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La regla de la democracia
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Irene Lozano

Palabras en el Quicio

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La regla de la democracia

En el Congreso de los Diputados apenas se debate. Habrá a quien le sorprenda esta afirmación, pero si algo ha dejado claro la crisis es el

En el Congreso de los Diputados apenas se debate. Habrá a quien le sorprenda esta afirmación, pero si algo ha dejado claro la crisis es el débil pulso político de esta institución, cosa grave teniendo en cuenta que se trata –o debería tratarse– del centro de la vida política. Aquí no llega luz de la calle. Unos cortinones tupidos, de opacidad versallesca, enladrillan las ventanas de las salas de comisión, que siempre se celebran a la luz mortecina de los fluorescentes. Nadie osa abrir las cortinas para que entre el sol. Cuando pregunté por qué alguien me contestó: porque nunca se ha hecho. Tal es el peso de la inercia.

Enumeren ahora todo lo que nunca se ha hecho y que requiera cambios en el reglamento. ¿Se imaginan que el presidente del Gobierno pudiera ser interpelado? ¿Que la mayoría absoluta no pudiera impedir una comparecencia de un ministro? ¿Que le pudiéramos hacer preguntas espontáneas al presidente los miércoles, sin que él las conociera de antemano, como las que le hacen los periodistas? ¿Se imaginan que la nómina de todos los diputados –y no sólo los de UPyD, como hasta ahora– fuera pública? ¿Que las agendas de los diputados también se publicaran y los ciudadanos supieran con quién nos reunimos y todo el trabajo que hacemos? ¿Y si hubiera un registro de lobbies? ¿Y si los diputados pudiéramos conocer los gastos de aquellos viajes de nuestras comisiones, participemos en ellos o no?

¿Conciben cómo sería la democracia si hubiera auténticos debates en los que confrontar ideas y no esas tediosas sucesiones de monólogos interminables? ¿Si tuviéramos que firmar al asistir al Pleno y viéramos al fin a quién corresponden esos escaños fantasma que nunca se han ocupado? ¿Y si los ciudadanos pudieran formular preguntas e iniciativas legislativas a través de la web del Congreso que, una vez votadas por un número suficiente de personas, hubieran de ser obligatoriamente contestadas por el Gobierno?

Si la democracia en España tiene aún un asidero posible al que aferrarse para empezar desde él su revitalización, ese es la reforma del reglamento que acaba de comenzar a debatirse

Algunas de estas ideas pueden parecer ingenuas o absurdas; todas ellas son prácticas existentes en otros parlamentos del mundo. Aquí nunca se ha hecho. Calculen el peso de la inercia y el riesgo de derrape.

Las malas prácticas llevan tanto tiempo enquistadas que ya no se perciben como tales. En el Hemiciclo y sus edificios anejos la crisis de representatividad y la del modelo de Estado lucen mano a mano, en todo su esplendor. España está mal vista y muchos diputados se muestran elusivos ante la idea de que representamos no a un territorio, sino a todos los ciudadanos: lo que viene siendo la nación, sin alharacas. Algunos hasta creen que no existen intereses comunes. Digo todo esto, porque esas dos crisis que confluyen aquí han venido a convertir a esta institución, unos días en escupidera nacional y otros en cámara mortuoria.

Por la profundidad del desapego ciudadano y de los problemas que aquí se amontonan resulta ingenuo pensar que una reforma del reglamento vaya a solucionar todo. Afirmarlo equivaldría a sembrar expectativas que se verían defraudadas en cuestión de meses. Pero si la democracia en España tiene aún un asidero posible al que aferrarse para empezar desde él su revitalización, ese es la reforma del reglamento que acaba de comenzar a debatirse. Empeñémonos todos. A ver si así no se malogra también esta oportunidad.

En el Congreso de los Diputados apenas se debate. Habrá a quien le sorprenda esta afirmación, pero si algo ha dejado claro la crisis es el débil pulso político de esta institución, cosa grave teniendo en cuenta que se trata –o debería tratarse– del centro de la vida política. Aquí no llega luz de la calle. Unos cortinones tupidos, de opacidad versallesca, enladrillan las ventanas de las salas de comisión, que siempre se celebran a la luz mortecina de los fluorescentes. Nadie osa abrir las cortinas para que entre el sol. Cuando pregunté por qué alguien me contestó: porque nunca se ha hecho. Tal es el peso de la inercia.

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