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El mejor periodista de todos los tiempos
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José Antonio Zarzalejos

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El mejor periodista de todos los tiempos

En agosto del pasado año, así que llegué a Cartagena de Indias, tras visitar los cafetales colombianos, dejé mis maletas en el hotel San Teresa y

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En agosto del pasado año llegué a Cartagena de Indias. Tras visitar los cafetales colombianos, dejé mis maletas en el hotel San Teresa y me encaminé a la casa de Gabriel García Márquez situada en un lateral de otro hotel emblemático de la ciudad amurallada, el Santa Clara. Sabía que el genio no estaba allí, que le había agarrado la desmemoria y, dicen, que hasta desvariaba, salvo en momentos en los que le volvía la lucidez, durante apenas unos segundos, y regresaba a la escena de la entrega del premio Nobel de Literatura en 1982 en la ciudad de Estocolmo, enfundado en su guayabera blanquísima, con el pelo entrecano en una testa romana, ligeramente inclinada a un público que le aplaudía con entusiasmo. Y se hinchaba de satisfacción, aunque luego lo negase porque “no soy vanidoso”.

Lo era, vaya si lo era. Porque Gabo decía que el periodista -el mejor de todos los tiempos en español- no se hace sino que nace, y a le parieron letra herido, con la palabras a flor de pluma y la metáfora en la bocanada del primer puro de la mañana.

La casa cartagenera de Gabo estaba cerrada a cal y canto y se asemejaba a un búnker. Me dijeron en el lugar que García Márquez no regresaba por Cartagena de Indias desde hacía ya mucho tiempo, pero que su espíritu permanecía en los escenarios de sus novelas y de sus reportajes. Que le querían, pero no sabían si él los quería a ellos. Estaban tristes los cartageneros, habitantes de un espacio urbano único, que transporta a otro tiempo, bellísimo, en el que Gabo debió ser feliz y feraz.

Pero el patriarca estaba ya en su otoño,  penúltimo otoño, en una soledad que quizás podía durarle hasta los cien años y sin apenas –ni coronel, ni nadie- que le escribiese sus arrobos literarios que, aun en la enfermedad, le acudían a una inspiración trabajada en la observación. Habían pasado para Gabo los tiempos del cólera, aquellos en los que marchó -corría el año 1958- a la Cuba de Castro para embridar la agencia de noticias de la revolución.

Los escritores dirán que fue el mejor de los suyos; pero los periodistas afirmamos que fue el mejor de los nuestros. Que nadie en los tiempos de los tiempos escribió como él el mejor periodismo en español

Se sentía en Cartagena de Indias a Gabo, pero ya no estaba allí. Di vueltas y vueltas a su casa pegada a la muralla para no olvidar ni un rincón de la vivienda y escruté cuanto pude -que fue poco- el interior. Luego, tomé un batido en el Santa Clara -en donde tantas veces él se sentaba, quieto, observando- y me encaminé a Ábaco, la librería en la que pensaba volver a comprar las mejores ediciones de sus novelas y textos.

María Elsa Gutiérrez, una ingeniera industrial, que dejó la informática por la regencia del establecimiento en Cartagena, fue un deslumbrante descubrimiento. Así que trabé conversación con ella, y me invitó a un café y a un bizcocho de chocolate en la delantera de la librería. Charlamos. Mi hijo escuchaba con una admiración extraordinaria -a la par de la mía- a una mujer que lo sabía todo de la literatura hispanoamericana. Desolado comprobé que María Elsa -también resignada- no tenía fondos de Gabo. “Todos se agotaron y no me regresaron nuevos” me dijo. “Llévese algo de Piedad Bonnet, una poetisa que es tan buena con el verso como con la prosa. Una maravilla que sólo crece en Colombia”. Me entregó Lo que no tiene nombre, la conmovedora y  fascinante historia de una madre que vive con una vibración agónica la enfermedad y el suicidio de su hijo.

