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Carlos Sánchez

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Brexit: cuando los indignados pertenecen a la clase media

Detrás del Brexit lo que hay, en realidad, es el primer gran plebiscito sobre la globalización. Las clases medias tienen razones suficientes para estar insatisfechas

Foto: Manifestación de trabajadores del acero en Londres. (Reuters)
Manifestación de trabajadores del acero en Londres. (Reuters)

Lo más sorprendente del referéndum sobre la salida del Reino Unido de la Unión Europea (UE) es, tal vez, la falta de credibilidad de las instituciones multilaterales creadas después de 1945. El FMI, la OCDE, el Banco Mundial, los bancos centrales y, por supuesto, la Comisión Europea –además de todos y cada uno de los líderes europeos y hasta el presidente de EEUU- han advertido del descalabro que supondría el Brexit para la economía británica. Pese a ello, ignorando todos los argumentos, la opción de salir de la UE se presenta hoy como la más probable, según la mayoría de las encuestas.

No hace falta ser muy sagaz para entender que hay una evidente desconexión entre lo que dicen las instituciones oficiales y la calle, lo cual plantea una cuestión de mucha mayor enjundia que el propio referéndum británico. ¿Qué está pasando? ¿Por qué los obreros de Leeds o de Manchester o las clases medias acomodadas de Londres no hacen caso a sesudos informes en los que se advierte de las diez plagas de Egipto? ¿Por qué es papel mojado todo lo que venga de la verdad oficial?

¿Es un problema de legitimidad? O, simplemente, estamos en una realidad mucho más sencilla: los análisis macroeconómicos han fallado tanto en los últimos años, como sostiene el euroescéptico exalcalde de Londres, Boris Johnson, que no tienen ninguna credibilidad. No le falta razón. La sensación de que los informes oficiales están hechos al gusto del gobernante de turno es creciente. Hoy, los organismos multilaterales creados después de la Conferencia de Bretton Woods no son más que una prolongación de los gobiernos, y de ahí que haya serias razones para dudar de su rigor.

¿Qué está pasando? ¿Por qué los obreros de Leeds o de Manchester o las clases medias acomodadas de Londres no hacen caso a sesudos informes?

Existe, sin embargo, una segunda razón de mayor peso que la inmensa mayoría de los análisis macroeconómicos obvian cuando confían en la eficiencia del funcionamiento de los mercados: el creciente malestar sobre los efectos sociales y económicos de la globalización. Y es que, en realidad, el Brexit no es solo un referéndum sobre la permanencia del Reino Unido en la UE, sino, sobre todo, se trata del primer gran plebiscito sobre las consecuencias económicas de un mundo sin fronteras.

Los capitales pueden desplazarse libremente (hasta el punto de coaccionar a los gobiernos en busca de mayores facilidades para la inversión); la inmigración por causas estrictamente laborales es ya un fenómeno de masas (provocando 'dumping salarial' y una precarización de las relaciones laborales) y la lucha por conseguir una misma prestación social -pobres contra pobres- se ha convertido en un asunto cada vez más relevante en los barrios obreros.

Como ha escrito el economista Nick Greenwood*, el debate sobre el Brexit “viene a sustituir una discusión más amplia en torno a los costes y los beneficios de la globalización”. Precisamente, en el país de mayor tradición liberal de Europa y con la economía más abierta y expuesta a la competencia desleal. Ni siquiera el ‘proyecto miedo’ que encarnan los partidarios del ‘no’ al Brexit ha conseguido doblegar la fuerza de quienes salirse de la UE. Chovinismo europeo.

Chovinismo populista

Probablemente, porque el populismo tiende a crear una agenda chovinista. Chata. En la que los problemas se resuelven con soluciones simplistas. Cuando la característica de nuestro tiempo es, precisamente, la complejidad, lo que favorece la fragmentación de las ideologías.

Las grandes ideas capaces de ilusionar a enormes masas de electores se están diluyendo, lo cual crea un caldo de cultivo que es aprovechado por los nuevos populismos localistas construidos a partir de mensajes simples y hasta ideológicamente unicelulares. Sin duda, por el hecho de que la socialdemocracia no solo se ha impuesto en términos económicos, sino que su hegemonía explica muchos comportamientos individuales.

Hoy, cualquier ciudadano se siente con legitimidad -una especie de justicia de clase- para reivindicar los réditos del Estado de bienestar. Entre otras cosas, porque se ha construido sobre sus impuestos, y ese es un argumento muy serio. Hay razones objetivas para estar indignados con el sistema.

Tanto la globalización como el ensanchamiento de la desigualdad son las dos caras de una misma moneda que explican el auge de los populismos

Cuando esos dividendos no llegan, por las razones que sean, muchos contribuyentes se sienten estafados y encuentran numerosos argumentos para dar su respaldo a movimientos populistas. Sobre todo cuando algunas élites se han apropiado de la política, hasta convertirla en algo endogámico. Completamente alejada de los ciudadanos. En particular, en países como España, donde el sistema electoral ha favorecido la creación de castas en el seno de los grandes partidos.

