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Comisiones de investigación: el juego de los idiotas
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Carlos Sánchez

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Comisiones de investigación: el juego de los idiotas

Las comisiones de investigación se han convertido en un mal sainete. La política y la democracia se desprestigian cuando las reuniones acaban siendo un espectáculo

Foto: El extesorero del PP Luis Bárcenas en el Congreso durante su comparecencia en la comisión de investigación. (EFE)
El extesorero del PP Luis Bárcenas en el Congreso durante su comparecencia en la comisión de investigación. (EFE)

Pocas cosas hay tan absurdas en el sistema parlamentario español como las comisiones de investigación. Y no porque sean un instrumento inútil en la función de control del Legislativo. Al contrario. Las democracias más consolidadas cuentan con órganos similares capaces de proporcionar luz sobre sucesos oscuros que los gobiernos tienden a silenciar. Las comisiones de investigación, en este sentido, son un ejercicio de transparencia que cualquier parlamento digno de tal nombre debe colocar en su frontispicio.

Cosa muy distinta es cuando se crea una comisión de investigación no para saber lo que sucedió, sino exclusivamente para atacar al adversario político, lo cual tiene más que ver con el filibusterismo parlamentario que con una labor destinada a buscar la verdad. O, al menos, la verdad parlamentaria, que no necesariamente tiene que coincidir con la verdad judicial.

Foto: Imagen de la señal institucional de la Audiencia Nacional del extesorero del PP Rosendo Naseiro cuando declaró el pasado marzo. (EFE)

El Parlamento, de acuerdo con la separación de poderes, siempre está legitimado para investigar, aunque haya un proceso judicial en marcha, toda vez que su ámbito de actuación –el ámbito político– es de naturaleza distinta. Y lo mismo que los tribunales no deben hacer enjuiciamientos políticos, las cámaras tampoco son un órgano jurisdiccional.

En España, sin embargo, y por la gresca política, se ha optado por la idiotez en el sentido etimológico del término. Un idiota es alguien que se preocupa solo de los asuntos privados –lo que le conviene a su partido– y no de los asuntos públicos –lo que le conviene al interés general–.

Y hoy las comisiones de investigación no son más que un coste para el contribuyente y una pérdida de tiempo para los parlamentarios, que, en lugar de dedicarse a hacer mejores leyes y controlar al Gobierno, pierden el tiempo convirtiendo las cámaras legislativas en un mal sainete de reproches mutuos. Desoyendo, precisamente, el mandato constitucional, que deja bien claro que el objeto de las comisiones es investigar cualquier asunto de “interés público”, no privado.

En España, sin embargo, y por la gresca política, se ha optado por la idiotez en el sentido etimológico del término

No sería un drama si no fuera porque lo que está en juego es el prestigio de la política. Un asunto cada vez más relevante en tiempos en los que la demagogia barata y el populismo se imponen. Y cualquier ciudadano que los días pasados haya tenido la oportunidad de escuchar los debates en las comisiones de investigación se quedaría horrorizado del nivel intelectual de la mayoría de sus representantes (afortunadamente, no todos), que convierten en una tertulia la acción parlamentaria. No solo ellos, algunos de los comparecientes rezuman chulería y zafiedad (Bárcenas), malas artes (Naseiro) o escaso respeto al decoro (Sanchís). “Tengo una comida a las dos, dense prisa con sus preguntas”, llegó a decir el extesorero del PP sin que el presidente de la comisión, el diputado 176 (muy diligente para pedir dinero, pero torpe para hacer bien su trabajo), se lo recriminara.

Rufián y Cantó

Sin contar el matonismo de sujetos como el diputado Rufián, que representa lo peor del parlamentarismo, o las indocumentadas intervenciones del diputado Cantó, cuya impericia parlamentaria –pese a que lleva ya años en la Cámara– es manifiesta.

placeholder Gabriel Rufián. (EFE)
Gabriel Rufián. (EFE)

El resultado de todo ello es que el Parlamento pierde una de sus funciones, lo cual solo refleja la baja calidad de la institución central en cualquier sistema democrático. Si los propios parlamentarios –que son quienes deben legislar sobre el funcionamiento de las comisiones de investigación– no son capaces de respetarse a sí mismos, es difícil que tengan la credibilidad suficiente para pedir a los ciudadanos que acudan a las urnas.

La existencia de listas electorales cerradas, en la que el parlamentario es un simple instrumento de las élites de los partidos, solo hace agravar el problema. Si los diputados no buscan la verdad, se convierten en marionetas, lo cual no solo es un insulto a la inteligencia, sino que, además, adultera el sistema democrático. Va siendo hora de que los diputados se respeten a sí mismos teniendo voz propia y no actuando como simples emisarios del poder de su partido.

Se investiga no para satisfacer una necesidad malsana o para husmear en las vidas privadas, sino para que no se vuelvan a cometer los mismos errores (de ahí que la clave sean las conclusiones) y, sobre todo, para que los ciudadanos sepan lo que ha sucedido. Entre otras cosas, porque en última instancia su voto dependerá de la información que obre en su poder.

La existencia de listas electorales cerradas, en la que el parlamentario es un simple instrumento de las élites de los partidos, agrava el problema

De ahí que, como muchos constitucionalistas han señalado, su creación no deba depender de mayorías mecánicas, sino de criterios de naturaleza política que tienen que ver con el interés general. De otra forma, un partido con mayoría absoluta en ambas cámaras siempre podría vetar la constitución de alguna comisión que le perjudique. Es por eso, como han apuntado muchos juristas, que las comisiones deben ser instrumentos de control al servicio de la minoría, no de la mayoría. Hacer lo contrario, como ha hecho el PP en el Senado, es un fraude de ley.

La importancia política de las comisiones de investigación no es desdeñable, como a veces se quiere dar a entender. Y, de hecho, la propia Constitución –por primera vez en nuestro sistema constitucional– ampara su existencia, lo que da idea de que no se trata de un asunto baladí. Y en este sentido, bien haría el Congreso –el Senado en su configuración actual continúa siendo una institución inútil– en dotar de fuerza política a las comisiones de investigación.

Incluso, obligando a que los presidentes sean ciudadanos respetables y con la autoridad suficiente ajenos al parlamento para racionalizar los trabajos desde el rigor y no desde la memez, como sucede actualmente. Solo hay que imitar a algunas legislaciones de nuestro entorno, donde la función de control del Gobierno es inherente al sistema político. Hacer lo contrario es perder tiempo y dinero.

Pocas cosas hay tan absurdas en el sistema parlamentario español como las comisiones de investigación. Y no porque sean un instrumento inútil en la función de control del Legislativo. Al contrario. Las democracias más consolidadas cuentan con órganos similares capaces de proporcionar luz sobre sucesos oscuros que los gobiernos tienden a silenciar. Las comisiones de investigación, en este sentido, son un ejercicio de transparencia que cualquier parlamento digno de tal nombre debe colocar en su frontispicio.

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