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El rescate de la decencia
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José Antonio Zarzalejos

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El rescate de la decencia

“Cuando la verdad sea demasiado débil, tendrá que pasar al ataque” B.Bercht El 58% de los ciudadanos encuestados en mayo por el Centro de Investigaciones

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“Cuando la verdad sea demasiado débil, tendrá que pasar al ataque” B.Bercht

El 58% de los ciudadanos encuestados en mayo por el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) expresan una total desconfianza hacia los jueces. El estudio demoscópico se realizó cuando era de dominio público que el presidente del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial había cargado reiteradamente al erario público gastos de manutención y alojamiento en establecimientos de gama alta y lujo en Marbella y Málaga, sin que, hasta el momento, hayan sido debidamente justificados acreditando su carácter oficial. Un acuerdo del órgano de gobierno de los jueces de 1996 exime a sus miembros de una dación de cuentas plena de sus gastos a la intervención delegada del Estado en el Consejo.

El lunes la Sala de Admisión del Tribunal Supremo examinará la procedencia de tramitar la querella criminal por malversación interpuesta por la asociación Preeminencia del Derecho contra Carlos Dívar, a la que se opone el fiscal porque “es muy difícil distinguir entre sus gastos oficiales y privados”. El día 18 Dívar, por si fuera poco, debería acompañar al Rey en los actos conmemorativos del bicentenario de la más alta instancia jurisdiccional española. Si es que antes -como podría ocurrir este fin de semana con parte del sistema financiero español- nadie se decide a rescatar la decencia para el vértice del poder judicial en España.

La llamada “semana caribeña” es célebre en los ambientes jurídicos y judiciales de Madrid y describe el sistemático absentismo de un buen número de vocales que por razones siempre oportunas salen de la ciudad los jueves y regresan a ella los lunes 

Existe la inextirpable convicción colectiva de que Carlos Dívar ha abusado de su condición y, por ello, reina un estado de opinión que bascula entre la perplejidad y la indignación. No sólo hacia el presidente del Consejo General del Poder Judicial, sino también hacia su denunciante, el vocal Manuel Gómez Benítez, que aprovechó el abuso continuado de Dívar para destruir su reputación, saldando con él cuentas personales e ideológicas, objetivo que ha logrado, sin conseguir, ni mucho menos, quedar como justiciero porque no perseguía con su denuncia cosa distinta a una venganza. De fondo aparece un órgano constitucional de esencial importancia transido por un enfrentamiento feroz entre sus veintiún miembros, tres de los cuales se han precipitado a pedir una comparecencia en el Congreso y en el Senado para acreditar que ellos son diferentes a sus dieciocho compañeros silentes. Es dudoso que lo consigan, pero al menos se podría tirar de ese hilo si el PP no se enroca torpemente en su cerrazón a la luz y los taquígrafos.

La situación que se vive en el CGPJ es de indecencia, entendida ésta en la segunda acepción de su significado (“comportamiento contrario a la justicia, la verdad y el honor”), y la conocen bien los magistrados de las distintas instancias jurisdiccionales, los abogados y procuradores y los funcionarios de la Administración de Justicia. Supongo que también el Ministerio del ramo y su titular Alberto Ruiz-Gallardón. Porque no sólo en el Consejo existe una vieja y conocida opacidad sobre los llamados gastos de representación, sino que, además, ha tomado carta de naturaleza una laxitud laboral verdaderamente hiriente. La llamada “semana caribeña” es célebre en los ambientes jurídicos y judiciales de Madrid y describe el sistemático absentismo de un buen número de vocales que por razones siempre oportunas -ejercicio de una delegación territorial en conjunción con el domicilio fuera de la capital- salen de la ciudad los jueves y regresan a ella los lunes por la tarde o los martes. Dívar no sólo no ha corregido esa práctica sino que la ha recebado enraizándola con su peculiar ejemplo personal.