Tanto la globalización como el ensanchamiento de la desigualdad (en buena medida impulsada por la innovación tecnológica y los muy desiguales avances de la productividad en función de los distintos sectores productivos) son, en realidad, las dos caras de una misma moneda que explican el auge de los populismos. Un fenómeno alimentado por un sistema fiscal que premia a las grandes corporaciones frente a las clases medias. En 2013, se descubrió en el Reino Unido que compañías como Google, Amazon o Starbucks apenas pagaban impuestos utilizando complejas argucias de planificación fiscal. Los Papeles de Panamá son más de lo mismo, y abundan en el hartazgo hacia la política tradicional que privilegia a unos frente a otros.

En realidad llueve sobre mojado. Las cancillerías europeas se estremecen ahora por el Brexit. Pero nada dijeron cuando Fred Goodwin (50 años por entonces), el banquero más odiado del Reino Unido, pactó con el Gobierno una pensión vitalicia anual de unas 700.000 libras (unos 875.000 euros) pese a que durante su alocado mandato el RBS necesitó 20.000 millones de libras de dinero público para poder seguir operando.

Es verdad que la respuesta que pretenden dar algunos ante tanto dislate es favorecer el 'empobrecimiento del vecino' para solucionar los problemas, una estrategia ruinosa que emergió con fuerza en los años treinta, cuando muchos gobiernos confiaban en una salida nacional ante la devastadora crisis de 1929. Sin duda, porque la globalización no es un fenómeno homogéneo que ataca a todos por igual.

Hay sectores -pequeños comerciantes, profesionales, agricultores o autónomos- especialmente vulnerables, y son ellos precisamente ellos quienes desconfían de la vieja política. Las clases medias que sufren por la irrupción de una competencia que consideran desleal.

Ese es el caldo de cultivo en el que se mueven los partidarios del Brexit. Sin duda, con argumentos de peso que los gobiernos obvian por esa cobardía intrínseca del sistema político. Hoy los gobiernos son incapaces de enfrentarse a los problemas de fondo por su coste electoral. En su lugar, políticos y la mayoría de medios de comunicación despachan el asunto diciendo que Europa se está llenado de xenófobos, cuando la realidad es mucho más compleja de lo que se quiere mostrar.

Un dramático fracaso

La respuesta proteccionista que se dio en los años treinta, sin embargo, fue un error que han aprendido los gobiernos (de hecho, no ha habido guerras comerciales significativas desde 2008), pero también es un fracaso dramático permitir que después de los sacrificios derivados de la Gran Recesión de 2009 no haya réditos para millones de ciudadanos. Como ha recordado la profesora Ngaire Woods, de la Universidad de Oxford, tras 1945 los gobiernos aprendieron la lección de los años treinta e invirtieron en educación, atención médica y sistemas de asistencia social de buena calidad que beneficiaron a la mayoría.

Pero en 2016, como sostiene Woods, lo relevante es ser conscientes de que, desde un punto de vista político, la globalización tiene que estar controlada no solo para permitir que los ganadores ganen, sino también para asegurar que los gobiernos no hagan trampa o ignoren sus responsabilidades ante la sociedad. No hay lugar para políticos corruptos que consientan a empresarios corruptos.

Se equivocan quienes piensan que los ciudadanos se van a quedar satisfechos solo con la creación de empleo, sin tener en cuenta la precariedad salarial

O expresado en palabras de Gordon Brown, el 'expremier' británico: “Debemos comenzar por reconocer que en un mundo cada vez más integrado e interdependiente, cada país debe encontrar el equilibrio adecuado entre la autonomía nacional que desea y la cooperación internacional que necesita”. Las manifestaciones de Seattle en 1999, en este sentido, fueron la primera advertencia de que algo se estaba haciendo mal con el alocado proceso de globalización.

Y por eso se equivocan quienes piensan que con solo crear empleo, sin tener en cuenta la precariedad salarial o la inestabilidad en el centro del trabajo, los ciudadanos se van a quedar satisfechos. Por el contrario, tienen razones suficientes para desconfiar de un sistema que les promete lo contrario de lo que ofrece. Y que ni siquiera les ofrece un trabajo decente.

El crecimiento económico, en contra de lo que suele repetir el ministro De Guindos, no lo es todo, como demuestra el referéndum británico. Un país no cabe en el PIB. Y la primavera populista que ha irrumpido en nuestras vidas es el mejor ejemplo de ello. O se gobierna la globalización o el mundo acabará devorándose a sí mismo.

*Nick Greenwood. ‘Referéndum de Reino Unido sobre la permanencia en la UE: consecuencias para las economías británica, de la UE y española’. Analistas Financieros Internacionales (AFI).

Lo más sorprendente del referéndum sobre la salida del Reino Unido de la Unión Europea (UE) es, tal vez, la falta de credibilidad de las instituciones multilaterales creadas después de 1945. El FMI, la OCDE, el Banco Mundial, los bancos centrales y, por supuesto, la Comisión Europea –además de todos y cada uno de los líderes europeos y hasta el presidente de EEUU- han advertido del descalabro que supondría el Brexit para la economía británica. Pese a ello, ignorando todos los argumentos, la opción de salir de la UE se presenta hoy como la más probable, según la mayoría de las encuestas.

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