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Irene Lozano

Palabras en el Quicio

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Para una cosa que tenemos solucionada…

Hay problemas políticos complejos y hay problemas políticos sencillos. Además, están las soluciones. Desde mi punto de vista, Felipe VI es una solución. No a los

Hay problemas políticos complejos y hay problemas políticos sencillos. Además, están las soluciones. Desde mi punto de vista, Felipe VI es una solución. No a los problemas de España, por supuesto, sino a la cuestión de la jefatura del Estado, que todos los países organizan con una u otra fórmula.

Pues bien, algunos plantean ahora el debate monarquía-república, introduciendo un elemento nuclear de discusión allí donde tenemos una solución. ¿Será porque tenemos pocos problemas? Listemos cinco de los que todos podemos considerar más acuciantes, objetivándolos de algún modo, por ejemplo con el último Barómetro del CIS (mayo de 2014). Los ciudadanos que consideran el problema más grave el paro llegan hasta el 58%; después figura la corrupción y el fraude (11,6%); en tercer lugar, “los políticos en general, los partidos, la política” (9,8%); los problemas de índole económica (8,7%) y los de índole social (1,5%).

Además de estos expresamente mencionados, podríamos añadir –y sigo intentando ser objetiva– el conflicto de Cataluña, el daño económico y social de las políticas europeas (sólo Draghi parece de momento haber leído bien los resultados electorales), y el auge del populismo en el continente. Son problemas enormes, amenazas evidentes a la estabilidad, el bienestar y la cohesión básica en un país, e incluso un continente.

Cambiar la monarquía por una república no solucionaría ni uno solo de esta lista de problemas. Es como si un enfermo cojo, manco y ciego, abierto en canal en la mesa de operaciones, le dijera al médico: “Pues ya que estoy, extírpeme el apéndice, por si acaso”… “Hombre, no, que se está usted desangrando; deje el apéndice, que de momento funciona”.

Reclamar una república resulta legítimo, faltaría más. Pero sustentar la petición en argumentos falaces –como sugerir que la disyuntiva nos obliga a elegir entre monarquía o democracia– indica que se carece de razones de peso. Imponer la monarquía por encima de la democracia fue el enfoque de la cuestión hace 200 años, en el Congreso de Viena. Hoy la discusión forzosamente ha de remitirse a una cuestión de principios (respetable), pues no está demostrado que las repúblicas sean más democráticas ni que consigan mayores cotas de bienestar para los ciudadanos. Además, con todo el dinero que llevamos gastado en la formación del Príncipe, sería una inversión ruinosa despedirle ahora, y no creo que encontráramos a gente mucho más preparada que él para ese trabajo: es una vida entera, piénsenlo.

Pero precisamente porque vivimos en democracia –de calidad muy mejorable, sin duda–, no debemos descartar que la monarquía renueve su contrato con la ciudadanía. Debería hacerse en una próxima reforma constitucional, dando a la gente la opción de votar la forma de la jefatura del Estado expresamente y no como parte de un pack, como se hizo en 1978. Estoy segura de que, si Felipe VI aplicara medidas de limpieza, transparencia y rendición de cuentas, tendría un apoyo mayoritario y una legitimidad incuestionable. Si es audaz, lo hará.

Hay problemas políticos complejos y hay problemas políticos sencillos. Además, están las soluciones. Desde mi punto de vista, Felipe VI es una solución. No a los problemas de España, por supuesto, sino a la cuestión de la jefatura del Estado, que todos los países organizan con una u otra fórmula.