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Los discursos del Rey y la gubernamentalización de la Corona
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José Antonio Zarzalejos

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Los discursos del Rey y la gubernamentalización de la Corona

El Ejecutivo británico se denomina como el Gobierno de su Graciosa Majestad. Y en verdad lo es. Entre la Reina y los gobiernos democráticos de turno

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El Ejecutivo británico se denomina como el Gobierno de su Graciosa Majestad. Y en verdad lo es. Entre la Reina y los gobiernos democráticos de turno se establece una simbiosis y reciprocidad según las cuales, el Gabinete ampara a la Corona en su función constitucional -consuetudinaria en el Reino Unido- y la Jefe del Estado sirve a los intereses de la nación bajo el criterio del Gobierno, con el margen de decisión propia lógico pero estrictamente limitado. El modelo británico es el más precoz y sólido de monarquías parlamentarias y otras, como la noruega, danesa u holandesa -incluso la belga- no difieren en demasía. Así, cuando habla el titular de la Corona la sociedad respectiva sabe que a su través se está pronunciando institucionalmente el propio Gobierno.

Hoy nuestro Rey pronunciará el mensaje de Navidad y el martes disertará ante las dos Cámaras legislativas en conjunta y solemne sesión con motivo de la apertura de la X legislatura. La pregunta de “¿quién escribe los discursos del Rey?” implica interrogarse acerca de si el monarca es libérrimo en sus pronunciamientos y autónomo del Gobierno para hacerlo. Estas preguntas son más acuciantes este año -horribilis para Don Juan Carlos- por la crisis de la Familia Real destapada por la conducta “poco ejemplar” de su yerno, Iñaki Urdangarín. No está claro que el Jefe del Estado haga alusión a este asunto o a otros, así como a las medidas que se han adoptado por su Casa para la mayor transparencia de su funcionamiento.

No tenemos ni uso constitucional ni norma específica que establezca que el Gobierno lo es “de su Majestad” al que, como hemos observado estos días, tanto su presidente como los ministros juran o prometen lealtad. En esa lealtad garantizada, el Rey hace y dice con prudencia y los textos que pronuncia son usualmente pasados a la presidencia del Gobierno. Pero todo ello es discrecional del monarca, como, en general, es voluntarista el modelo de relación entre la Corona y el Gobierno. Para superar la crisis de imagen que haya podido sufrir, o esté sufriendo la monarquía, es preciso que ésta se gubernamentalice. Lo que consiste en que la Jefatura del Estado, como sucede ahora pero asistemáticamente, se convierta en un instrumento institucional al servicio de los intereses nacionales.

El Gobierno democrático de España -sea del color ideológico que sea- ha de expresarse a través del Rey en las ocasiones más solemnes y en sus intervenciones más significativas. No basta con el carácter simbólico de la Corona: hay que dar el paso de engarzarla eficientemente en el sistema operativo de la gestión de los interes

El Gobierno democrático de España -sea del color ideológico que sea- ha de expresarse a través del Rey en las ocasiones más solemnes y en sus intervenciones más significativas. No basta con el carácter simbólico de la Corona

es públicos y ofrecer la certeza de que la Jefatura del Estado, siempre cuidando a través del Jefe de su Casa (que tiene categoría de ministro) de que su perfil constitucional, moderador, arbitral y apartidista no padezca nunca, responde a los dictados de las urnas a través de su simbiosis con los Gobiernos queridos por el pueblo y el Congreso.

 

Don Juan Carlos parece ser consciente, y el Príncipe de Asturias no le va a la zaga, de que han pasado ya los tiempos del carisma personal como supremo valor de la Corona como garantía de su engarce en el sistema constitucional. El acceso a la Familia Real por vía matrimonial de nuevos miembros -escasamente satisfactorio a la vista de lo acontecido- y su ampliación por el nacimiento de las infantas Leonor y Sofía, únicas nietas del Rey con la condición de altezas reales (los demás nietos de Don Juan Carlos tienen derecho al tratamiento de excelentísimos señores/as), requieren un régimen jurídico cierto y de carácter orgánico como prevé el artículo 57.5 de la Constitución que ha de abarcar la regulación de las “abdicaciones y renuncias y cualquier duda de hecho o de derecho que ocurra en el orden de sucesión a la Corona”. Esa ley debe impulsarse por un Gobierno que, como el de Rajoy, debería ser el que suprima al final de la presente legislatura la prevalencia del varón sobre la mujer en la sucesión.

