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Patada en la boca a la derecha española
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José Antonio Zarzalejos

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Patada en la boca a la derecha española

La mayor traición que este Gobierno podría perpetrar contra su electorado no consiste tanto en el perseverante incumplimiento de su programa electoral –tanto en lo económico-fiscal

La mayor traición que este Gobierno podría perpetrar contra su electorado no consiste tanto en el perseverante incumplimiento de su programa electoral –tanto en lo económico-fiscal como en lo político– cuanto en decisiones que arruinen la reputación democrática de la derecha española. Y no es en absoluto imposible que para compensar debilidades, enmendar errores y remendar descosidos, el Ejecutivo de Rajoy salga por el peor de los registros que connotan a los Gobiernos supuestamente conservadores: el ramalazo innecesariamente ordenancista y autoritario.

Obviamente me refiero a tres decisiones gubernamentales para las que no existe ni demanda de su electorado ni de la opinión pública en general: una nueva Ley de Seguridad Ciudadana con tipificaciones de infracciones y sanciones administrativas verdaderamente exorbitantes; una ley de servicios mínimos que sería lo mismo que regular el derecho de huelga y la instalación de concertinas en las vallas de Melilla para disuadir a los inmigrantes desesperados.

Pese al 26% de desempleo, pese a que el paro juvenil supera ampliamente el 50%, pese a la lacerante excarcelación de terroristas y violadores, pese a que se están produciendo recortes y ajustes en servicios públicos esenciales –sanidad, educación y, sobre todo, servicios sociales– la ciudadanía de este país mantiene un comportamiento contenido y responsable. Que se formen mareas, verde o blanca; o que se agrupen gentes en torno a los llamados indignados; o que se produzcan manifestaciones de protesta, forma parte de la normalidad, es propio de una mínima vitalidad de una sociedad sometida a una brutal devaluación de sus rentas laborales y de sus menguados activos, sean mobiliarios y/o inmobiliarios.

La Ley de Seguridad Ciudadana se trata de un arrebato, de un desahogo o de una huida gubernamental, pero no, en absoluto, de una necesidad social

Compárese lo que ocurre en España con lo que acontece en otros países de nuestro entorno (Portugal, Italia, Reino Unido…) y se comprobará que una nueva ley de seguridad que sustituya a la de 1992 es sólo una ocurrencia que añadiría al fracaso político de un Gobierno del PP el estigma de un autoritarismo que sólo responde a estímulos coyunturales y oportunistas como la huelga de limpieza en Madrid.

Aunque el Ministerio del Interior haya reculado y suavizado el tenor del borrador de la ley, el texto sigue siendo un engendro. Se trata de un arrebato, de un desahogo o de una huida gubernamental, pero no, en absoluto, de una necesidad social de seguridad ciudadana. Entronca, además, con el concepto superado del llamado “orden público” y, en último término, demostraría la incapacidad del Ejecutivo de aguantar el tirón de la muy legítima protesta de colectivos sociales afectados radicalmente por las políticas –muchas abusivas– de este Gobierno.

Su electorado, decepcionado y disperso, no merece, además, que el Gabinete de Rajoy le avergüence con proyectos de ley democráticamente ínfimos. Basta el Código Penal, la vigente Ley de Seguridad Ciudadana de 1992 y el control y actuación proporcional de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado y sobra este manotazo anacrónico y preocupantemente tosco que maneja el Gobierno con propósitos anestésicos de reclamaciones aisladas y ordenancistas que confunden el orden con la yerma rigidez de la resignación.

Por parecidas razones, es prepotente, además de innecesaria, una regulación de los servicios mínimos en caso de huelgas en servicios esenciales (transporte, sanidad, educación, limpieza pública). Y lo es porque el número de huelgas es limitado en proporción a la destrucción de empleo y al empeoramiento de las condiciones laborales en casi todos los ámbitos. Y lo es, también, porque en esta coyuntura los sindicatos y las agrupaciones funcionariales y profesionales, interlocutoras del Gobierno, están en posición postrada y débil.

El electorado del PP no le pide ninguna de esas medidas, sino otras: que se sanee de corruptos; que cumpla sus promesas electorales; que resuelva la crisis territorial de Cataluña; que reduzca el gasto político; que el Estado recaude eficazmente en vez de encarecer las obligaciones fiscales…

Los servicios mínimos se vienen acordando por las Administraciones Públicas y los sindicatos, en su defecto por aquellas y, en último término, se fijan conforme a abundantísima doctrina y criterios de los tribunales de justicia. Felipe González ya intentó elaborar una ley de huelga en 1993, pero la convocatoria electoral hizo decaer el proyecto. Antes y ahora, el derecho de huelga, como otros establecidos en la Constitución, se aplican de plano, sin necesidad de desarrollo mediante ley orgánica. Resultaría abusivo y ofensivo para la derecha que ha llevado a Rajoy a la Moncloa que en estas condiciones el Gobierno se prevaliese de la enorme fragilidad sindical y social, más aún cuando se anuncia una vuelta de tuerca a la reforma laboral.

Por lo que hace a las concertinas, Fernández Díaz tiene que conciliar la seguridad de nuestra frontera en Melilla con un humanismo que anteponga la dignidad de las personas al problema de infiltraciones ilegales en las ciudades autónomas. Causen mayores o menores lesiones las cuchillas de marras, el Gobierno ha de tener una mínima empatía con la tragedia de los que huyen desesperadamente del hambre y la pobreza y no añadir daño físico al sufrimiento moral y material que ya padecen.

Si el Gobierno de Rajoy persiste en estos tres empeños, estará dando una patada en la boca de la derecha social española. Porque su electorado no le pide ninguna de esas medidas, sino otras: que el PP se sanee de corruptos, que cumpla sus promesas electorales (acaba de infringirlas con la nueva regulación del Consejo General del Poder Judicial), que resuelva las crisis territoriales como la de Cataluña, que haga funcionar los servicios públicos, que reduzca el gasto político y la dimensión de las Administraciones Públicas, que el Estado recaude eficazmente en vez de encarecer las obligaciones fiscales de ciudadanos y empresas y que el avión del Príncipe de Asturias vuele. Y menos demagogia inversa.

La mayor traición que este Gobierno podría perpetrar contra su electorado no consiste tanto en el perseverante incumplimiento de su programa electoral –tanto en lo económico-fiscal como en lo político– cuanto en decisiones que arruinen la reputación democrática de la derecha española. Y no es en absoluto imposible que para compensar debilidades, enmendar errores y remendar descosidos, el Ejecutivo de Rajoy salga por el peor de los registros que connotan a los Gobiernos supuestamente conservadores: el ramalazo innecesariamente ordenancista y autoritario.

Ministerio del Interior