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“La coalición negativa” que derribó a Suárez se refugia en el obituario
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José Antonio Zarzalejos

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“La coalición negativa” que derribó a Suárez se refugia en el obituario

Han sido legión -periodistas y políticos- los que ayer se acordaron del arzobispo, poeta y escritor, Fenelón, y pensaron, como lo hizo el intelectual francés, que

Foto: El féretro con los restos mortales del expresidente del Gobierno Adolfo Suárez. (EFE)
El féretro con los restos mortales del expresidente del Gobierno Adolfo Suárez. (EFE)

Han sido legión –periodistas y políticos– los que ayer se acordaron del arzobispo, poeta y escritor, Fenelón, y pensaron, como lo hizo el intelectual francés, que “una hermosa muerte honra toda una vida”. En otras palabras: demasiados han supuesto estos días que los ditirambos del obituario podrán soslayar (y redimir) el relato de las canalladas políticas y personales de las que Adolfo Suárez fue víctima entre 1976 y 1981. Quizás, el único deseo del expresidente fallecido –y si el lector sigue leyendo, sabrá por qué– hubiese sido el que expresó Philip Dormer Stanhope, cuarto conde Chesterfield, en Cartas a su hijo: “Lo único que quiero para mi entierro es no ser enterrado vivo.” Eso fue lo que le ocurrió, sin embargo, a Suárez.

Manuel Conthe, en el diario Expansión, escribió ayer ("Los instantes de Suárez"), con la sinceridad que le caracteriza, lo siguiente: “Suárez resistió con entereza esa difusa coalición negativa de agraviados y críticos, a los que se unieron muchos políticos de su propio partido, pero, por lo que parece, se sintió obligado a dimitir cuando el propio Rey se sumó a ella”. Luego, el que fuera presidente de la CNMV reconoce que el respeto y la admiración hacia Suárez  le fueron negados colectivamente “hasta aquel gallardo instante del 23-F”, cuya anatomía, en obra magistral, diseccionó Javier Cercas.

Ayer, sin embargo, la “coalición negativa” –en afortunada expresión de Conthe– no dio señales de autocrítica. Hubo algunas excepciones: Miquel Roca asumió en El País en su artículo titulado "Pactar incluso la discrepancia" que “con Suárez no lo hicimos bien; no le tratamos como se merecía”. Y Raúl del Pozo, en El Mundo escribió: “Le apoyé porque no hubo español más difamado que él después de la muerte de Franco. Le silbaban en la zona nacional, le llamaban traidor, tenía que bajar la ventana de humo para que no le insultaran.”

Ayer quedó de manifiesto que Suárez fue tratado injustamente durante muchos años, pero nadie dio nombres, contó circunstancias ni relató episodios. Los miembros, muchos, de la “coalición negativa” se cubrieron unos a otros para que sólo emergiese un elogio abrumador

Por supuesto, quedó de manifiesto que Suárez fue tratado injustamente durante muchos años, pero nadie dio nombres, contó circunstancias ni relató episodios. Los miembros, muchos, de la “coalición negativa” contra Suárez –que empezó por los más próximos, todos mejor colocados que él tras el colapso de UCD en 1982– se cubrieron unos a otros para que sólo emergiese un elogio abrumador de esos que Aristóteles consideraba “agradecimientos que envejecen rápidamente”.

De la caída de Suárez en 1981 muchos sacaron réditos: el Rey se sintió plenamente legitimado con un Gobierno de la izquierda que duró trece años bajo el mandato de Felipe González (1982-1996); los centristas de UCD, se recolocaron en los mullidos asientos –al menos desde el inicio de los años 90– del PP, heredero de Alianza Popular; los posfranquistas perpetraron la venganza que acariciaban desde 1976; los nacionalistas vascos, que ayer fueron transparentes porque apenas se les vio en el homenaje al expresidente fallecido, no entonaron el mea culpa por el boicot que dedicaron a Suárez cuando viajó al País Vasco en 1980 (en los ayuntamientos no le recibieron, y el mismísimo diputado general de Vizcaya se negó a saludarle), la dirigencia de CiU fue correcta –tardó en reaccionar el domingo, pero Artur Mas se presentó ayer en el Congreso– y la izquierda de Cayo Lara parecía perdida en el ritual de Estado con el que se despidió civilmente al expresidente.

“Los políticos han acabado cociéndose en las cloacas de Madrid”

Adolfo Suárez era perfectamente consciente de que el sistema que él había colaborado decisivamente a erigir ("Suárez, un hombre instrumental") le había expulsado de su entraña. Siendo este cronista director de ABC, en 2007, la gran periodista Josefina Martínez del Álamo me propuso sacar de los cajones algunas entrevistas que, por circunstancias varias, no se pudieron o quisieron publicar. Entre ellas, una –de valor testimonial incalculable– que ella había hecho a Adolfo Suárez en 1980, dos meses antes de su dimisión. Era una entrevista tan sincera y desgarradora que los colaboradores del expresidente vetaron su publicación. Nadie pudo impedir que, diecisiete años después, ABC la sacara a la luz. Y lo hicimos. Ayer, el diario, con muy buen criterio, la volvió a publicar.

