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Rajoy se carga el PP
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José Antonio Zarzalejos

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Rajoy se carga el PP

Recuerdo vívidamente cómo en enero de 2008, Rajoy asestó a Alberto Ruiz-Gallardón la primera de sus puñaladas traperas. Entonces se negó a llevar al alcalde de

Foto: Fotografía de archivo del presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, y Alberto Ruiz-Gallardón (EFE)
Fotografía de archivo del presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, y Alberto Ruiz-Gallardón (EFE)

Recuerdo vívidamente cómo, en enero de 2008, Rajoy asestó a Alberto Ruiz-Gallardón la primera de sus puñaladas traperas. Entonces se negó a llevar al alcalde de Madrid en las listas de las generales de marzo de aquel año que perdió por segunda vez ante Rodríguez Zapatero. Se oponía a la promoción del fiscal en excedencia, y lo hacía con armas y bagajes, Esperanza Aguirre, damnificada ahora igualmente por el presidente del Gobierno, a quien ha convertido en una política-espectáculo para marujas y vecindonas. En la coartada de que la aristócrata ponía pies en pared se refugió el pontevedrés para quitarse de encima las aspiraciones del edil madrileño. Rajoy, que sabe de fútbol mucho, buscó el empate: ni para Esperanza, “ni para ti, Alberto, aunque ya sabes que te prefiero”.

El día 16 de aquel enero gélido de 2008, el diario El País titulaba: “Rajoy excluye de las listas a Gallardón y el alcalde decide dejar la política”. Aquel amago –y no era el primero– le dolió a Rajoy. Pero no tanto como la conspiración de la propia Aguirre con Pedro J. Ramírez, Federico Jiménez Losantos (entonces en la todopoderosa COPE) y el cardenal Rouco-Varela para darle verduguillo en la noche electoral (9 de marzo de 2008) y, luego, en el Congreso de Valencia (junio de 2008). De no ser por algunos barones populares de la periferia –entre ellos Paco Camps, que deambula en el purgatorio del olvido–, Rajoy no hubiese salido vivo de la calle Génova aquella noche electoral.

A Esperanza le faltó ese tramo último de arrojo para autoproclamarse la lideresa del PP. Todo estaba dispuesto para que a la mañana siguiente la cadena radiofónica de la Iglesia, el periódico del defenestrado Pedro J. y el verdadero ABC –controlado por las huestes aguirristas de La Razón que en febrero habían desembarcado en el periódico monárquico en una operación de guerrilla de la que no se enteró ni Mauricio Casals que ya tenía en cartera a Francisco Marhuenda como nuevo director– aplaudiesen a la “Margaret Thatcher española” en medio de ditirámbicos elogios. La operación Esperanza fracasó y Rajoy hizo raíz en el liderazgo del partido en el mes de junio cuando un displicente Aznar acudió al congreso de la organización en la ciudad del Turia mostrando la opinión que le merecía su sucesor. Embozado tras esa barba rasurada, esas gafas excesivas, esas cejas flotantes y ese pelo que le encubre parte de la frente hasta ocultar sus rasgos, Rajoy sonrió: Aznar comenzaba también a sobrarle.

Fue entonces cuando algunos –y seguramente también Gallardón– entrevieron que Rajoy era un superviviente, un corcho, un maratoniano de la política. Y optaron por él, que era hacerlo, también, contra Aguirre y su entorno mediático y político (por ejemplo, Ignacio González et alii). El alcalde apostó todo por Rajoy, harto de ser un “verso suelto” y de aparecer en la escena política como una cosa y su contraria. Cuando abandonó la Alcaldía de Madrid en diciembre de 2011 para ser, por fin, ministro, siete meses después de haber sido elegido por mayoría absoluta como primer edil de la capital de España (22 de mayo anterior), Ruiz Gallardón dejó atrás una trayectoria para adentrarse en otra: la ortodoxia. Y para hacerlo hasta prescindió de personas que le habían seguido fielmente en sus travesías desérticas y aceptó un ministerio con mucha prosopopeya pero que exigía conocer al dedillo la gramática parda de la magistratura, la Fiscalía, los abogados, los procuradores, los funcionarios judiciales… Gallardón no fue nunca el hombre para salir con bien de ese laberíntico ministerio.

