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El ‘garrote’ de Rajoy para formar Gobierno
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El ‘garrote’ de Rajoy para formar Gobierno

El bloqueo institucional no se acaba con la elección del presidente del Gobierno. Hay que lograr la gobernabilidad. Y la mejor forma es negociar a partir del pacto PSOE-C's

Foto: Mariano Rajoy, presidente del Gobierno en funciones. (Reuters)
Mariano Rajoy, presidente del Gobierno en funciones. (Reuters)

Cuando murió Theodore Roosevelt, el vicepresidente Marshall (1913-1921) lo retrató con una frase prodigiosa: «La muerte tenía que llevárselo dormido, porque si Roosevelt hubiera estado despierto, habría habido pelea».

El primer Roosevelt (1901-1909), como se sabe, y pese a su quebrada y delicada salud, era un portento de la naturaleza. Su energía era formidable, y eso explica que durante su mandato se enfrentara a enormes desafíos: la construcción del canal de Panamá, la puesta en marcha de los primeros parques nacionales de EEUU o la lucha denodada contra los monopolios -principalmente los ferroviarios- que asfixiaban el capitalismo americano.

Partidario de un equilibrio entre el capital y el trabajo en tiempos salvajes de la economía de mercado, dirigió con audacia la política exterior de EEUU, al que convirtió en una superpotencia. Su frase favorita era: “Habla suavemente, pero acompáñate de un gran palo” (‘speak softly and carry a big stick’).

Mariano Rajoy no es Roosevelt, pero tiene algo en común: su capacidad de resistencia. Cualquier otro político acuciado por la corrupción hubiera dimitido

Logró el Premio Nobel de la Paz por su labor de intermediación en la guerra ruso-japonesa e, incluso, sobrevivió a un atentado en Milwaukee. Un fanático le disparó en el pecho, pero Teddy Roosevelt continuó su carrera política -incluso el mitin que estaba celebrando-. De hecho, llegó a presentarse, después de haber sido presidente, como candidato del Partido Progresista, una vía intermedia entre republicanos y demócratas. Cuando murió, lo que encontraron bajo su cama fue un libro (escribió una treintena).

Mariano Rajoy no es Roosevelt, pero tiene algo en común con él: su capacidad de resistencia. Cualquier otro político acuciado por la corrupción de su partido hubiera dimitido después de haber perdido 3,6 millones de votos el 20-D (la tercera parte del electorado). No lo hizo, y por eso el 26-J salió airoso. Giulio Andreotti, una vez más, volvía a tener razón cuando decía que desgasta más estar en la oposición que en el Gobierno (aunque sea en funciones), y eso explica que los tres partidos perseguidores (PSOE, Podemos y C’s) salieran derrotados el pasado domingo.

Sin duda, porque la gobernabilidad es el bien más preciado para los electores. En países de altos ingresos -cerca de 30.000 dólares de renta per cápita- y elevadas deudas privadas, como es España, aterran los cambios políticos. Y aunque es verdad que los neopopulismos están poniendo en aprietos a las viejas estructuras del sistema político, lo cierto es que los electores -desde luego en el caso español- castigan el aventurerismo.

Electores conservadores

Las elecciones que ganó Felipe González a Aznar en 1993 por casi un millón de votos, cuando su partido estaba metido hasta las cachas en un lodazal de corrupción, es el mejor ejemplo de ello. Los electores son objetivamente conservadores (independientemente de su ideología), y solo cuando el partido de la oposición aparece como una fuerza sólida se produce el cambio político. Por eso, la política del miedo (a lo nuevo) es lo que atizan los gobernantes cuando están en el poder, independientemente del color ideológico. Lo hace la derecha y lo hace la izquierda.

Rajoy sabe que esto es así. Y así es como encara las negociaciones para formar un nuevo gobierno. Esperará a que estallen todas las contradicciones internas del PSOE y Ciudadanos para lanzar su propuesta, y es probable que al final logre su objetivo: la investidura mediante alguna fórmula que propicie la abstención total o parcial del Partido Socialista y el respaldo de C’s, consciente de que es su último cartucho para ser relevante.

La gobernabilidad del país, sin embargo, es otra cosa. El próximo ejecutivo se enfrenta a problemas que hoy están orillados por razones electorales, como el ajuste en el gasto público que exige Bruselas y, sobre todo, el futuro de las pensiones. Y nada indica que con actitudes timoratas el país pueda salir del embrollo. Salvo que España se haya acostumbrado a tener el doble de desempleo que en Europa o que la precariedad laboral y salarial sea inevitable.

Rajoy, como se sabe, ha propuesto un gran gobierno de coalición, pero sería lo mismo que dejar a Podemos como el único partido de la oposición. Se estaría, por lo tanto, ante un grave error.

El presidente en funciones tiene, por lo tanto, solo una alternativa: lograr el respaldo de los partidos de centro derecha (C’s, PNV o CC), lo cual, además de ser enormemente complicado por la posición de los nacionalistas vascos, enfrenta al país a un problema estructural que tiene que ver con la naturaleza del sistema político: la inexistencia de una cultura del pacto que sistemáticamente se ha despreciado en España desde la Transición.

El presidente en funciones tiene, por lo tanto, solo una alternativa viable: lograr el respaldo de los partidos de centro derecha (Ciudadanos, PNV o Coalición Canaria)

Y el hecho de que una semana después de las elecciones se siga jugando a ganar tiempo, esperando el desgaste interno de los adversarios, pone de relieve hasta qué punto el sistema político está bloqueado. Y hasta enfermo. Sin duda, por la existencia de un sistema electoral que convierte a los parlamentarios en funcionarios del partido sin voz ni autoridad alguna, lo cual impide negociaciones sobre cuestiones que afectan a los ciudadanos. El diputado no se debe a sus votantes, sino al jefe de filas que lo incluyó en la lista oficial del partido.

La tentación de Rajoy

La tentación de Rajoy es probable que sea amagar con unas terceras elecciones para doblar el pulso al resto de partidos, pero eso sería un desastre para el país. En su lugar, Rajoy debe recuperar la iniciativa (lo que no hizo en la fugaz legislatura pasada) optando por algo mucho más sutil que pasa por asumir una parte relevante del acuerdo que sellaron en su día PSOE y Ciudadanos y que, visto con perspectiva y ojos objetivos, no supone un cambio radical respecto del programa con el que se presentó el PP a las generales del 26-J. Algo que obligaría tanto a Sánchez (si sigue en el cargo tras el congreso de otoño de su partido) como a Rivera a comprometerse con la gobernabilidad.

Negociar a partir de un documento avalado ya por las direcciones del PSOE y C’s eliminaría incertidumbres y pérdidas de tiempo que solo conducen a la melancolía de los votantes. Y además introduciría disciplina en los discursos políticos, hoy trufados de demagogia y populismo. Un fenómeno que es más propio de democracias adolescentes que de sistemas políticos maduros como, en teoría, debiera ser el español.

Asumir ese documento como punto de partida para unas negociaciones de legislatura sería muy útil para España y ayudaría a recuperar una cultura del pacto que este país ha olvidado por razones estrictamente ideológicas. Y que desde luego ha dado buenos resultados al PP.

Cuando murió Theodore Roosevelt, el vicepresidente Marshall (1913-1921) lo retrató con una frase prodigiosa: «La muerte tenía que llevárselo dormido, porque si Roosevelt hubiera estado despierto, habría habido pelea».

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