Pero Gabo -las obras de Gabo-, no estaban allí. “No me las regresaron, amigo, se venden bien, pero hay tiempo de espera para reediciones y cuando llegan me las quitan de las manos.” Salí de Ábaco decepcionado por el vacío del maestro en los estantes pero seducido por el español entonado, cortés, sugestivo, de esta mujer colombiana. “Gabo, amigo, ya está en Macondo y de allí no sale”. Y, efectivamente, en la tarde noche de ayer, el de Aracataca (1927) crecido a la sombra de sus abuelos maternos, Tranquilina Iguarán Cortés y Nicolás Ricardo Márquez Mejía, coronel, tan decisivos para el maestro, se fue a Macondo y no volverá de allí.

Los escritores dirán que fue el mejor de los suyos, pero los periodistas afirmamos que fue el mejor de los nuestros. Que nadie en los tiempos de los tiempos escribió como él el mejor periodismo en español, que nadie como él dominó el reportaje -¿qué otra cosa es la colosal Crónica de una muerte anunciada o Noticia de un secuestro? Las hemerotecas de El Universal de Cartagena y El Espectador con los textos allí publicados de García Márquez serán los templos de un periodismo que voló a una altitud a la que nadie más llegó. ¿Alguien elaboró críticas de cine mejores que las de Gabo? Leídas, sobraba ver la película.

¿Cómo lograba engarzar las crónicas hasta hacerlas tan reales que los golpes dolían, el lloro provocaba lágrimas y los hechos se convertían vivencias personales?

¿Cómo lograba engarzar las crónicas hasta hacerlas tan reales que los golpes dolían, el lloro provocaba lágrimas y los hechos se convertían vivencias personales? Decía que el periodista ha de “hacer sentir, ha de zarandear al lector, atraerlo y sojuzgarlo”. Solo es periodista “el que se deja dominar y envolver por su propio texto y doma la voluntad del lector hasta que se le entrega”.

Gabo fue crítico, reportero, cronista y corresponsal. Lo fue todo y lo fue en un tiempo de su vida en España, en Barcelona, a donde arriba en 1967, tiempo valle y fructífero en su vida, que le da fuerza para fundar la revista Alternativa. Deja España en 1975 y su carrera se dispara. Y como buen  periodista, interioriza sus filias y sus fobias. Que se lo pregunten a Vargas Llosa, con quien en 1976 rompe ruidosamente por política y por un secreto entre ambos que quizá el hispano-peruano se avenga a relatar ahora que el maestro está en Macondo.

Exiliado de su país en 1981, se instala en México y ya su inspiración es un tifón creativo, pegado siempre al periodismo (en 1998 adquiere la revista colombiana Cambio). Luego, viene el declinar que en 2004 ofrece esa joya última que es Memoria de mis putas tristes. La Fundación Nuevo Periodismo le consagra como lo que quiso ser y fue como un vendaval: el mejor periodista; único; inclasificable.

Si escribir es llorar, como dijo Larra, redactar estas líneas, es verter lágrimas de tinta digital para un hombre al que su grandeza literaria, al que su grandeza periodística, le redime de todo. Y que en estos tiempos de desolación nos deja la sentencia más aleccionadora y triunfante: “El periodismo es el mejor oficio del mundo”. Eso lo dijo Gabriel García Márquez y él se encargó de hacerlo realidad. Rompió el molde y se ha ido. Los periodistas nos hemos quedado un poco huérfanos.

En agosto del pasado año llegué a Cartagena de Indias. Tras visitar los cafetales colombianos, dejé mis maletas en el hotel San Teresa y me encaminé a la casa de Gabriel García Márquez situada en un lateral de otro hotel emblemático de la ciudad amurallada, el Santa Clara. Sabía que el genio no estaba allí, que le había agarrado la desmemoria y, dicen, que hasta desvariaba, salvo en momentos en los que le volvía la lucidez, durante apenas unos segundos, y regresaba a la escena de la entrega del premio Nobel de Literatura en 1982 en la ciudad de Estocolmo, enfundado en su guayabera blanquísima, con el pelo entrecano en una testa romana, ligeramente inclinada a un público que le aplaudía con entusiasmo. Y se hinchaba de satisfacción, aunque luego lo negase porque “no soy vanidoso”.

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