El texto de la entrevista demuestra muchas cosas (además de la capacidad periodística de Josefina Martínez del Álamo), pero sobre todo la amargura de Suárez. “La clase política le estamos dando un espectáculo terrible al pueblo español”, decía el abulense. “Nadie intenta hacer crítica objetiva de las actuaciones políticas con independencia de los partidos”. Y añadía: “Yo no tengo vocación de estar en la Historia. Además, creo que ya estaré, aunque ocupe una línea, pero eso no compensa”. Lanzaba una seria acusación: “Los políticos están cada día más separados del pueblo…porque han acabado todos cociéndose en la gran cloaca madrileña”.

En el Congreso hubo sincera emoción, un silencio respetuoso y una casi viscosa mala conciencia por la comisión de traiciones, ya sin otro remedio que el obituario, el homenaje y las cabezadas de muchos que debieron reconocer que no estuvieron a la altura

Hablaba también del pueblo español con enorme pesimismo: “¡El desencanto! Yo no creo que el pueblo español haya estado encantado jamás. La historia no le ha dado motivo casi nunca”. Y se refería a él mismo de modo deprimido: “Soy un hombre absolutamente desprestigiado… yo sólo digo que me juzguen por mis obras, que no son todas deleznables”, y abordaba una autocrítica: “Hemos hecho creer que la democracia iba a resolver todos los grandes males que existen en España y no era cierto”, pero también fabuló una profecía: “La transición española dará un ejemplo al mundo. El símbolo es que sean amigos personas de partidos diferentes”. Y una confesión: él siempre quiso ser presidente del Gobierno, pero “eso satisface el primer año. Luego no llena lo suficiente porque entran en juego otras cosas más importantes”.

No puedo resumir mucho más aquella entrevista que permaneció en un cajón de ABC más de tres lustros porque a los colaboradores de Suárez, cuando se les envió la transcripción, les pareció “demasiado sincera”. Josefina Martínez Álamo porfió años y años por obtener nuevas declaraciones de Suárez, y de no ser por su memoria y profesionalidad ABC no habría publicado su texto con el expresidente en 2007. Fallecido Suárez, sus palabras dos meses antes de la dimisión en febrero de 1981 ofrecen la auténtica temperatura emocional del hombre sobre cuyo féretro, sin autocrítica de los contra él coaligados, se derramaron todos los ditirambos. La relectura de la entrevista de Martínez del Álamo –que me impresionó cuando la publiqué en 2007 y que me indignó entonces– volvió ayer a golpearme.

En el Salón de los Pasos Perdidos del Congreso, hubo sincera emoción, un silencio denso y respetuoso y una casi viscosa mala conciencia por la comisión de traiciones, ya sin otro remedio que el obituario, el homenaje y las cabezadas de muchos que, por higiene democrática y por salubridad histórica, debieron reconocer que no estuvieron a la altura de las circunstancias, porque ni Suárez (¿Fuentes Quintana?, ¿Torcuato Fernández Miranda?, ¿Fernando Abril Martorell?, ¿Gutiérrez Mellado?) fue el político tridimensional, único e incontestable que reflejaban la mayoría de las necrológicas ni el villano en que lo convirtieron los miembros de esa “coalición negativa” a la que se refería Conthe.

Y que quizás Gregorio Morán –un periodista para minorías pero de una impertinencia depuradora que semanalmente publica en La Vanguardia sus artículos bajo el epígrafe de Sabatinas intempestivas– supo describir en dos libros biográficos, ácidos e iconoclastas que cobran hoy más sentido: Suárez. Historia de una ambición (Planeta 1979) y Adolfo Suárez. Ambición y destino (Debate 2009). Sin demérito de otras obras –de Victoria Prego, de Fernando Ónega, Manuel Campo Vidal– que han ayudado también, aunque de manera distinta, a descubrir las entretelas de un hombre que hizo de su normalidad –intelectual y vital– su grandeza. Y que mantuvo ese silencio digno que le ha acompañado hasta la tumba. De Suárez no habrá ni memorias, ni notas, ni diálogos. Y no creo que fuese olvido por la amnesia de la enfermedad, sino por la generosidad de su espíritu. 

Han sido legión –periodistas y políticos– los que ayer se acordaron del arzobispo, poeta y escritor, Fenelón, y pensaron, como lo hizo el intelectual francés, que “una hermosa muerte honra toda una vida”. En otras palabras: demasiados han supuesto estos días que los ditirambos del obituario podrán soslayar (y redimir) el relato de las canalladas políticas y personales de las que Adolfo Suárez fue víctima entre 1976 y 1981. Quizás, el único deseo del expresidente fallecido –y si el lector sigue leyendo, sabrá por qué– hubiese sido el que expresó Philip Dormer Stanhope, cuarto conde Chesterfield, en Cartas a su hijo: “Lo único que quiero para mi entierro es no ser enterrado vivo.” Eso fue lo que le ocurrió, sin embargo, a Suárez.

Adolfo Suárez Miquel Roca i Junyent