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Castro y Felipe VI, dos hombres para una crisis
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José Antonio Zarzalejos

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Castro y Felipe VI, dos hombres para una crisis

La infanta Cristina se sentará casi con seguridad en el banquillo por cooperadora necesaria en dos delitos fiscales perpetrados en grado de autoría por su marido

Foto: La infanta Cristina. (Gtres)
La infanta Cristina. (Gtres)

“Aléjese de los palacios el que quiera ser justo. La virtud y el poder no se hermanan bien”. Marco Anneo Lucano

La infanta Cristina se sentará casi con toda seguridad en el banquillo por cooperadora necesaria en dos delitos fiscales perpetrados en grado de autoría por su marido, Iñaki Urdangarin. Llevar a juicio oral a la hermana del Rey corresponde al juez Castro en una decisión que no es recurrible. El fiscal, el abogado del Estado y la defensa de la infanta aducirán la doctrina Botín, según la cual si en este tipo de delito no hay acusación del Ministerio Fiscal ni del Estado, la popular (Manos Limpias) no está legitimada para ejercerla.

Sin embargo, la propia sección de Audiencia Provincial de Palma mantiene en el auto la imputación de doña Cristina por considerar suficientes los indicios investigados en la instrucción del caso en cuanto a los delitos fiscales y estima que hay matices que hacen diferente este asunto al llamado Botín y, uno, esencial: en el del banquero fallecido no había acusación contra nadie por parte del Fiscal y en el caso Nóos sí lo hay: la de la fiscalía contra el duque consorte de Palma y otros más, de modo que el presupuesto de hecho es distinto al que resolvió en 2007 el Tribunal Supremo.

El ímprobo trabajo de Castro se ha desarrollado en condiciones difíciles porque se ha enfrentado al Fiscal, la Agencia Tributaria y la Abogacía del Estado, instancias a las que la Audiencia recrimina, especialmente a Pedro Horrach, acciones y omisiones. El instructor, pese a que le fue revocada una primera imputación a la infanta, ha logrado imponer su criterio en la segunda aunque haya sido por los delitos menos graves (fiscales) de todos los posibles y de menor entidad que el de blanqueo de capitales que la Audiencia entiende se le atribuye a la infanta sin indicios suficientes para ello.

El caso de doña Cristina provoca lo que se denomina ahora “repugnancia social” y aunque la justicia nunca debe allanarse a los estados de opinión ni a los juicios paralelos, ha de entender la aplicación de la norma penal en el contexto histórico en el que se impone y el español es de altísimo voltaje: indignación y hartazgo. La mayoría de los ciudadanos desearían para la infanta una acusación formal más amplia y más rotunda. La que se le ha hecho, sin embargo, no es pequeña y, sobre todo, resulta inédita: jamás a un miembro de la familia real en España se le ha imputado formalmente la comisión de delito alguno. De ahí que el auto de imputación del juez Castro y el de ayer de la Audiencia de Palma, puedan considerarse resoluciones históricas.

Porque además de sus efectos jurídico-penales (tenemos por delante una cadena de trámites procesales largos y tediosos), la imputación de la infanta rompe esa protección intangible que parecía rodear a la hija de Don Juan Carlos y sanea así la institución que, gracias a la abdicación del 2 de junio de este año, ha adquirido nuevos bríos. Porque si el juez Castro ha sido persistente, Felipe VI, antes como Príncipe de Asturias y ahora como Rey, ha tenido vista larga e instinto político y moral.

El Rey no sólo se distanció muy tempranamente de Urdangarin y de su hermana. Además, discrepó en abril de 2013 con la desafortunada reacción de la Casa del Rey, su padre, cuando juzgo “sorprendente” la primera imputación a doña Cristina y animó al fiscal a recurrirla. Don Felipe, desde Barcelona, proclamó al día siguiente su fe en la independencia judicial. Luego procuró y logró no aparecer junto a su hermana ni siquiera en acontecimientos tan íntimos como la conmemoración del aniversario de la muerte de su abuelo materno, el Rey Pablo de Grecia. Y ya Rey, ha reducido la familia real a sus padres, su mujer y sus hijas, apartando de ellas –es familia del Rey- a sus hermanas, que no perciben ya ningún estipendio porque la Casa no les encomienda ninguna función representativa.

La Zarzuela reaccionó ayer como debía hacerlo: con frialdad. Algo, sin embargo, debe poner de su parte la infanta Cristina. Por ejemplo, la renuncia a los derechos dinásticos –es la sexta en la sucesión- y al título nobiliario que es el Ducado de Palma, concedido por su padre cuando se casó en 1997. Puesto que ha decidido permanecer unida a su marido –al que puede caerle en suerte una condena de muchos años-, parece lógico que se aplebeye de manera total y absoluta. Porque lo que importa es que la Corona, la Jefatura del Estado, reseteada por Felipe VI, siga como hasta ahora sin deterioro y con el aprecio más amplio posible. De alguna forma, la infanta debe compensar el daño que ha hecho ella y su marido a la institución.

Castro por unas razones y Felipe VI por otras, se han mostrado como figuras emergentes en la crisis de la Corona. El primero, para precipitarla; el segundo para rescatarla. Todo ello a través de dos autos (de imputación y de confirmación) y una abdicación seguida de una voluntad cierta de reiniciar el camino y explorar otros nuevos. Quizás entre ellos esté sentar a una infanta de España en el banquillo. Otras naciones, en tiempo muy pretéritos, cortaron la cabeza a alguno de sus reyes o reinas. Incluso en Inglaterra. Aquí y ahora la prueba de contraste de la Monarquía es su determinación de continuar haciendo lo necesario para que el suyo sea un discurrir en el consenso estabilizador del Estado, cuya unidad y permanencia el Rey representa por mandato constitucional.

“Aléjese de los palacios el que quiera ser justo. La virtud y el poder no se hermanan bien”. Marco Anneo Lucano

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