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Ni "derrocamiento del Rey" ni independencia de Cataluña
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José Antonio Zarzalejos

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Ni "derrocamiento del Rey" ni independencia de Cataluña

El secesionismo agota sus bazas. Felipe VI ha estado en su sitio, recibiendo a Artur Mas, pero ahora es el Gobierno el que debe actuar con los medios a su alcance para evitar una subversión constitucional

Foto: Felipe VI y Artur Mas, en la recepción real de ayer. (EFE)
Felipe VI y Artur Mas, en la recepción real de ayer. (EFE)

Este es un momento histórico para España porque, sobre un fondo de crisis poliédrica (económica, social y político-institucional), al Estado se le plantea una cuestión tan crítica como el proceso secesionista en Cataluña cuyo diagnóstico es cada vez más grave aunque el presidente del Gobierno, enfáticamente, afirme que Cataluña no será independiente.

Muchos creemos que Rajoy tiene razón. Son tantos los argumentos de sentido común político, económico, internacionales y culturales que obstaculizarían una secesión catalana que parece improbabilísima. No obstante, desde que Mas puso en marcha la maquinaria independentista en las elecciones de noviembre de 2012 el Gobierno ha estado casi siempre por detrás de los acontecimientos al optar por una estrategia meramente legal desatendiendo la política.

Un criterio muy generalizado aboga por no conceder a los independentistas ni el beneficio de una negociación a la baja (nunca la secesión) y se considera que las propuestas del PSOE sobre una posible terapia a través de una reforma constitucional (no un proceso constituyente) serían intolerables cesiones a CDC y ERC que, además, no se avendrían a pacto alguno que no fuera el de obtener, sí o sí, la independencia.

Los partidarios de la política de firmeza -confundida a veces con la política de parálisis- no reparan en que la acción política del Gobierno y los partidos no secesionistas no sólo consiste en ofrecer una tercera vía que renueve los pactos de convivencia de 1978 -como aconsejó en su último mensaje navideño el Rey emérito- sino en construir un relato de España atractivo para cientos de miles de catalanes que militan en el independentismo porque no tienen otro banderín de enganche ante un estatus quo catalán que ahora les desagrada.

En Cataluña no hay mayoría social independentista, aunque puede haber el 27-S mayoría de escaños para formular un remedo de declaración de independencia

En Cataluña no hay una mayoría social independentista, aunque pudiera haber el 27-S una mayoría de escaños en el Parlamento para formular un remedo de declaración de independencia. En Cataluña ni Mas, ni Junqueras ni sus respectivos partidos han dicho la verdad a los catalanes sobre cómo sería la realidad del país en una eventual independencia, ni cómo se llegaría a ella contra el Estado y la comunidad internacional. Pero es que el Gobierno y los partidos políticos contrarios al proceso secesionista tampoco lo han hecho. Cataluña ha sido tierra exenta para la acción política del Estado en la que se ha hecho frecuentemente presente el Rey con un mensaje integrador.

En Cataluña el Gobierno no ha hecho políticamente nada como se encargará de demostrar el desplome del PP en las elecciones del 27 de septiembre y como se ha encargado de acreditar el avance imparable del proceso independentista que el Ejecutivo ha abordado siempre desde una visión legalista -necesaria pero no suficiente- renunciando a la estrategia política. La soledad en la que se ha dejado a la intelectualidad catalana denominada “unionista”, a las agrupaciones populares como Sociedad Civil Catalana, a las propias organizaciones sociales que, con mayor o menor énfasis se oponen al proceso soberanista, es una prueba evidente de la renuncia a hacer política en Cataluña, una de las omisiones más graves del Gobierno de Mariano Rajoy.

Felipe VI es garantía de integración, lo que le atribuye un valor que la mayoría de los españoles aprecia y que las fuerzas políticas más representativas respetan

Naturalmente, el Rey está directamente concernido por la crisis de Cataluña porque la Constitución le atribuye la “Jefatura del Estado, símbolo de su unidad y permanencia”, pero la Carta Magna no le ofrece otros poderes que los blandos de “moderar y arbitrar el funcionamiento regular de las instituciones”, es decir, le priva de cualquier facultad que no sea la de sugerir, intermediar y aconsejar, de modo tal que su responsabilidad en lo que ocurre en Cataluña es inexistente y corresponde por entero a quienes protagonizan la coyuntura y al Gobierno y los partidos políticos. El Rey no puede hacer más de lo que hace: estar presente incluso en actos tan desafiantes como el de la final de la Copa que lleva su nombre, en el Camp Nou, soportando un fenomenal pitada al himno nacional en su presencia y bajo la sonrisa satisfecha de Artur Mas.

Precisamente por estas circunstancias constitucionales y por la actitud del Rey, Felipe VI es una garantía de integración, lo que le atribuye un valor que la mayoría de los españoles aprecia y que las fuerzas políticas más representativas respetan. El Jefe del Estado tiene desafíos que superar y, entre ellos, el catalán independentista que, no obstante, esta preñado de tactismos porque hasta el más acérrimo secesionista sabe que la independencia catalana es inviable. El 27 de septiembre serán las elecciones catalanas pero en diciembre se celebrarán las generales. En los primeros meses de 2016 habrá un nuevo gobierno sin mayoría absoluta y una fragmentación del Congreso que exigirá transacciones. En ese contexto -y no en el actual- se dirimirá la cuestión catalana con la búsqueda de un acuerdo sustitutorio del proceso soberanista ahora en curso.

El Estado tiene medios para evitar una subversión constitucional (artículo 155) y dispone de un amplio elenco de medidas para disuadir al secesionismo

El problema es cómo llegan unos y otros a ese momento político apenas dentro de seis meses. El independentismo ha ganado mucho terreno pero no la mayoría social catalana (ahí está el 9-N de 2014 y las encuestas) y, sobre todo, no ha explicado la racionalidad y verosimilitud de su pretensión. El Gobierno del PP ha dejado que las cosas vayan demasiado lejos y generen una incertidumbre adicional a las muchas que nos acucian. El Rey ha estado en su sitio y en él debe seguir, cada vez más sólido porque cada vez representa mayor garantía de interlocución como ayer pudo comprobarse con su audiencia al presidente de la Generalitat al que dijo todo lo que el primer magistrado del país debe decir con el gesto adecuado al hacerlo. Sin sonrisas.

El Estado, a través del Gobierno y las Cámaras, tiene medios bastantes para evitar una subversión constitucional (artículo 155) y dispone de un amplio elenco de medidas políticas y de discurso para disuadir al secesionismo. Sacar uniformes a pasear en los medios es muestra, o de irresponsabilidad, o de impotencia. Y ni una ni otra debieran concurrir en la crisis política de Estado más grave de las que ha padecido el nuestro desde la Constitución de 1978. Hay que reivindicar el valor incalculable de la política y sus instrumentos y evitar especulaciones arriesgadas sobre urdimbres extremistas que tratarían de "derrocar"(sic) al Rey y pesimismos históricos que dan por hecho el éxito del proceso soberanista y por tanto la independencia catalana que, al final, no se producirá. No hemos llegado hasta aquí para oficiar un suicidio colectivo.

Este es un momento histórico para España porque, sobre un fondo de crisis poliédrica (económica, social y político-institucional), al Estado se le plantea una cuestión tan crítica como el proceso secesionista en Cataluña cuyo diagnóstico es cada vez más grave aunque el presidente del Gobierno, enfáticamente, afirme que Cataluña no será independiente.

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