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Cómo fingir que se resuelve un problema
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Irene Lozano

Palabras en el Quicio

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Cómo fingir que se resuelve un problema

Como el desprestigio de la política está muy enmarañado, Dolores de Cospedal ha dado un gran paso para complicarlo más. Frente a la situación actual hay

Como el desprestigio de la política está muy enmarañado, Dolores de Cospedal ha dado un gran paso para complicarlo más. Frente a la situación actual hay dos actitudes: la primera pasa por enfrentarse a los verdaderos problemas; la segunda consiste en despreciarlos mientras se finge que se da una solución. Estas dos actitudes se dan en torno a dos de los principales problemas políticos: el modelo de Estado y el modelo de política.

El Estado autonómico ha crecido en estos 30 años de forma desmesurada, irracional e incontrolada. Se ha demostrado que es una forma de organización inoperante (ejemplo: legislaciones que chocan entre sí, administraciones duplicadas…) que cuesta muy cara y fomenta las redes clientelares. También ha demostrado algunas virtudes, pero ahora estamos obligados a solucionar sus fallos, no a cantar sus alabanzas. Y esos fallos no lo son de una comunidad o de otra, sino de la estructura, es decir, del conjunto.

La cultura política de los últimos años ha alimentado la corrupción (por conceder impunidad a los corruptos) y ha fortalecido la incompetencia (porque la estructura de los partidos prima a los fieles al líder mientras desecha a los aptos y a los leales a la institución)Sólo se pueden abordar, pues, con una visión del Estado y no con parches para la parte que obvien la situación del todo. Por supuesto, los nacionalistas e independentistas no tienen esa visión de conjunto, sino que se sienten ante una ocasión de oro para redoblar su órdago. Yo hablo desde una visión de España porque creo -por principio- que una nación es una comunidad política de ciudadanos que buscan soluciones comunes a sus problemas y huyen del “sálvese quien pueda”, aunque naturalmente habrá quien no coincida conmigo.

Segundo problema: los políticos. Se ha instalado la opinión de que los políticos son gente corrupta e inútil, que sólo busca su interés. Existen y han existido muchos políticos honrados, que no han ganado mucho dinero -algunos, incluso menos de lo que ganaban trabajando por cuenta propia, como es mi caso- y no han robado. Existen muchos que han hecho y hacen bien su trabajo. No es que todos los individuos, en su comportamiento, hayan fallado: estamos ante un problema de cultura política. Y resulta innegable que la cultura política de los últimos años ha alimentado la corrupción (por conceder impunidad a los corruptos) y ha fortalecido la incompetencia (porque la estructura de los partidos prima a los fieles al líder mientras desecha a los aptos y a los leales a la institución).

Mucha gente piensa que existen demasiados políticos, algo en parte provocado por informaciones erróneas (sin embargo, verosímiles dado el grado de odio) y también por el Estado autonómico: muchos nos preguntamos qué hacen 17 cámaras legislativas, aparte de complicar la vida al ciudadano que necesita tres licencias de caza o que estudia en una comunidad distinta a la suya y sufre una apendicitis.

¿Por qué es tan difícil cambiar esa tóxica cultura política o ese diseño autonómico inoperante y despilfarrador? Por algo muy simple y muy antiguo: el poder. En esta cultura política y este diseño autonómico se sustenta el poder de los dos grandes partidos y de los nacionalistas, es decir, de quienes han mandado en España en los últimos 35 años. Y se resisten a perderlo. Resultaría relativamente sencillo acabar con la impunidad de los corruptos si sus propios partidos los denunciaran, en lugar de darles cobertura. Bastaría con premiar a quienes defienden con lealtad su institución y sus opiniones, para que los demás sintieran que una nueva cultura política se había instalado. Un par de actitudes nuevas y todos lo sabrían, sin necesidad de hacer una sola ley.

En cuanto al Estado autonómico, bastaría con que un equipo del presidente del Gobierno se sentara a pensar: cuántas autonomías son realmente justificables para servir bien al ciudadano (no para que el partido reparta prebendas), qué competencias deben tener, qué organismos deben desarrollar, cómo se reparte la tarea de legislar y la de gestionar, en suma, cómo organizamos un estado federal que funcione ajustando sus gastos a sus ingresos. Y a partir de ahí, negociar, negociar y negociar.  

Cospedal y su inútil decisión

La decisión de Cospedal de reducir el número de diputados autonómicos y eliminarles el sueldo finge solucionar dos problemas: tendremos menos políticos y serán más baratos, como pide el pueblo. En realidad, no mejora en nada el diseño autonómico -aunque podría hacerlo convenciendo a Rajoy de que la cámara castellano-manchega es toda ella superflua-, y no facilita la vida al cazador ni al estudiante. Tampoco contribuye a cambiar la cultura política y, posiblemente, la empeora. Si los diputados no cobran un sueldo digno, es muy probable que los partidos no consigan atraer a la gente más cualificada y, en cambio, seguirá atrayendo a la más corrupta, convencida de que podrá traficar con su poder y obtener millones de euros extra bonus.

Como el desprestigio de la política está muy enmarañado, Dolores de Cospedal ha dado un gran paso para complicarlo más. Frente a la situación actual hay dos actitudes: la primera pasa por enfrentarse a los verdaderos problemas; la segunda consiste en despreciarlos mientras se finge que se da una solución. Estas dos actitudes se dan en torno a dos de los principales problemas políticos: el modelo de Estado y el modelo de política.