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Begoña Villacís

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Vergüenza se siente cuando tenemos que asistir a las confidencias del comisionista Correa, narrando con pasmosa tranquilidad como apañaba adjudicaciones en ministerios

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El miércoles 12 caía una buena en Madrid. Después de meses de seco y polvoriento verano madrileño, empezó a llover en Madrid, y de qué manera.

Me tomé un café en un bar que está en la Plaza de Neptuno, rodeada de mesas de familias, niños y uniformes empapados. Un clásico día de la Hispanidad pasado por agua. El día 12 ha sido de toda la vida la semana del primer puente largo, el adiós al verano, el día de la Fiesta Nacional, el del desfile de gente que se ha ganado ponerse su uniforme de gala después de haberlo arrastrado los restantes 364 días por sitios mucho menos cómodos que una mojada grada de un desfile del 12 de octubre.

Y la verdad, no sé si sería por hipocresía, o necedad, pero para la que estaba cayendo aquello estaba de bote en bote, y eso sólo pudo ocurrir por dos motivos. Bien porque no nos enteramos a tiempo de que la única forma de limpiarse el pecado original de compartir genoma con 'perviertenativas' e 'indigenicidas' era despreciar airadamente aquella invitación, o porque, sinceramente, empieza a producir tanta pereza como perturbación, el hecho de tener que estar todo el santo día pidiendo perdón por todo.

Así que mientras algunos han terminado de añadir el último complejo al pack ideológico, yo me apunto a celebrar lo saludable que resulta no vivir atormentada por el siglo XVI, y agradecida por tener los complejos justos y necesarios.

Desde luego, si he de elegir algo que me haga sentir vergüenza, no me hace falta salir del siglo, ni siquiera de la semana. Vergüenza se siente cuando tenemos que asistir a las confidencias del comisionista Correa, narrando con pasmosa tranquilidad como apañaba adjudicaciones en ministerios, repartía sobres sin sonrojo, cómo describía su trajín corrupto, su cadena de montaje perfectamente diseñada para que a cada uno le tocara lo suyo. Esto si da vergüenza.

Abrir un periódico y leer que dos guardias civiles y sus parejas reciben una paliza de unos miserables individuos, muy gallitos en su proporción de 50 a 2, sí que, como país, avergüenza. Avergüenza porque cuando a estos sujetos les da por quedarse atrapados en la nieve, bien que aceptan de buen grado los servicios de estos guardias, que también son civiles, y también son gente. Pero especialmente avergüenza porque no les faltarán las muestras de apoyo, pero sabemos de sobra que nunca llegarán todas las que debieran.

Cualquier excusa es buena para demostrar que el club de la 'gente', es cada vez más reducido y elitista, y más honesto también. Sólo falta dar el paso, no representan a la gente, representan a su gente, sus iguales, a los que tienen que alimentar con banderas con las que dividir y confrontar. Todo club ha de diferenciarse.

Pero ojo, todo tiene un límite, la confrontación desgasta, la diferencia constante aburre y la división, como su propio nombre indica, divide. Decía Ignatius Reilly que sólo se relacionaba con sus iguales, pero como no tenía iguales, no se relacionaba con nadie. Ahí lo dejo.

El miércoles 12 caía una buena en Madrid. Después de meses de seco y polvoriento verano madrileño, empezó a llover en Madrid, y de qué manera.

Francisco Correa Guardia Civil