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De cómo el diablo se viste de concejal

España está en manos de cuatro millones de votos. El bloque constitucional se acusa mutuamente de pactar con el diablo, pero nadie busca una estrategia colaborativa

Foto: El nuevo alcalde de Madrid, José Luis Martínez Almeida del PP y la vicealcaldesa, Begoña Villacís de Ciudadanos. (EFE)
El nuevo alcalde de Madrid, José Luis Martínez Almeida del PP y la vicealcaldesa, Begoña Villacís de Ciudadanos. (EFE)

El arrojo, la osadía, y hasta la temeridad, tienen buena prensa en política. Y, de hecho, en tiempos de populismos efervescentes, cualquiera que es capaz de ofrecer soluciones milagrosas suele llevarse el gato al agua. Sin duda, porque la política, ante el desgaste de las ideologías tradicionales y el hundimiento del Estado-nación por el efecto combinado de la globalización y del avance de las nuevas tecnologías, forma ya parte de la industria del entretenimiento, lo que explica el cambalache en el que se han convertido los pactos electorales en muchos ayuntamientos. Las redes sociales y la trivialización de la información hacen el resto.

El cambalache, en sí mismo —entendido como un trueque o una transacción—, no tiene nada de reprochable. La política, de hecho, no es otra cosa que un pacto posterior a las elecciones entre los votantes que se articula a través de los representantes del pueblo elegidos en las urnas. Y lo ocurrido en Barcelona, donde Colau ha sido reelegida con el respaldo de tres concejales de Ciudadanos (habría que decir de Manuel Valls) es un buen ejemplo de que los pactos son necesarios para evitar males mayores o, simplemente, para favorecer la gobernabilidad.

Cunde el histerismo político cuando se anuncian mociones de censura minutos después de que un alcalde recoja la vara, como ha hecho Maroto

El problema nace cuando fruto de esos acuerdos se quiebran algunos principios esenciales de la democracia, como la separación de poderes, que va mucho allá que la clásica división del barón de Montesquieu. O cuando cunde el histerismo político anunciando mociones de censura minutos después de que un nuevo alcalde recoja la vara de mando, como ha hecho Javier Maroto, todo un ejemplo de demócrata que a estas alturas del siglo pretende recuperar el mandato imperativo. O cuando se negocia, sin un programa detrás, simplemente el reparto del poder. O cuando no hay luz y taquígrafos y se favorecen intereses particulares frente a los generales.

Parece evidente que si un alcalde es elegido por un pacto 'por arriba' que nada tiene que ver con el resultado electoral —como ha sucedido en Melilla, Granada o Palencia—, en realidad, a quien se debe el nuevo cargo no es a los votantes, sino a las élites de los partidos que han pactado su nombramiento, lo que desprestigia la autonomía municipal, toda vez que la propia Constitución deja bien claro que España se articula a través de diversos niveles territoriales, cada uno con su autonomía.

¿Regeneración?

En Melilla, Ciudadanos sacó tan solo uno de los veinticinco diputados que estaban en juego, pero el nuevo presidente de la ciudad autónoma es del partido de Albert Rivera; mientras que en Granada, Ciudadanos logró únicamente cuatro de veintisiete concejales, pero aun así el regidor es también de la formación naranja. En Palencia, por último, Ciudadanos sacó tres concejales de 25, pero su candidato, Mario Simón, es ya alcalde. No está mal para un partido que se presentó como el paladín de la regeneración democrática.

Como se sabe, en otros municipios se han producido votaciones de última hora 'contra natura', como en Burgos o Huesca, donde concejales de Ciudadanos y Vox han hecho posibles alcaldes socialistas. Mientras que en Jaén el nuevo alcalde socialista lo es gracias los votos de Ciudadanos.

Sánchez diseñó una estrategia muy pensada para polarizar el voto y favorecer la aparición de Vox como una cuña muy eficaz para dividir a la derecha

Todo sería hasta normal —no hay democracia sin pactos— si no fuera porque tanto Sánchez como Rivera —y en menor medida Casado e Iglesias— han intentado polarizar el voto hasta hacer inviables muchos acuerdos. En el caso del presidente del Gobierno, mediante una estrategia deliberada para favorecer la aparición de Vox como una cuña muy eficaz para dividir a la derecha, y, en el segundo caso, estableciendo cordones sanitarios respecto al PSOE. Hasta el ridículo de intentar sacar a los socialistas del bloque constitucional. De la España del bipartidismo se ha pasado a la España del 'bibloquismo'.