El programa del PP en materia de justicia hubiese sido endiablado para cualquiera, pero mucho más lo era para un hombre tan político como Gallardón, que debió abordar demasiadas leyes técnicas con compromisos de renovación –en la elección por ejemplo de Consejo General del Poder Judicial y en la propia regulación del aborto– que requerían de una fortaleza política y de un respaldo del presidente del Gobierno de los que el exalcalde nunca ha dispuesto. Nada de lo que ha hecho Gallardón y nada de lo que ha dejado de hacer –incluso las traiciones al programa electoral de su partido– le son atribuibles por entero. Ni siquiera la enorme torpeza de elevar las tasas judiciales hasta mediatizar la tutela efectiva de los jueces que la Constitución garantiza y que el Constitucional repondrá. Comparte la responsabilidad con el Gobierno y, especialmente, con su presidente.

Hacía mucho tiempo que el ya exministro de justicia tenía la mosca detrás de la oreja. Sus despachos habituales no eran con Rajoy, sino con la vicepresidenta –que se distinguían con un mutuo distanciamiento– y por mucho que el ministro trataba de que su gestión de plastilina complaciese al presidente y a Moncloa, nunca estuvo en el núcleo duro del Gobierno. Ahora se puede contar: el domingo precedente al lunes 2 de junio de este año, fecha de la abdicación de Don Juan Carlos, el ministro de Justicia desconocía por completo el acontecimiento porque la renuncia del Rey se cocinó de espaldas al notario mayor del Reino. Increíble pero rigurosamente cierto.

La nueva ley del aborto que el ministro planteó desde una concepción moral que ni el propio Aznar manejó al mantener la ley de 1985, elaborada por el Gobierno de Felipe González, ha sido la perdición de Ruiz-Gallardón. Ayer por la mañana, Rajoy introducía por el espacio intercostal derecho del ya exministro su daga florentina. Y lo asesinaba por segunda vez después de una primera hace más de seis años en la sede popular de Génova. En política es posible morir varias veces como recordó Churchill. Y Gallardón es el ejemplo más evidente de que eso sucede. Esta vez la puñalada ha sido certera porque no le dejaba a Gallardón margen alguno. Aunque, todo sea dicho, el exministro ha dejado perdido el escenario: abandona el departamento, el escaño y el puesto en la ejecutiva. Militante de base. Si no quería crisis, la venganza del chinito: ahí la tienes Mariano, toréala mientras Artur Mas se frota las manos. ¿Esto es un Gobierno o un grupo de aficionados? ¿Había peor momento que este para que se produjese una crisis de esta magnitud?

Ya están todos los de la lista” podrán notificarle al presidente del Gobierno los miembros de su oficial mesa camilla. No está Aznar, no está Aguirre, no está Álvarez Cascos, no está Rodrigo Rato, no está Manuel Pizarro, no está Pedro J. Ramírez, no está Rouco Varela y, entre otros desaparecidos en combate, tampoco está Gallardón. Ha sido una buena labor de carnicería política; han despiezado bien el cadáver y han exhibido sus despojos con la sutil crueldad de ir haciéndolo poco a poco.

Ya está conseguido: el PP es un erial y el Gobierno un grupo disciplinado de compañeros y amigos del presidente que son como el ‘equipo A’: destrozan, suman y restan, pero no tienen ni lejana idea de lo que sea la política, que confunden lamentablemente con el poder.

Recuerdo vívidamente cómo, en enero de 2008, Rajoy asestó a Alberto Ruiz-Gallardón la primera de sus puñaladas traperas. Entonces se negó a llevar al alcalde de Madrid en las listas de las generales de marzo de aquel año que perdió por segunda vez ante Rodríguez Zapatero. Se oponía a la promoción del fiscal en excedencia, y lo hacía con armas y bagajes, Esperanza Aguirre, damnificada ahora igualmente por el presidente del Gobierno, a quien ha convertido en una política-espectáculo para marujas y vecindonas. En la coartada de que la aristócrata ponía pies en pared se refugió el pontevedrés para quitarse de encima las aspiraciones del edil madrileño. Rajoy, que sabe de fútbol mucho, buscó el empate: ni para Esperanza, “ni para ti, Alberto, aunque ya sabes que te prefiero”.

Mariano Rajoy Alberto Ruiz-Gallardón