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De los chismes de Bono a los excesos de Pedraz
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José Antonio Zarzalejos

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De los chismes de Bono a los excesos de Pedraz

  “El mundo está lleno de grandes hombres a quienes la democracia ha degradado convirtiéndolos en políticos” (Benjamín Disraeli) Esta semana he leído

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El mundo está lleno de grandes hombres a quienes la democracia ha degradado convirtiéndolos en políticos” (Benjamín Disraeli)

Esta semana he leído dos textos que abonan la idea de que el Estado no funciona porque las piezas de su engranaje están fuera de su lugar y no cumplen su misión: el primer volumen de los diarios de José Bono (1992-97), presentado el jueves en Madrid, y el auto del magistrado Pedraz que exculpa de cualquier responsabilidad criminal a los detenidos en las refriegas del 25-S.

La reducción por Bono de su dilatada vida política a una sucesión de relatos más próximos al chisme que a la historia, es un despilfarro que el despierto político de Salobre no debió permitirse, por más que el adelanto dinerario de su editorial -por el volumen que acaba de distribuirse y por otros dos más en el futuro inmediato- haya sido sustancioso. Por otra parte, los excesos valorativos del juez de la Audiencia Nacional, Santiago Pedraz, introduciendo en una resolución obiter dicta propios de un analista periodístico (“la convenida decadencia de la denominada clase política”), no sólo resultan inadecuados, sino que observan la paja en el ojo ajeno y no se dan cuenta de la viga en el propio, porque la clase judicial no está mejor valorada que la política, como el desinhibido magistrado debe conocer.

A José Bono le correspondía un grado superior de discreción dadas las responsabilidades que ha desempeñado tan recientemente (ministro de Defensa y Presidente del Congreso de los Diputados) y a Pedraz le concierne ceñirse con sobriedad a la aplicación de la ley, sin digresiones que podrían poner en entredicho su imparcialidad porque siendo juez central de la Audiencia Nacional es posible su competencia en alguna instrucción de un miembro de la “decadente” clase política. Si así fuera debería abstenerse, o se sometería a una recusación. Sin embargo, a ambos, la política en sentido amplio a la que se refería Disraeli -es decir, el recuelo del poder, en un caso, o la prevalencia del ejercicio de la jurisdicción, en el otro- les ha cegado, como a muchos, lo que explica que, en un país en el que no se cumple el papel previsible que a cada cual le atribuyen las normas, el Estado atraviese por una enorme crisis de solvencia. Cabía esperar de quien pudo ser secretario general del PSOE y ostentó la tercera magistratura del Estado una grandeza de pensamiento y comprensión que no sólo no se percibe en el libro, sino que parece proscrita desde la primera línea. No crea Bono que es mejor que los que él denigra

Sin embargo, Bono y Pedraz resultan -dicho sea con el respeto debido a ambos- dos paradigmas del malentendido ético que mina las reglas de juego de la democracia. El que fuera más de veinte años presidente de Castilla-La Mancha escribe un libro que ya canta su contenido frívolo desde el título (‘Les voy a contar’) y hace preceder sus diarios de un prólogo exculpatorio al que le cuadra el adagio de excusatio non petita, accusatio manifesta. Bono dice cosas como que “el buen diario debe ser un poco indiscreto” (suponiendo, claro, que sea ciertamente bueno), y hasta se victimiza: “Si publicar este diario no es un ejercicio de prudencia, yo mismo pago el tributo de no ser prudente”; y aunque dice haber suprimido “maledicencias graves” las escribe -y algunas gravísimas- pero en boca de otros que antes o después le responderán.

El vuelo raso de Bono -que cuenta pero no explica cómo apadrinó y por qué la candidatura de Garzón en las elecciones generales de 1993 como número dos del PSOE por Madrid- abunda en referencias a conversaciones episcopales en las que parece especializado, en menciones de amor y odio a Guerra, en pinceladas sobre Conde, en la transcripción de almuerzos con periodistas en las que salen mal parados ellos y, especialmente, Aznar (y otros muchos); en interlocuciones con el Rey y con Felipe González. Refranero y resbaladizo, Bono llega, incluso, a la chabacanería porque el suyo pretende ser un best-seller y no precisamente Cabos sueltos de Tierno Galván o Pláticas de familia de Leopoldo Calvo Sotelo, sin duda los dos grandes literatos que ha dado la democracia desde su inicio. A veces ganar es perder y, después de este libro, no habrá demasiada gente interesada en mantener con él cuita de género alguno. Cabía esperar del que pudo ser secretario general del PSOE y ostentó la tercera magistratura del Estado una grandeza de pensamiento y comprensión que no sólo no se percibe en el libro, sino que parece proscrita desde la primera línea. No crea Bono que es mejor que los que él denigra. Está en su media, cuando su obligación era superarla en atención a las responsabilidades de Estado que ha desempeñado.

La ventaja de Pedraz sobre Bono es que, por juventud y por el precedente de Garzón y su amargo final en la carrera judicial, puede volver a las hechuras propias de un magistrado. El auto por el que rechaza la existencia de delito alguno en la conducta de los detenidos por los incidentes del 25 y 26 de septiembre (‘Rodea el Congreso’) se puede -y yo lo hago, aunque no enteramente- compartir en el discurso estrictamente jurídico. Pero los anexos argumentales que van más allá de la aplicación de la ley resultan populistas y sospechosamente complacientes hacia la crítica fácil e indiscriminada al Gobierno, la Policía y el Ministerio del Interior. La insultante reacción del portavoz adjunto del PP (tildó al juez de “pijo ácrata”) descalifica a Rafael Hernando, pero no obsta a la crítica a un texto jurisdiccional que rebasa los límites a que debe atenerse.

La resolución está trabajada (ocho folios con apretado interlineado) y tiene, creo, coherencia, hasta que la pierde cuando rompe el guión jurisdiccional y se adentra en el de comentarista-sociólogo. Utiliza, además, un lenguaje encendido y fogoso que resta a su decisión la serenidad del distanciamiento que requiere la imparcialidad. Bastante varapalo al Ejecutivo y la Policía suponía un auto mondo y lirondo que archiva las actuaciones por no constituir infracción criminal como para introducir adiciones extemporáneas. Adornarse, sobre innecesario, revela un afán de notoriedad que otrora, y especialmente en la Audiencia Nacional -de Garzón a Gómez de Liaño-, mellaron el prestigio de la judicatura.

Hay personas silenciosas que son más interesantes que los mejores oradores”, sentenció el ya mentado Benjamín Disraeli. Y también tenía razón porque el ruido de los unos y de los otros hace una España carpetovetónica que alcanza a los oídos de un tal Mitt Romney, que dice que no quiere seguir la senda de nuestro país. Lo que pasa en Madrid -algunos no se enteran- se oye en Denver y la marca España declina al vertiginoso ritmo de una sociedad que ha vuelto al garbancero ambiente galdosiano.

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El mundo está lleno de grandes hombres a quienes la democracia ha degradado convirtiéndolos en políticos” (Benjamín Disraeli)

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