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Fecha y pregunta para un "golpe de Estado" (evocación de 1931 y 1934)
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José Antonio Zarzalejos

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Fecha y pregunta para un "golpe de Estado" (evocación de 1931 y 1934)

El anuncio se ha hecho en la Generalitat tras las intervenciones exculpatorias de Junqueras y Puigdemont

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"Es algo formidable. Mientras escucho me parece que estuviera soñando. Eso es, ni más ni menos, una declaración de guerra. ¡Y una declaración de guerra -que equivale a jugárselo todo, audazmente, temerariamente- en el preciso instante en que Cataluña, tras siglos de sumisión, había logrado sin riesgo alguno, gracias a la República y la autonomía, una posición incomparable dentro de España, hasta erigirse en su verdadero árbitro, hasta el punto de poder jugar con sus gobiernos como le daba la gana. En estas circunstancias, la Generalidad declara la guerra, esto es, fuerza a la violencia al Gobierno de Madrid, cuando jamás el Gobierno de Madrid se habría atrevido a hacer lo mismo con ella".

Agustí Calvet –Gaziel, director de 'La Vanguardia'- con motivo de los hechos del 6 de octubre de 1934 en Cataluña.

Carles Puigdemont cita a la sociedad catalana a incurrir en un nuevo fracaso histórico como lo hicieron el 14 de abril de 1931 el líder de ERC Francesc Maciá -proclamó el Estado catalán en la Federación de Repúblicas Ibéricas, renunciando tres días después a semejante pronunciamiento a cambio del Estatuto de Nuria de 1932-, y el 6 de octubre de 1934, Lluís Companys, presidente de la Generalitat -proclamó el Estado catalán de la República Federal Española, una insurgencia que duró apenas unas horas y que reprimió el general Batet-.

Salvando las distancias que se quieran, cuando España -en los años treinta- albergaba en su nuevo 'Estado integral' la ilusión de sacar adelante una II República después del fiasco de la primera y tras la descomposición del régimen de la Restauración- surge la llamada cuestión catalana que, siempre con insuficiencia propia para lograr sus objetivos pero con capacidad para desestabilizar el Estado, zarandea el sistema constitucional. Como ahora.

La reacción consternada de Agustí Calvet -Gaziel, a la sazón director de 'La Vanguardia'- ilustra hasta qué punto las personas e instancias más sensatas de Cataluña descalificaron entonces -y de modo demasiado silente lo hacen también ahora- la aventura secesionista de una clase dirigente política en el Principado que parece apostar, sistemáticamente, por el fracaso histórico.

La fijación de la fecha (1 de octubre) del referéndum independentista y de la pregunta ('Quiere que Cataluña sea un Estado independiente en forma de República') anunciada tras una intervención indigerible de Oriol Junqueras y otra caótica del propio presidente Puigdemont -ambas tratando de exculparse de la decisión que se comunicaba- componen una determinación que no es política sino subversiva porque es groseramente inconstitucional y que cabe considerar -en los términos del siglo XXI- como un auténtico "golpe de Estado" tal como ha lo ha entendido el Gobierno y lo asume buena parte de la oposición. No hay ni un solo antecedente en una democracia liberal y constitucionalizada de un comportamiento semejante que, como es lógico, el Estado no puede consentir.

Al Gobierno -aunque no sólo a él- corresponde ofrecer respuesta política y jurídica a este acto de insurrección contra la Constitución

Al Gobierno -aunque no sólo a él- corresponde ofrecer respuesta política y jurídica a este acto de insurrección contra la Constitución, contra las sentencias del Tribunal Constitucional y contra la legalidad autonómica catalana que es la que legitima -como en 1934 a Companys- a Carles Puigdemont. Ante este desafío no caben, además, terceras vías. Eran posibles hasta hace un tiempo. A partir de la decisión de golpear al Estado, consumada este 9-J, no hay posibilidad alguna de negociación.