Si los discursos del Rey -y del Príncipe- deben ser también pronunciamientos gubernamentales, sus presencias internacionales en la que ya se denomina “diplomacia económica” deben sistematizarse en una agenda rigurosa. Don Juan Carlos y Don Felipe -sólo hace falta preguntárselo a cualquier empresario multinacional español- disponen de un enorme prestigio en el exterior; el Rey es considerado, especialmente en América Latina y países árabes, como un referente de liderazgo social e institucional; los parlamentos de prácticamente todo Europa le han recibido y homenajeado en sesiones solemnes; ha sido reconocido con las condecoraciones más elitistas y significativas y, al margen de las noticias y comentarios que se han producido en las últimas semanas a propósito de los avatares que atañen a su yerno, los medios internacionales le distinguen con un enorme respeto.

Un jefe de Estado que reina pero no gobierna

El hecho de que haya de abordarse una reformulación orgánica y normativa del funcionamiento de la Corona -aplazada con un voluntarismo poco previsor-, no es, sin embargo, razón para dudar de su utilidad, servicio al país y adecuación a nuestro modelo de Estado. Hace falta, sencillamente, engarzar la Jefatura del Estado en un proceso claro de gubernamentalización a la británica, haciendo de los Gobiernos de España, también Gobiernos de “su Majestad el Rey”. Y así, tener la certeza de que cuando esta noche Don Juan Carlos se dirija al país y el martes a las Cortes Generales, sepamos que lo hace como Jefe del Estado que reina pero no gobierna y que habla -con el margen de autonomía lógico, pero estrecho- en sintonía con el Gobierno que sólo ha de poner en su boca ideas, proyectos, iniciativas y propuestas transversales, que integren a la inmensa mayoría de los ciudadanos y colaboren al entendimiento entre todos y a la convivencia.

La monarquía puede y hasta debe ser criticada. Pero para adecuar su función al devenir de los acontecimientos, no para destruirla o escarnecerla. La historia enseña que, aun con malos reyes, nos fue mejor que con supuestos buenos presidentes de república. Estemos atentos a los dos  discursos del Rey -el de hoy y el del martes- que, seguramente, contendrán las claves del proceso de adaptación que la Corona necesita. Y que pasa por resetear su forma de estar y conducirse en el sistema político-constitucional en el que los ciudadanos tienen derecho a ser exigentes con sus gobernantes y reclamar de la Corona la ejemplaridad y el servicio a los intereses nacionales que la justifican. Este Rey se merece que en tiempos de tempestad en su entorno, no hagamos mudanza en el pacto de lealtad que con él mantiene la mayoría de los ciudadanos, porque bajo su mandato -omnímodo cuando murió Franco-fuimos derechos a una democracia que supo salvar una noche de febrero de 1981 en condiciones de extrema dificultad. Atentos pues, a los discursos del Rey.

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El Ejecutivo británico se denomina como el Gobierno de su Graciosa Majestad. Y en verdad lo es. Entre la Reina y los gobiernos democráticos de turno se establece una simbiosis y reciprocidad según las cuales, el Gabinete ampara a la Corona en su función constitucional -consuetudinaria en el Reino Unido- y la Jefe del Estado sirve a los intereses de la nación bajo el criterio del Gobierno, con el margen de decisión propia lógico pero estrictamente limitado. El modelo británico es el más precoz y sólido de monarquías parlamentarias y otras, como la noruega, danesa u holandesa -incluso la belga- no difieren en demasía. Así, cuando habla el titular de la Corona la sociedad respectiva sabe que a su través se está pronunciando institucionalmente el propio Gobierno.