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El delito más hermoso que he cometido
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Irene Lozano

Palabras en el Quicio

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El delito más hermoso que he cometido

Podría ocurrir que todo se me volviera en contra, conjeturaba el ministro de la Hacienda Pública. A mí, que con tanta lealtad he servido a mis

Podría ocurrir que todo se me volviera en contra, conjeturaba el ministro de la Hacienda Pública. A mí, que con tanta lealtad he servido a mis señores, que con tanta diligencia los he protegido de todo daño a su reputación o su patrimonio. A mí, que tengo a medio país haciendo cábalas y deducciones para que no molesten a mis señores. A mí, que sólo me ha importado el prestigio de mis señores -más incluso que el mío, del que poco me queda-, podría ocurrirme lo peor. Estamos en el mismo barco, pero si alguien ha de quedarse solo, podría ser yo. Y si todo se volviera contra mí… ¿Y si me acusaran de haber dañado a mis señores por haberlos preservado de la luz con tanto celo? ¿Y si con el privilegio los hubiera perjudicado y llegaran a acusarme de un delito de lesa majestad? ¡Dios! No lo soportaría.

Mientras pensaba todo esto, el ministro caminaba en círculos en su despacho. Al acercarse al ventanal, la luz lo hirió. Era crepuscular y desganada, apenas un rayo tamizado por el cristal ahumado que había encargado para protegerse del sol amenazante. Aun así, lo hirió. Su fotofobia había entrado en fase aguda, le habían explicado los médicos, y el más leve contacto con la luz natural extremaba su habitual mal humor. Agarró con violencia los tupidos cortinones para montarlos uno sobre otro y, mientras lo hacía, recordó a aquel magistrado americano que había dicho algo así como que el mejor desinfectante es la luz del sol. Qué cretino, ¿a quién se le puede ocurrir algo así? A mí la luz del sol me está matando.

Si he dicho que es un error, ¿a santo de qué más preguntas? Si he explicado con claridad que no puedo explicarlo con claridad, ¿qué más quiere saber esa gentuza de la oposición y esa prensa canalla?Si he dicho que es un error, ¿a santo de qué más preguntas? Si he explicado con claridad que no puedo explicarlo con claridad, ¿qué más quiere saber esa gentuza de la oposición y esa prensa canalla? Los registradores, quitándose de en medio y los notarios parloteando a diestro y siniestro: que si tantos errores son imposibles, que si hubiera debido saltar alguna alarma. ¿Es que ya no se puede confiar en nadie? ¡País de envidiosos!

De pronto alguien abre la puerta. La luz entra en tromba y el ministro se cubre la cabeza como si le atacara una bandada de pájaros. Un secretario distingue su braceo desesperado en la penumbra y se acerca a entregarle un comunicado de un sindicato de funcionarios que se acaba de dar a conocer. Cuando el despacho recupera la oscuridad, el ministro de la Hacienda Pública concentra el haz de luz de su linternita sobre el texto: “El conjunto de los empleados públicos de la Agencia Tributaria no tienen autorizaciones para controlar a este perfil de contribuyentes, con lo que deben ser los responsables de la AEAT los que den una explicación”.

¡Llamar “contribuyentes” a mis señores! Qué atrevimiento. No entienden nada. Se deja caer sobre el sofá desolado. Qué explicación ni explicación; qué obsesión, venga luz y más luz. Qué sabrán ellos lo que es el Estado y cómo debe protegerse. Si se acostumbraran, como yo he hecho, sabrían que las cosas se ven mejor sin luz. Nadie lo entiende y me estoy quedando solo, pero no dejaré que me endilguen vulgaridades como la prevaricación o el encubrimiento. Actuar en la oscuridad no requiere ingenio ni sutileza: lo verdaderamente sofisticado es crear el agujero negro donde todo desaparece. Me sacrificaré una vez más por mis señores y explicaré que éste es el delito más hermoso que he cometido. Perdón, que hemos cometido.

Podría ocurrir que todo se me volviera en contra, conjeturaba el ministro de la Hacienda Pública. A mí, que con tanta lealtad he servido a mis señores, que con tanta diligencia los he protegido de todo daño a su reputación o su patrimonio. A mí, que tengo a medio país haciendo cábalas y deducciones para que no molesten a mis señores. A mí, que sólo me ha importado el prestigio de mis señores -más incluso que el mío, del que poco me queda-, podría ocurrirme lo peor. Estamos en el mismo barco, pero si alguien ha de quedarse solo, podría ser yo. Y si todo se volviera contra mí… ¿Y si me acusaran de haber dañado a mis señores por haberlos preservado de la luz con tanto celo? ¿Y si con el privilegio los hubiera perjudicado y llegaran a acusarme de un delito de lesa majestad? ¡Dios! No lo soportaría.