El presidente de la Generalitat sabe, como sabía Maciá en 1931 y Companys en 1934, que su iniciativa está abocada al fracaso, pero en él parece Puigdemont y los que le secundan encontrar salida al laberíntico proceso soberanista que ha ido perdiendo adeptos y colaboraciones a lo largo de su desarrollo. Se trata de provocar al Estado para que muestre sus facultades más desagradables -por necesarias que puedan ser- y poder armar un discurso victimista más adelante que redima a estos políticos insensatos de su banalidad irresponsable.

Desde que el demediado Artur Mas, delfín del denostado (allí y aquí) Jordi Pujol, pusiera en marcha la apuesta secesionista (2012), los hechos han demostrado que una cosa es el malestar de una parte amplia de la ciudadanía catalana, y otra muy distinta la sobrerreacción de imponer unilateralmente la independencia como solución a esa inquietud. En el camino se ha quebrado la federación catalanista CiU, ha desaparecido, anegada en la corrupción, CDC, se han hundido muchas carreras políticas, se ha volatilizado Unió y se ha contraído electoralmente el PSC.

Cataluña siempre ha merecido, en momentos críticos de su historia, mejores dirigentes políticos, más fiables y verdaderamente lúcidos

Incluso organismos de supuesta transversalidad en la demanda de la consulta independentista -el Pacto Nacional por el Referéndum-, han quedado desactivados por la desagregación de los sindicatos y de partidos de la nueva izquierda catalana como 'los comunes' de Colau y Domènech. Los empresarios, tímidamente pero de forma transparente, se han alejado de las posiciones rupturistas y las instancias internacionales -todas, absolutamente todas- han remitido este asunto a su ámbito propio: el español y el de la legalidad constitucional de nuestro país.

Por lo demás, ni en el eufemísticamente denominado 'proceso participativo' del 9 de noviembre de 2014 (acudió a votar un tercio de los convocados, es decir, 1.800.000 personas incluidos los jóvenes de 16 años), ni en las supuesta elecciones plebiscitarias de septiembre de 2015, el independentismo ha obtenido mayorías sociales que hiciesen verosímil la razonabilidad de un planteamiento tan radical como el secesionista. De ahí la deriva autoritaria del proceso soberanista que trata a empellones a las instituciones catalanas y pretende, sobre una justísima mayoría parlamentaria –que no electoral- sostener la arquitectura de un nuevo Estado a través de un referéndum ilegal.

Cataluña siempre ha merecido, en momentos críticos de su historia, mejores dirigentes políticos, más fiables y verdaderamente lúcidos. No los ha tenido y cuando mejor ha transitado su historia ha sido cuando el país ha encontrado el modo de cohonestar sus intereses y aspiraciones con los del resto de España. Por eso, en el referéndum constitucional de diciembre de 1978, los catalanes dijeron 'sí' a la Carta Magna en un porcentaje entusiástico: más del 90% de los votantes. Y ahora, se golpea ese pilar fundamental de nuestra democracia y de su autogobierno. El Estado -que sabrá, a través de las instituciones, administrar la respuesta- tiene la palabra.

"Es algo formidable. Mientras escucho me parece que estuviera soñando. Eso es, ni más ni menos, una declaración de guerra. ¡Y una declaración de guerra -que equivale a jugárselo todo, audazmente, temerariamente- en el preciso instante en que Cataluña, tras siglos de sumisión, había logrado sin riesgo alguno, gracias a la República y la autonomía, una posición incomparable dentro de España, hasta erigirse en su verdadero árbitro, hasta el punto de poder jugar con sus gobiernos como le daba la gana. En estas circunstancias, la Generalidad declara la guerra, esto es, fuerza a la violencia al Gobierno de Madrid, cuando jamás el Gobierno de Madrid se habría atrevido a hacer lo mismo con ella".

Carles Puigdemont Oriol Junqueras