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Los años bobos de Rajoy en la España de la pandereta
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Carlos Sánchez

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Los años bobos de Rajoy en la España de la pandereta

Los años bobos en la Restauración eran aquellos en los que en la superficie no pasaba nada. Pero en el subsuelo se producían transformaciones que el poder era incapaz de ver

Foto: El presidente del Gobierno, Mariano Rajoy. (Reuters)
El presidente del Gobierno, Mariano Rajoy. (Reuters)

Fue Machado quien utilizó el término ‘macizo de la raza’ para referirse a la España del bostezo. Pero quien convirtió esa expresión en categoría política fue Dionisio Ridruejo. En ‘Escrito en España’, el antiguo falangista -ya abiertamente enfrentado al régimen-, intentó desentrañar los orígenes más profundos del franquismo. Y llegó a la conclusión de que el macizo de la raza era esa España que “respira apoliticismo, apego a los hábitos tradicionales, temor a la mudanza, confianza en las autoridades fuertes, y superstición del orden público y la estabilidad”.

Galdós, por su parte, veía en la Restauración la mejor expresión de esa España roma, inmóvil y quietista. Mientras se gestaban en el silencio del subsuelo el movimiento obrero, el catalanismo político o la mismísima generación del 98, amén de profundas transformaciones sociales, en la superficie política brillaban Campoamor, la Zarzuela y Frascuelo, el legendario torero de quien hablaba Machado en 'El mañana efímero', el poema donde introdujo la expresión macizo de la raza. Hoy serían el autobús de Hazte Oír, los problemas judiciales de un señor de Murcia o la última memez de un dirigente político en Twitter.

El presidente del Gobierno no es un hombre de derechas ni, desde luego, lo es de centro-izquierda. Es, ante todo, un político conservador

Los historiadores han llamado a aquel periodo los años bobos. En la España de la Restauración no ocurría nada. O casi nada, más allá del insustancial cotilleo político. Se imponían la rutina y la inercia perezosa mientras el mundo de alrededor -Alemania emergía como gran potencia- avanzaba sin pasar el testigo. El convoy del progreso se alejaba, y España, enfangada en sus propias miserias y en sus discusiones estériles: Joselito o Belmonte, era incapaz de tomar el tren de la historia.

Ridruejo estableció una analogía entre macizo de la raza y esa mayoría silenciosa de la que se sirvió el franquismo para perpetuarse en el poder. Y esa es, probablemente, la esencia de la estrategia de Mariano Rajoy para seguir gobernando. El presidente del Gobierno no es nítidamente un hombre de derechas ni, desde luego, lo es de centro-izquierda (se adapta con facilidad a la realidad de cada día). Es, ante todo, un político conservador en el sentido etimológico del término. Y es consciente de que en tiempos de zozobra política como los actuales, esa fórmula electoralmente funciona, lo que explica que haya convertido su conservadurismo en algo épico. Casi legendario.

Audacia política

Hay quien a eso lo llama manejo de los tiempos, la célebre parsimonia de la que hace gala, pero esa cualidad política es patrimonio de los hombres de acción, y Rajoy no lo es. Manejar los tiempos exige movimiento y audacia política, y Rajoy, simplemente, es contrario a la acción y a la posibilidad de llevar la iniciativa. Aznar, por el contrario, fue un líder claramente de derechas, pero nada conservador. El expresidente del Gobierno podrá gustar o no gustar, pero lo que es evidente es que fue un reformista que intentó llevar al país en una determinada dirección ideológica. Ser de derechas no es siempre sinónimo de conservadurismo.

Rajoy, por el contrario, sí lo es. Ha hecho suyo aquel viejo principio liberal que sostiene que la primera obligación del Estado es no estorbar. Pero, paradójicamente, no lo hace en el sentido liberal del término, sino más bien como una estrategia destinada a conectar con los valores conservadores de esa mayoría silenciosa de la que hablaba Ridruejo. Ese es, en realidad, su éxito político, que se sitúa en línea con una vieja tradición conservadora que identifica el arte de gobernar con el de administrar la cosa pública.

Foto: El presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, en el Congreso de los Diputados. (EFE)

Una visión ciertamente administrativista de la política, desnuda aparentemente de ideología, que explica el secular atraso de España, y que ahora, como una sombra fatídica, emerge a consecuencia de una legislatura recién echada a andar que amenaza con descarrilar.

Desde el 20 de diciembre de 2015 -penúltimas elecciones generales- han pasado un año, dos meses y veintidós días, y desde entonces ninguna reforma se ha hecho más allá de administrar la cosa pública. Todos los viejos problemas del país siguen ahí, como esa estatua de sal que el otro día le reprochaba Rajoy a Rivera a cuenta de la corrupción. Esa es la verdadera tragedia de España. La verdadera Lot es no hacer nada para que todo siga igual.

Tres o cuatro años de crecimiento

Desde luego que la parálisis política no es exclusiva responsabilidad del presidente del Gobierno, pero hay razones para pensar que este escenario es el que más gusta al PP -de ahí su renuncia a cumplir lo pactado con Ciudadanos- porque es consciente de que si hay nuevas elecciones su partido será el más beneficiado. Ni la izquierda ni C’s están hoy en condiciones de disputarle hoy al PP una victoria electoral, salvo un vuelco en la situación económica que hoy por hoy se puede descartar.

Como ha expresado el ministro De Guindos, con buena información y mejor criterio, la economía tiene por delante “tres o cuatro años” de crecimiento si España no comete “errores”, y ese es un incentivo muy potente capaz de animar a convocar nuevas elecciones que le garanticen al PP seguir gobernando, pero con una mayoría más amplia que los actuales 137 diputados.

Y es muy probable que lo haga si la cordura no se impone en el Parlamento. El ministro Montoro, de hecho, ha dejado caer en numerosas ocasiones que no se puede hablar de ‘estabilidad política’ cuando el Gobierno no es capaz de aprobar unos Presupuestos Generales del Estado, lo que induce a pensar que si Hacienda al final presenta el proyecto de ley antes de que acabe el mes de marzo, esa será la prueba del nueve de la actual legislatura.

Disolver las Cortes por razones partidistas sería una auténtica calamidad en unas circunstancias como las actuales. Lo que electoralmente es bueno para un partido no tiene que serlo para el país, y de ahí que estrategias conservadoras para amarrar el poder solo conducen a mantener vivas las causas que explican el atraso de España en términos de calidad de sus instituciones. Si los partidos no se ponen de acuerdo para hacer leyes, es mejor que se disuelvan y dejen paso a la España del cincel y de la maza de la que hablaba Machado frente a la de charanga y pandereta.

Fue Machado quien utilizó el término ‘macizo de la raza’ para referirse a la España del bostezo. Pero quien convirtió esa expresión en categoría política fue Dionisio Ridruejo. En ‘Escrito en España’, el antiguo falangista -ya abiertamente enfrentado al régimen-, intentó desentrañar los orígenes más profundos del franquismo. Y llegó a la conclusión de que el macizo de la raza era esa España que “respira apoliticismo, apego a los hábitos tradicionales, temor a la mudanza, confianza en las autoridades fuertes, y superstición del orden público y la estabilidad”.

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