El caso de Sánchez es especialmente doloso porque Vox —al margen de que se conozca en el futuro si se trata de un fenómeno coyuntural o permanece en el tiempo— incorpora en la política española una falsa polarización política que solo de manera residual existe en la sociedad.

Pesadilla en Francia

Es muy conocido que fue François Mitterand quien vio primero la utilidad de dar visibilidad al Frente Nacional (FN) para golpear y dividir a la derecha francesa, pero lo que pareció inicialmente como un movimiento táctico se ha convertido en una pesadilla para la democracia gala, que cada cinco años tiene que elegir entre la ultraderecha y el resto de partidos. El antiguo FN (hoy es la Agrupación Nacional) fue en las últimas europeas el primer partido de Francia, pero más allá de los resultados representa un espacio político por el que los partidos tradicionales no quieren transitar.

No ocurre lo mismo en España, donde la presencia de Vox —pese a tratarse de un partido con escasa implantación electoral (24 diputados y 529 concejales)— ha contaminado la vida política, hasta el extremo de que se utiliza como un arma arrojadiza para enviar a los adversarios políticos a las tinieblas. Quien pacta con Vox está condenado (no sin razón).

placeholder El secretario general de Vox, Javier Ortega Smith. (EFE)
El secretario general de Vox, Javier Ortega Smith. (EFE)

El resultado, más allá de los cargos e, incluso, de los pactos, es un sistema político quebrado, en que la sociedad va por un lado y los partidos por otro, y que ya ha normalizado que el debate de investidura se vaya a celebrar tres meses después de las elecciones generales o que, una vez más, los presupuestos generales del Estado no se presenten en la fecha que ordena la Constitución, con todo lo que ello supone desde el punto de vista de la inseguridad jurídica para los agentes económicos que dependen de las cuentas del reino. O que España lleve realmente casi cuatro años sin reformas y mirándose al ombligo. O que parece satisfecha con los niveles de precariedad laboral o desigualdad.

Una traición

El fenómeno Vox, en todo caso, no es muy distinto al de los independentistas catalanes, que han sido capaces de contaminar y hasta emponzoñar la política nacional creando otra frontera que los partidos constitucionalistas no son capaces de atravesar en aras de romper su influencia sobre la gobernabilidad del país.

¿El resultado? Si el PSOE y Podemos, con razón, cuestionan que partidos que forman parte del bloque constitucional, como el PP y Ciudadanos, pacten con un partido que quiere liquidar la España autonómica (aunque no desprecia los cargos aparejados al poder territorial) o que cuestiona avances muy relevantes en los derechos civiles; tanto el PP como Ciudadanos ven como una traición el espíritu constitucional, también como es lógico, pactar con los independentistas, lo cual no deja de ser paradójico en el caso del presidente del Gobierno, que al mismo tiempo que respalda con naturalidad el artículo 155 no le hace ascos a recibir los votos de ERC para su investidura.

Nunca los extremos fueron tan determinantes. Nunca cuatro millones de votos dieron tanto juego para romper la política española

Este es, en realidad, el callejón sin salida en el que se ha metido la política española, que a la manera del perro del hortelano ni come ni deja de comer. Sánchez, Casado, Rivera e Iglesias se acusan mutuamente de pactar con el diablo, ya sean Vox, los independentistas o EH Bildu, pero ninguno es capaz de romper ese círculo vicioso o atravesar las fronteras del averno, lo que necesariamente lleva a la ingobernabilidad y al compadreo para asegurarse áreas de poder. Bien harían en preguntarse las causas del nacimiento de Vox o por qué no se aborda de una vez la cuestión territorial, que está detrás de la eclosión de algunos partidos.

Nunca los extremos fueron tan determinantes. Nunca cuatro millones de votos dieron tanto juego para romper la política española. Nunca cuatro partidos hicieron tan poco para ordenar la agenda pública.

El arrojo, la osadía, y hasta la temeridad, tienen buena prensa en política. Y, de hecho, en tiempos de populismos efervescentes, cualquiera que es capaz de ofrecer soluciones milagrosas suele llevarse el gato al agua. Sin duda, porque la política, ante el desgaste de las ideologías tradicionales y el hundimiento del Estado-nación por el efecto combinado de la globalización y del avance de las nuevas tecnologías, forma ya parte de la industria del entretenimiento, lo que explica el cambalache en el que se han convertido los pactos electorales en muchos ayuntamientos. Las redes sociales y la trivialización de la información hacen el resto.

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