Pero la alusión “caribeña” al CGPJ emparenta también con su funcionamiento “bananero”. Los nombramientos que corresponden al Consejo, o se demoran por inquinas de unos contra otros, o se realizan en función de afinidades personales, ideológicas o profesionales. El órgano de gobierno de los jueces es como un campo de Agramante, es decir, una instancia de confusión, riñas y desorden que se sostiene en intereses propios de la bastardía sectaria de la que el Consejo es una expresión muy ilustrativa. Es el equilibrio de indecencias el que aguanta precariamente un tinglado ahora paralizado, emponzoñado por guerras de banderías e inquinas de unos contra otros.

Existe la inextirpable convicción colectiva de que Carlos Dívar ha abusado de su condición y, por ello, reina un estado de opinión que bascula entre la perplejidad y la indignación

No es comprensible que el Gobierno y el PP impidan la comparecencia de Carlos Dívar en el Congreso. Las razones que aduce para hacerlo no son válidas. El Parlamento no se va a interferir en materia jurisdiccional sino que ejercerá una función meramente fiscalizadora de unos fondos que administra el Consejo pero que proceden de los Presupuestos Generales del Estado. Y debatirá sobre una gravísima responsabilidad política. El Tribunal Constitucional en 2003 ya anuló la negativa –también del PP- para que compareciera el anterior presidente del Consejo, Francisco Hernando. De hecho, y desde 2004, el presidente del Tribunal Supremo ya ha comparecido varias veces, con la aquiescencia del PP que en más de una ocasión no fue benigno con Dívar. Un nombramiento que acordaron Rodríguez Zapatero y Mariano Rajoy, pero a propuesta del primero.

Si los populares creen que este asunto queda zanjado por el vuelo de las togas y la pomposidad de sus puñetas y abalorios honoríficos con que se adornan para aportar dignidad donde –a la vista está- no la hay, se confunde de medio a medio. Lo mismo, si piensa que bastará la comparecencia del fiscal para sustituir la imprescindible del presidente del Tribunal Supremo que, de grado, o a sugerencia del propio Ejecutivo, ha debido presentar su renuncia. La permanencia de Carlos Dívar en el cargo es estéril y lacerante para la dignidad de la magistratura que ostenta y no hace sino encorajinar los ánimos de los ciudadanos que deben soportar, por si fuera poco, las romas y forzadas explicaciones de un hombre que por toda justificación nos espeta criterios morales que, a estas alturas de la historia, invitan más al sarcasmo que a la indignación.

Pero hay algo todavía más insólito: no siendo Carlos Dívar un presidente del CGPJ nombrado bajo su gestión gubernamental y solicitando el propio PSOE su dimisión, ¿por qué esta porfía del PP en sostener a un zombi político e institucional?, ¿por qué no actuar de tal modo que los ciudadanos perciban que el malgasto del dinero público se reprueba con contundencia, más allá de su carácter delictivo o infractor de ésta o aquella norma? El Gobierno de Rajoy tampoco ha abordado este asunto -y van unos cuantos- con determinación acaso porque carece de un discurso político lo necesariamente sólido para acometer turbiedades en estas instancias del Estado.

Quizás no está dispuesto el PP a que se vaya Dívar y se quede su denunciante –que también debería irse, tanto por complicidad colegiada en la opacidad de la justificación de los gastos de representación, como por su ánimo torticero de quebrar el espinazo del presidente del Consejo atendiendo a razones bastante más innobles que las que aduce Gómez Benítez-, pero entendiendo ese resoluble dilema, resulta inexplicable la inacción ante esta indecencia caribeña. Este Gobierno no parece percibir qué voltaje de justo cabreo popular circula todos los días por las calles de nuestro país. Si de verdad lo supiera, Carlos Dívar  habría durado lo mismo que un caramelo a la puerta de un colegio. Pero ahí sigue, a la espera del otro rescate, el de la decencia y la probidad.

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“Cuando la verdad sea demasiado débil, tendrá que pasar al ataque” B.Bercht