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Irene Lozano

Palabras en el Quicio

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La vida cotidiana en el Congreso

Lo más difícil es convivir con el ruido. Los plenos de los martes comienzan a las cuatro. Al principio no hay muchos diputados. El orador puede

Lo más difícil es convivir con el ruido. Los plenos de los martes comienzan a las cuatro. Al principio no hay muchos diputados. El orador puede hablar con comodidad, los diputados pueden escuchar sin problemas. A muchos ciudadanos les resulta desolador ver esos bancos desiertos donde deberían sentarse sus representantes. Para el tribuno, en cambio, resulta preferible un banco vacío a un diputado en pie, charlando en tertulia, tal vez animada con risas, que por momentos parece convertirse en fuego de campamento.

Va transcurriendo la tarde, poco a poco los escaños se van llenando hasta que, en la media hora anterior a la votación, todos terminan de llegar. Lo que a las cuatro era silencio y a las cinco, bisbiseo; a las seis es rumor y a las siete, estruendo. Las últimas intervenciones son casi inaudibles desde el escaño; el orador apenas oye su propia voz. Eran estas horas de anteayer cuando el presidente del Congreso le dijo a Emilio Olabarría que fuera concluyendo su discurso. Éste contestó: “¿Qué más da? Si nadie me está escuchando”. No vi caerse ninguna cara de vergüenza.

El Congreso no es muy distinto de los bares, las reuniones familiares o los debates televisivos. El presidente reparte turnos en un país que prefiere tertulianear a parlamentar, en el que todos quieren hablar y solo se dignan a escuchar cuando se trata de su propio discurso. Dicen que el viajero que llega a una ciudad desconocida ve muchas cosas que pasan desapercibidas para el ojo local. No se debe a su sensibilidad exquisita, sino a que la fuerza de la costumbre nos embota los sentidos hasta hacernos percibir como normal lo aberrante. Algo así nos ocurre a los diputados nuevos, recién desembarcados en este islote singular. Acostumbrados a asistir a conferencias, charlas, clases o presentaciones de libros en las que la gente escucha, se sienta mirando hacia adelante y hace comentarios en voz baja, se nos hace muy extraño que no se practiquen los modales básicos. La cortesía del mundo real no rige aquí, aunque eso no significa que, cuando un diputado asiste a un acto público fuera de la Cámara se comporte como un perfecto maleducado. Todos conocemos las normas, simplemente aquí están suspendidas. Me pregunto cuántas veces se habrá dicho en esta cámara, debatiendo sobre el sistema educativo, que los jóvenes de hoy no respetan la autoridad, no callan en clase, no atienden al maestro, no guardan silencio. Cuántas veces se habrá hablado de crisis de valores entre los adolescentes. No hay tal; son solo dignos hijos de sus padres.

Hay una disonancia brutal entre la solemnidad de ciertos formalismos y una corriente general de desprecio a la palabra hablada. “Señor presidente”, “señorías”, “señoras y señores diputados”, se oye constantemente… La mesa no logra poner orden cuando lo intenta, que tampoco ocurre siempre. Cada cierto tiempo el presidente Posada toma la palabra y dice: “Los diputados que están manteniendo tertulias en los pasillos, por favor, váyanse a la cafetería”. Pero nadie le hace caso. Ni siquiera consigue que el tumulto se apacigüe unos segundos. No estaría mal que el PP concediera a Posada esa autoridad que le gusta para los profesores. Ahora solo refunfuña y da turnos de palabra. El Congreso no es muy distinto de los bares, las reuniones familiares o los debates televisivos. El presidente reparte turnos en un país que prefiere tertulianear a parlamentar, en el que todos quieren hablar y solo se dignan a escuchar cuando se trata de su propio discurso.

Lo más difícil es convivir con el ruido. Los plenos de los martes comienzan a las cuatro. Al principio no hay muchos diputados. El orador puede hablar con comodidad, los diputados pueden escuchar sin problemas. A muchos ciudadanos les resulta desolador ver esos bancos desiertos donde deberían sentarse sus representantes. Para el tribuno, en cambio, resulta preferible un banco vacío a un diputado en pie, charlando en tertulia, tal vez animada con risas, que por momentos parece convertirse en fuego de campamento.