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Una España moralmente insostenible
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José Antonio Zarzalejos

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Una España moralmente insostenible

  “El suicidio es una bancarrota fraudulenta” (Pierre Joseph Proudhon) Hubo un tiempo en el que los medios de

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“El suicidio es una bancarrota fraudulenta” (Pierre Joseph Proudhon)

Hubo un tiempo en el que los medios de comunicación -al menos, los periódicos– no informaban de manera explícita de los suicidios. Los psiquiatras nos explicaban que su conocimiento público sugería a personas extremadamente angustiadas, o con fuertes desequilibrios mentales, una salida a su sufrimiento. En otras palabras: que el suicidio es contagioso porque, como alguien ha escrito, si no hay ofuscación en el suicida (y es difícil que no la haya) quitarse la vida se configura intelectualmente como un acto de radical libertad -el último- ante una existencia que ya no merece la pena. Así lo escribió Plinio el Viejo en una frase lapidaria célebre en la antropología y la filosofía moral: “Entre las miserias de nuestra vida en la tierra, el suicidio constituye el más preciado don que Dios ha concedido al hombre”. Hoy carece de sentido que los medios eludan el suicidio, porque han perdido ya la exclusiva de la intermediación entre la noticia y el ciudadano y las redes sociales destapan, sin códigos deontológicos de naturaleza alguna, cualquier hecho relevante.

Ese extremado y dramático sentimiento de frustración al que aludía Plinio pudo sentir la mujer de 53 años que se suicidó ayer en Baracaldo (Vizcaya) poco antes de que se fuera a ejecutar el desahucio de su vivienda. Y las otras dos personas que antes que ella, en similares circunstancia, se quitaron la vida. El hecho de que sea muy difícil entender el suicidio sin una cierta patología mental, no obsta a que los medios, por una parte, y la opinión pública, por otra, den cuenta de estas tragedias con pelos y señales y las atribuyan al hecho inmediatamente precedente  de la ejecución del desahucio.

La atribución de la responsabilidad de estas muertes al sistema financiero, incluso a la lentitud de reacción de los sucesivos gobiernos que no han rectificado la normativa hipotecaria, que adolece de una obsolescencia consentida porque abarataba el acceso al crédito hipotecario, o a la administración de justicia que sustancia los procesos de ejecución, sería un grave error de discernimiento y un juicio de valor confundido

Lo cierto y verdad es que lo que está ocurriendo consiste en un brote psicótico que se nos ha venido anunciando se produciría desde hace al menos dos o tres años. En noviembre de 2010, haciéndome eco de una encuesta presentada en el VII Foro Social por Julián García Vargas y José Maria Zufiaur, escribí en este mismo espacio sobre Los españoles y la enfermedad del miedo. Ya entonces, sobre una muestra significativa, el 44,3% de los consultados decía tener miedo al presente y sobre todo al futuro; el 28% subrayaba cómo su vida se había deteriorado y su salud estaba afectada por la crisis; y nada menos que el 44% decía sufrir un creciente estrés. También ese mismo año, cuatro académicos -dos politólogos y dos sociólogos- realizaron una auditoria sobre La calidad democrática en España, llegando a la conclusión de que “la sociedad se ve incapaz a sí misma de influir en las decisiones políticas (…) una sociedad civil pasiva y desmotivada por la política y un sistema de representación caracterizado por su lejanía de los ciudadanos y por su falta de sensibilidad y respuesta a los problemas de aquellos.” Los síntomas de entonces son las patologías de ahora.

Joaquín Estefanía, un gran periodista especializado en materia económico-financiera, escribió el año pasado un ensayo imprescindible: La economía del miedo (Galaxia Gutenberg. Círculo de lectores) en el que constata que “esta es la primera crisis en las últimas ocho décadas en las que los ciudadanos no creen en el mito del eterno retorno y saben que el punto de llegada será diferente (y peor) al de partida”. E introdujo en el prólogo del texto una cita escalofriante del economista francés Jean-Paul Fitoussi que redactó una alegoría de lo que estaba ocurriendo: “Lamentamos sinceramente el destino que habéis tenido, pero las leyes de la economía son despiadadas y es preciso que os adaptéis a ellas reduciendo las protecciones que aún  tenéis. Si os queréis enriquecer debéis aceptar previamente una mayor precariedad; este es el camino que os hará encontrar el futuro”. Pues bien, en este ambiente de zozobra, de angustia, de precariedad y de miedo, los suicidios que se producen en determinas y dramáticas circunstancias son como los síntomas extremos de un gravísimo e inasumible impacto de la crisis en determinados colectivos, familias y personas.

La atribución de la responsabilidad de estas muertes al sistema financiero, incluso a la lentitud de reacción de los sucesivos gobiernos que no han rectificado la normativa hipotecaria en España, que adolece de una obsolescencia que se ha consentido porque abarataba el acceso al crédito hipotecario, o a la administración de justicia que sustancia los procesos de ejecución, sería un grave error de discernimiento y un juicio de valor confundido. Sería también una explicación compasiva y falsamente tranquilizadora ampararse en el dictamen de la abogada general del Tribunal de Justicia de la UE que cree que la normativa hipotecaria viola derechos de los consumidores. Todo ello hay que tenerlo en cuenta -para corregirlo- pero resultaría una auténtica perversión hacer imputaciones de responsabilidad singularizadas y reduccionistas.

Porque lo que está fallando es la sostenibilidad moral del sistema en su conjunto. España está llegando tarde a rescatarse a sí misma de sus condicionamientos sociales y económicos, de sus radicales injusticias, de su estructura socio-económica y jurídica sobrepasada y anacrónica, resultado de la detención de ritmo reformista de la década de los noventa.  Y uno de  esos condicionantes negativos es que somos un país de propietarios y no de arrendatarios –como ocurre en sociedades más desarrolladas– entre otras razones porque el mercado crediticio ha establecido unas condiciones de holgura que respondían a la idiosincrasia de la idea patrimonial de las familias españolas. Y que, a su vez, ha enraizado otro factor retardatario: la falta de movilidad geográfica debida a la atadura de la propiedad inmobiliaria. De tal manera que perder la vivienda se asimila a perder la propia entidad.

Rápida y velozmente hay que echar una red legal y económica para que el Estado -con el acuerdo del sistema bancario y la intervención judicial- ofrezca un paliativo eficaz a estas situaciones dramáticas. No por ello, sin embargo, los suicidios, como expresión de una alteración de la psique de muchos ciudadanos golpeados por la crisis, van a dejar de producirse. Pero, siendo esto así, también lo es que la sociedad española no puede seguir en una tesitura psicológica tan tensa, tan estresada, tan crispada e inestable. Es urgente ofrecer válvulas de escape que liberen una presión que se está adensando y amenaza estallido.

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“El suicidio es una bancarrota fraudulenta” (Pierre Joseph Proudhon)