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El escrache: ¿Es Ada Colau filoterrorista?
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José Antonio Zarzalejos

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El escrache: ¿Es Ada Colau filoterrorista?

Durante mucho tiempo hemos estado preguntándonos la razón por la que en España, con seis millones de parados, especialmente entre los colectivos de jóvenes y mayores

Durante mucho tiempo hemos estado preguntándonos la razón por la que en España, con seis millones de parados, especialmente entre los colectivos de jóvenes y mayores de cincuenta años, no se producía un estallido social. Nos hemos consolado con paliativos: la economía sumergida, la red familiar, las organizaciones no gubernamentales y su labor asistencial explicaban la resignación y el aquietamiento, sin reparar que ya se estaba manifestando un cierto y sostenido estallido vehiculado a través de los preferentistas y la plataforma contra los desahucios. Y cuando se produce este tipo de fenómenos, el cortejo que termina por acompañarlos es siempre coactivo y, en muchos casos, violento. 

El escrache -expresión de cuño argentino- consiste en el acoso a políticos que supuestamente tendrían responsabilidad en los padecimientos e injusticias de determinados sectores sociales, en nuestro caso, los afectados por desahucios e hipotecas con condiciones abusivas y los suscriptores de acciones preferentes y subordinadas ofertadas en su momento por entidades ahora insolventes. Estos colectivos tienden a generar líderes -Ada Colau lo es y hasta parece un producto de marketing- y tratan de socializar el sufrimiento que ellos padecen comunicándolo a dirigentes y representantes políticos a través de procedimientos que Fernando Savater (El País del pasado sábado) duda sean “espontáneos”. Dice textualmente el filósofo: “Que se vean escarnecidos en sus vecindarios (los políticos), con simulacros de linchamiento, y se intimide a sus familias no sólo es democráticamente intolerable, sino que arroja sospecha sobre la espontaneidad de los que protestan”.

Cristina Cifuentes, delegada del Gobierno en Madrid, ha ido muy lejos al suponer que la “lideresa” (sic) Colau y el movimiento que dirige podrían tener contactos con grupos proetarras, en tanto que Rosa Díez percibe que las coacciones a los legítimos representantes de los ciudadanos rememora la kale borroka que vivimos hace unos años en el País Vasco. Ambas apreciaciones se fijan en determinadas prácticas -efectivamente, todas las violencias y las coacciones se parecen y ambas son generalmente delictivas-, pero se equivocan en la génesis que las provoca. Con lo cual, lejos de ayudar a resolver el problema -la supresión radical del escrache- lo retroalimentan porque equiparan a esos colectivos, estén o no dirigidos y hasta manipulados, con una delincuencia detestable e históricamente trágica. Cuando el análisis de determinadas patologías sociales es tosco, precoz y visceral, lo lógico es que aquellas se agraven en vez de solucionarse.

Hay que hacer, desde luego, un apunte que es reiterativo en esta España maniquea: ¿por qué el escrache se practica hasta el momento sólo contra dirigentes del Partido Popular? Quien pueda, que conteste. Por ejemplo, eso sí, Ada Colau.Estigmatizar a Ada Colau con supuestas afinidades terroristas compone una reacción tan errónea a acciones reprobables de la plataforma de la que es portavoz que será rentabilizada por esta para victimizarse y recabar más solidaridades. Y calificar de kale borroka las acciones de escrache indignará a los que se sienten reflejados en la injusticia perpetrada por las cajas que han enajenado los ahorros de miles de ciudadanos en productos financieros sofisticados y engañosos y a aquellos otros a los que el pago de las cuotas de la hipoteca oprime mensualmente causándole ahogo económico. Hay que distinguir entre las motivaciones que movilizan a esos colectivos y determinadas prácticas de protesta que se deslizan hasta constituir auténticos delitos de amenazas, de coacción, de daños y, en su caso, hasta de lesiones. Pero no erremos: ese es el estallido social que nos temíamos y que ahora no podemos despachar como una variante del terrorismo etarra.

Hay que hacer, desde luego, un apunte que es reiterativo en esta España maniquea: ¿por qué el escrache se practica hasta el momento sólo contra dirigentes del Partido Popular? Quien pueda, que conteste. Por ejemplo, eso sí, Ada Colau.

Es ilustrativo para entender lo que ocurre -aunque no deba ocurrir y tengamos que impedirlo- leer el siguiente párrafo del último ensayo de Antonio Muñoz Molina (Todo lo que era sólido) sobre el juicio que le merece la clase política: “Han predicado la greña, la violencia verbal, la irresponsabilidad personal y colectiva, el halago, la intransigencia, la palabrería embustera, la falta de rigor, la indulgencia hacia el robo, el victimismo, el narcisismo, la paletería satisfecha, el odio, la grosería populista, el desprecio a las leyes. Han incumplido las normas legales que ellos mismos aprobaban.” Reconoce el escritor, no obstante, que esos dirigentes “no habrían tenido tanto éxito en esa tarea si no hubiesen contado con tantos cómplices entre esa clase periodística e intelectual que es la parte más visible de la opinión pública.”

El escrache es denigrante y seguramente delictivo. Intolerable. Pero Ada Colau no parece que sea una proetarra y todos los demás -medios y periodistas incluidos- inocentes y ajenos a este estallido social sordo, sospechosamente selectivo, acaso manipulado, pero que responde a una España cuyos resortes de reacción ética y ciudadana no han funcionado desde hace mucho tiempo. Demasiado.

Durante mucho tiempo hemos estado preguntándonos la razón por la que en España, con seis millones de parados, especialmente entre los colectivos de jóvenes y mayores de cincuenta años, no se producía un estallido social. Nos hemos consolado con paliativos: la economía sumergida, la red familiar, las organizaciones no gubernamentales y su labor asistencial explicaban la resignación y el aquietamiento, sin reparar que ya se estaba manifestando un cierto y sostenido estallido vehiculado a través de los preferentistas y la plataforma contra los desahucios. Y cuando se produce este tipo de fenómenos, el cortejo que termina por acompañarlos es siempre coactivo y, en muchos casos, violento. 

Ada Colau