de cultivo cuya cosecha emergerá de nuevo dentro de algún tiempo. Tal vez, como ahora, en un par de décadas. La corrupción no cae del cielo. Se mima desde los poderes públicos bloqueando las reformas con argumentos pueriles y con trampas de vulgar trilero. Y la mejor demostración de ello es que cuando llegan al poder con mayoría absoluta pisotean a la oposición en una actitud patrimonialista del poder.

Los partidos renuncian al pacto no porque defiendan sus legítimos intereses ideológicos, sino porque saben que un sistema político más democrático, abierto y transparente acabaría con los privilegios de sus dirigentes, convertidos en los nuevos mandarines de la cosa pública. César o nada.

El no pacto es una consecuencia del mediocre sistema de partidos que convierte a la política en algo excluyente cuando la política es todo lo contrario

Si se cambia la ley electoral, favoreciendo que sean los ciudadanos y no las direcciones de los partidos quienes elijan los cargos públicos, las direcciones de los partidos perderán sus prebendas y su capacidad de decisión, y por eso se ha preferido mantener el 'statu quo'. Si se profundiza en la separación de poderes, su capacidad de influencia se verá mermada, y por eso se esgrimen ‘líneas rojas’ que en realidad son subterfugios para que todo siga igual. Todos saben que para hacer cambios relevantes es necesario modificar la Constitución mediante amplios consensos, pero no se pacta, precisamente, para evitar que lleguen esas reformas.

El no pacto, en este sentido, es una consecuencia lógica del mediocre sistema de partidos que convierte a la política en algo excluyente y autoritario. Cuando la política es, precisamente, todo lo contrario. O, al menos, debe serlo.

Hace algún tiempo, un viejo sindicalista -ya fallecido- mostraba su estupor por el hecho de que la vieja Internacional Socialista hubiera sido borrada del mapa. Atrás habían quedado los tiempos heroicos en los que dirigentes como Willy Brandt, Mitterrand, Olof Palme o Bruno Kreisky marcaban el paso de la agenda internacional.

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