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El cuento de la Monarquía se acabó
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Irene Lozano

Palabras en el Quicio

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El cuento de la Monarquía se acabó

Un rey campechano; un príncipe enamorado de una plebeya; una infanta licenciada, la primera de España, y trabajadora, faltaría más, que acudía a fichar a diario,

Un rey campechano; un príncipe enamorado de una plebeya; una infanta licenciada, la primera de España, y trabajadora, faltaría más, que acudía a fichar a diario, como todos. El retrato resultante reflejaba el triunfo de la humildad, el amor y el trabajo, lo que cualquiera querríamos para nuestra propia familia.

Era una monarquía normal: había sustituido la afectación añeja por un sutil encanto, ni tan cercano como para difuminar ese indispensable halo de glamour ni tan lejano como para parecer de otro mundo. Habían logrado el magnetismo de las estrellas mostrando una naturalidad minuciosamente aprendida y una gran satisfacción en el cumplimiento del deber. Fue un trabajo muy profesional, de enorme pulcritud. Y una vez concluido, sobrados de confianza en sí mismos, enterraron El Príncipe de Maquiavelo: el pueblo los quería y no habría necesidad de hacerse temer en los siglos venideros. Ese pueblo, además, se sentía identificado con ellos, porque la historia había cuajado: aquella monarquía que mostró ser democrática en el 78 y en el 81, era además demócrata. Demócrata de espíritu, demócrata de mezclarse con plebeyos, demócrata de fichar, demócrata de enseñar las bragas como las enseña cualquier mujer un día ventoso y desapacible. En fin, esa cosa culta y europea de la igualdad de derechos; ese "a sus pies" y un "no, por Dios".

¿Y si hubiéramos comprado demasiado cuché y ahora viéramos que una monarquía moderna y demócrata ha de ser transparente y estar limpia de corrupción?Consiguieron la proeza narrativa de darle verosimilitud a esa fabricación, aun con todos los elementos en contra. El más obvio, el conceptual: transmitir que la familia más excepcional del reino es idéntica a las demás requiere violentar mucho la lógica. Pero la eficiencia de los profesionales del departamento comercial de Zarzuela lo logró. Pues sí, pues sí, iban confirmando los grandes propagandistas de la prensa: son como nosotros.

Un buen día, la realidad se puso dura. Y la degradación fue llegando paulatina. Los negocietes del yerno, un socio avispado, unas firmas del secretario, asentimientos implícitos, correos electrónicos... Y el nombre de la infanta, socia también en aguas turbias, involucrado en una meticulosa instrucción judicial, con los consabidos titulares de prensa.

Ese pueblo confiado y por días hasta orgulloso de su monarquía conoció súbitamente la cercanía de la familia a los elefantes de Botsuana y las sedicentes princesas europeas. ¿Y si hubiéramos sido unos lilas? ¿Y si ese cuento de que una monarquía demócrata empieza en una princesa plebeya fuera una inmensa impostura? ¿Y si hubiéramos comprado demasiado cuché y ahora viéramos que una monarquía moderna y demócrata ha de ser transparente y estar limpia de corrupción?

Quedaban un par de oportunidades más para poner a prueba nuestra credulidad: la imputación de la infanta y la ley de transparencia. De la transparencia sabemos que se negocia en secreto: mal augurio. En cuanto al asunto judicial, ya vamos viendo cómo se enfoca cuando la realidad se pone difícil: ese jueguecito de la igualdad de derechos y tal está muy bien, pero la broma ha llegado demasiado lejos. ¡Imputar a una infanta! ¿Qué os habíais creído? Vuelvan las bragas y otras distracciones de alta sociedad. El cuento se acabó.

Un rey campechano; un príncipe enamorado de una plebeya; una infanta licenciada, la primera de España, y trabajadora, faltaría más, que acudía a fichar a diario, como todos. El retrato resultante reflejaba el triunfo de la humildad, el amor y el trabajo, lo que cualquiera querríamos para nuestra propia familia.

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