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¡Quién supiera dibujar!
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Irene Lozano

Palabras en el Quicio

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¡Quién supiera dibujar!

En estos tiempos en que perdemos a razón de un derecho al día, urge reivindicar una conquista crucial: la burla. Si perdemos eso, se acabó todo,

En estos tiempos en que perdemos a razón de un derecho al día, urge reivindicar una conquista crucial: la burla. Si perdemos eso, se acabó todo, y en particular el recurso idóneo para combatir la sacralización del poder, sea político o religioso, se perciba en forma de consenso comunitario o de yugo familiar.

Hoy es uno de esos días en que lamento no saber dibujar, porque publicaría una viñeta, en lugar de una columna. Y aunque la ofensa no es mi estilo, hoy la reivindicaría casi como un derecho, el derecho a satirizar lo que otros sacralizan, a relativizar lo que otros quieren absoluto. Sólo el humor nos permite relativizar hasta las peores desgracias. Por eso, aunque podamos vivir sin una película ofensiva, debe quedar claro que no podemos vivir sin todas ellas, sin todas las burlas, sátiras y chanzas que, a diario y en cualquier parte del mundo, se hacen públicas contra cualquier personaje religioso, político, cultural. 

En las sociedades abiertas, el derecho a expresarse libremente lleva aparejados dos deberes: el primero, ofenderse sólo en casos excepcionales; el segundo, desofenderse al minuto siguiente

No es vital defender una ofensa, pero sí la ofensa; aunque a continuación se critique el mal estilo de los ofensores profesionales, sometidos ellos también a escrutinio y burla. En las sociedades abiertas, el derecho a expresarse libremente lleva aparejados dos deberes: el primero, ofenderse sólo en casos excepcionales; el segundo, desofenderse al minuto siguiente. Publicar estos días una viñeta ofensiva constituiría una generosa contribución a la sociedad, cuyo músculo de tolerancia se fortalece así: ofendiéndose y desofendiéndose, un-dos, un-dos.  ¿Que cuáles son los límites? Los establecidos por el Código Penal y por Mr. Bean. Siempre recuerdo la respuesta que dio el cómico Rowan Atkinson al periodista que le preguntó de qué no deberíamos reírnos: hemos de burlarnos de todo, salvo de aquellos rasgos que uno no elige, como su raza, contestó.

No podemos fingir que las represalias recurrentes de los fanáticos sin fronteras no afectan al músculo social. Persiguen exactamente aquello que Coetzee escribió de forma magistral: “La censura espera con ilusión el día en que los escritores se censurarán a sí mismos y el censor podrá retirarse”. En el fondo, los locos de Alá no quieren tomarse el trabajo de montar piras antiblasfemos cada pocos años. Querrían no ser necesarios y que nosotros mismos viéramos a Mahoma a través de sus ojos, en una especie de extraterritorialidad de sus creencias religiosas que lo impregnara todo.

Los fanáticos confían en desprenderse de su parafernalia vandálica en cuanto hayamos acatado. Pero aún hay ingenuos que caen en su juego reivindicando “respeto”. Háganme un favor. Cuando alguien invoque el respeto ante la burla a su religión, pregúntenle si preconiza el mismo respeto para otro tipo de creencias. Si contesta que tampoco hay que burlarse del Rey, para no ofender a los monárquicos, ni de Marx para no ofender a los marxistas, o se trata de un decidido enemigo de la libertad o de un cruzado contra el humor. Y si responde que nos podemos reír del Rey, pero no de Mahoma, está reclamando la superioridad moral de las creencias religiosas sobre todas las demás.  Y la verdad, no sé que es peor.

En estos tiempos en que perdemos a razón de un derecho al día, urge reivindicar una conquista crucial: la burla. Si perdemos eso, se acabó todo, y en particular el recurso idóneo para combatir la sacralización del poder, sea político o religioso, se perciba en forma de consenso comunitario o de yugo familiar.